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» Diario Cordoba
Fecha: 30/04/2025 06:35
Nuestro tiempo ha entronizado al instante como único dios verdadero. Vivimos bajo el yugo del presente tirano, que no tolera rivales: el pasado es sospechoso de reaccionarismo, el futuro una incómoda incertidumbre. Solo el ahora -rápido, útil, monetizable- merece atención, aunque se desvanezca como una gota de mercurio en el asfalto. Esta idolatría del presente ha suprimido el sentido histórico, que antes era brújula del alma. «Ser ignorante de lo que ocurrió antes de que nacieras es permanecer siempre niño», advertía Cicerón. Pero nuestros días celebran esa infancia perpetua, esa amnesia orgullosa que convierte toda herencia en escombro. Los libros antiguos languidecen, las tradiciones se ridiculizan, y el alma queda a la intemperie, sin raíces que la anclen ni cielo que la cubra. Lo advirtió Simone Weil: «El pasado es la patria del espíritu». Pero el espíritu, hoy, ha sido expatriado. En su lugar, se yergue el algoritmo como oráculo posmoderno, que ofrece placer sin significado y movimiento sin destino. La viralidad ha sustituido al juicio; el impacto, al pensamiento. Hemos cambiado el eco profundo por el aplauso inmediato, sin darnos cuenta de que el primero nos ensancha y el segundo nos reduce. Nada en nuestra época resiste el lento hervor del tiempo. Lo efímero ha desplazado a lo eterno; lo útil, a lo verdadero; lo cómodo, a lo justo. Incluso la espiritualidad ha sido domesticada: se medita para rendir más, se reza -cuando se reza- como quien toma una cápsula de melatonina. El alma, decía san Agustín, es medida del tiempo; pero ahora es medida del rendimiento. Y sin embargo, el hombre sigue siendo un ser de raíces y anhelos. Puede que viva encadenado al instante, apresado en la dictadura de lo inmediato como un insecto atrapado en ámbar, pero sueña -todavía sueña- con el para siempre. Intuye, aun sin saber nombrarlo, que existe algo más allá del rendimiento y la eficiencia, algo que no se mide en métricas ni se valora en informes, algo que lo llama desde el misterio: ese temblor de eternidad que late en lo bello, en lo justo, en lo verdadero. Y ese algo -llámese Dios, arte, memoria o fidelidad al alma- es, precisamente, lo que este presente tirano más teme, pues pone al descubierto su indigencia, su banalidad, su condición efímera disfrazada de gloria perpetua. Porque lo que permanece desenmascara lo que pasa; y el presente, sin un ayer que lo nutra ni un mañana que lo oriente, no es más que una prisión elegante, una celda con conexión inalámbrica, en la que el hombre se entretiene mientras su alma se marchita. Y así marchamos, ufanos y ciegos, adorando el minuto como si en él cupiera la redención del mundo, mientras se nos desangra el espíritu por no recordar que fuimos hechos para lo eterno. La eternidad no se mide en pulsaciones sobre una pantalla, sino en esa fidelidad silenciosa a lo invisible, a lo que no se ve pero sostiene. Y en ese altar -invisible, olvidado, arrinconado- aún podemos arrodillarnos. Aun sin aplausos. Aun sin testigos. Porque hay gestos que salvan aunque nadie los celebre. *Mediador y escritor
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