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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 27/04/2025 04:55
(Imagen Ilustrativa Infobae) En la historia de la humanidad, el tiempo ha sido uno de los grandes organizadores de la vida social, cultural y económica. Sin embargo, si bien su estructura física permanece inalterada, con el advenimiento de la era digital, la manera en que los seres humanos percibimos el tiempo cambió radicalmente. Esta transformación no se basa en una alteración objetiva del tiempo, sino en una mutación subjetiva de su vivencia. En la era analógica, el tiempo era percibido como un flujo lineal y continuo. El ritmo estaba marcado por los relojes mecánicos, los calendarios de papel y la secuencia tangible de los días. La espera era una parte constitutiva de la experiencia cotidiana: esperar una carta, una llamada telefónica, el noticiero de la noche. La era digital, en cambio, fragmenta, acelera y superpone. La información está disponible de manera instantánea. Los mensajes llegan al instante. Las redes sociales actualizan el presente a cada segundo. La espera ha perdido su espesor simbólico: ya no se espera, se actualiza permanentemente. En la era analógica, el tiempo estaba marcado por dispositivos físicos: el reloj pulsera, el noticiero a las 20 horas, el teléfono fijo. Todo respondía a una secuencia predecible. Ver una película implicaba ir al cine a un horario fijo o alquilar un VHS por 48 horas. Las series eran semanales y había que esperar siete días para un nuevo episodio. La era digital disolvió las coordenadas temporales. Hoy, una notificación puede alterar la línea del presente, llevándonos a una conversación pendiente, una foto de hace diez años o un mensaje que cambia el curso del día. La película El origen (2010) de Christopher Nolan –uno de los mejores directores de cine de la actualidad- explora la multiplicidad de capas temporales que coexisten en una misma experiencia, una metáfora perfecta del tiempo digital donde múltiples “dimensiones temporales” colapsan sobre sí mismos. La costumbre de ver series también refleja esta mutación. En los 90, el “tiempo Friends” implicaba reunirse frente al televisor cada semana. Actualmente, con plataformas como Netflix o HBO Max, el tiempo se vuelve acumulativo y maratónico: una temporada se devora en horas. La serie Black Mirror —especialmente el episodio “San Junípero”- muestra cómo la conciencia digital puede reconfigurar el tiempo transcurrido con vidas que se condensan, repiten o reinventan en simulaciones tecnológicas. Aplicaciones como TikTok, Twitter o WhatsApp no sólo distribuyen información, sino que modelan la experiencia del tiempo. En TikTok, el “scroll infinito” elimina la sensación de comienzo y fin. En WhatsApp, un mensaje leído y no respondido se convierte en un evento temporal cargado de ansiedad. La serie Undone combina animación rotoscópica y narración no lineal para contar una historia donde pasado, presente y futuro coexisten, simbolizando la fragmentación y expansión de nuestra percepción temporal. Si el tiempo es uno, ¿por qué en el hoy lo sentimos tan distinto? Porque en el mundo digital no lo medimos, lo experimentamos de otra forma: más veloz, más simultánea, más líquida. Quizás como lo propone la serie Dark: “El tiempo no es lineal. Es un círculo”. El tiempo digital no es menos real, pero es menos habitable. La memoria se externaliza en dispositivos, los acontecimientos se notifican en forma de alertas y las decisiones se automatizan. El calendario de la subjetividad se desvanece ante la omnipresencia del ahora. El tiempo es uno, pero no se vive igual. Para las personas humanas, ese tiempo único se vive de formas distintas según la época, el medio y el ritmo social. Comprender esa diferencia es el primer paso para construir una relación más humana con la tecnología que modela nuestras horas. En la transición de la era analógica a la digital, no cambió el tiempo en sí, sino nuestra forma de habitarlo. Lo expuesto es posible representarlo gráficamente de la siguiente manera: La justicia fuera de tiempo: procesos analógicos en tiempos digitales El derecho suele tratar el tiempo como un marco neutral. Pero en realidad, el tiempo es una herramienta de poder: decidir cuándo se juzga, cuánto se demora un proceso, cuándo se resuelve, impacta directamente sobre los derechos de las personas. “La justicia que llega tarde, no es justicia”. Esta frase, cobra un nuevo significado cuando se la analiza desde la perspectiva de la percepción temporal: ¿qué sucede cuando el tiempo institucional no armoniza con el tiempo social? En la era digital, los individuos están acostumbrados a la respuesta inmediata: mensajes que se leen y responden en segundos, operaciones bancarias que se validan en tiempo real, turnos médicos gestionados en apps. Sin embargo, el servicio de justicia sigue anclado en ritmos analógicos, donde los tiempos se miden en semanas, meses, y a muchas veces, en años. El Poder Judicial continúa funcionando bajo una estructura jerárquica, secuencial y burocrática: una presentación ingresa por mesa de entradas, pasa por un juzgado, sube en recurso, espera traslados y dicta resoluciones en tiempos formales. Esta lógica lineal del tiempo judicial se asemeja al modelo analógico representado por la televisión programada o el correo postal: todo depende de un “orden” establecido, donde el usuario no tiene injerencia real en el ritmo del proceso. La sociedad modelada por el tiempo digital espera otra cosa: interacción en tiempo real, acceso inmediato a la información del expediente, celeridad en las resoluciones y transparencia en las decisiones finales. Del mismo modo en que Netflix desplazó al prime time televisivo, el tiempo digital desestabiliza la legitimidad de un sistema judicial lento y opaco. En el presente, la falta de confianza en la justicia no se debe sólo a las decisiones que adopta, sino fundamentalmente al ritmo con que esas decisiones llegan. Muchas jurisdicciones han avanzado con expedientes digitales, notificaciones electrónicas y firmas digitales. Pero aún persiste una cultura institucional que sigue interpretando el tiempo como si fuera papel. Mientras los ciudadanos viven en una lógica de 24/7, el Poder Judicial aún opera en lógica de “lunes a viernes de 7,30 a 13,30”. El problema no es solamente de velocidad, sino de sincronización cultural. La justicia, al funcionar con la lógica del tiempo analógico, se percibe como ajena, lenta e ineficaz, incluso cuando cumple con sus tiempos formales. En la era digital, la percepción del tiempo se vuelve un criterio de legitimidad y el Poder Judicial adolece de sincronicidad. La justicia no está fuera de lugar, está fuera de tiempo. No porque no tenga estructura o principios, sino porque su reloj no late al ritmo de la sociedad que busca amparo en ella. En un mundo donde todo se acelera y se superpone, donde el presente se actualiza a cada segundo y el futuro se anticipa con algoritmos, una justicia que se mueve como si aún viviera en el siglo XX, corre el riesgo de volverse simbólicamente invisible. Lo que se requiere no es solo velocidad, sino sincronía emocional, cultural y técnica con una ciudadanía que ya no concibe el tiempo como una línea recta, sino como una red viva e inmediata de sentidos y urgencias. En el sigo 21, la legitimidad del Poder Judicial no dependerá únicamente de la corrección jurídica de sus fallos, sino de su capacidad de habitar el tiempo de quienes la necesitan. Reconocer que el tiempo no solo se mide, sino que también se habita, es quizás, el primer paso para pensar una justicia que no solo funcione sino que llegue a tiempo digitalmente hablando. En un mundo donde las decisiones se toman a la velocidad del click, el sistema de justicia, aún sujeto a estructuras del siglo 19, resulta cada vez más incompatible con las expectativas sociales del siglo 21. La brecha no es solo tecnológica, sino profundamente temporal: es una crisis de sincronía cultural. Reformular la justicia en la era digital implica reencauzar el tiempo como categoría social y no solo procesal frente a una sociedad, que proyectada en las nuevas generaciones, no desea esperar como lo hacía con gusto en la era analógica.
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