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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 24/04/2025 06:35
Rosa Rotenberg en la capilla del orfanato Kzendza Boduena (Varsovia, especial) Habrá pasado miles de veces por ese hall -corriendo, saltando, caminando, siempre sonriente, como cualquier niña, sin ser plenamente consciente de lo que ocurría a pocas cuadras de allí, en el corazón del Gueto de Varsovia. Su inocencia permanecía, de alguna manera, resguardada, aunque sin esos abrazos claves, fundamentales, para forjar el alma de cualquier criatura que inicia su hoja de ruta. Ahora, más de 80 años después, Rosa retornó a ese lugar. Por segunda vez. Sentada en una de las banquetas de esa misma entrada del orfanato Kzendza Boduena que la acogió cuando apenas tenía un año, narra detalladamente el calvario que atravesó hasta cerrar (casi) definitivamente -hace apenas un puñado de días- su historia. Rosa Rotenberg tiene 83 años. Nació en junio de 1941 en el gueto, símbolo del horror nazi pero también de la resiliencia y el heroísmo. Sus padres, Salomón Rotenberg y Regina Seywacz, previeron que la era venidera sería de espanto y muerte y tomaron la decisión más dramática (y osada) para salvar a esa beba de cinco meses que posiblemente no podría sobrevivir ni el hambre, ni el implacable engranaje de oscuridad alemana. La desterraron furtiva, secretamente, de esos muros infames confiando en que las manos por las que pasaría su recién nacida la depositarían en un lugar donde sería rescatada, alimentada, protegida. Salvada. Fachada del orfanato Kzendza Boduena La voz de Rosa es calma. Por momentos trastabilla por la emoción. La memoria, prodigiosa. Salvo para recordar algo que anhelaría con devoción: a su madre Regina, cuyo rostro, sonrisa y amorosos besos y abrazos -que habrán sido miles, apresurados, clandestinos, desgarrados- no permanecen entre sus registros más prístinos. Del gueto la sacó un joven -de nombre Kalmen- autorizado por los alemanes para trabajar fuera de los límites del barrio judío. La riesgosa misión fue concretada el 23 de diciembre de 1941. Ese muchacho arriesgó la vida de Rosa, pero también la propia. Fue uno de los tantos héroes de esa época de valientes. Escondió a la niña cuidadosamente en su bolso de herramientas luego de ser testigo de cómo Regina le obsequiaba un último adiós a su hija, perforada de dolor. El ignoto protagonista cruzó los muros, nervioso, esperando que el azar y la pereza de los guardias nazis hicieran su parte y no fuera inspeccionado. Resultó. Luego, esa beba que no lloró en el momento más crítico de su -hasta ese momento- breve existencia, pasaría de sitio en sitio hasta ser depositada en ese convento en el centro de Varsovia, repleto de cientos de niños huérfanos. En ese orfanato compartía sus días con otros niños. Era de las más pequeñas, casi un año. Y no recuerda nada de lo que allí ocurría. Fue bautizada, educada y criada bajo el catolicismo y con un nombre falso: Wanda Darlewska. La identidad, apócrifa y cristiana, había sido escrita por sus padres en un papel que envolvieron y ataron a su cuello para luego, si la providencia lo permitía, ir a su rescate. Así llegó y fue anotada en Kzendza Boduena. Escaleras del orfanato Kzendza Boduena Al finalizar la guerra, su padre Salomón la buscó por todos lados. Antes, había atravesado su propio calvario: resistió en el gueto, perdió a sus cinco hermanos, pasó por tres centros de trabajo forzoso y fue separado de Regina, quien le salvó la vida al obligarlo a hacerse pasar por carpintero cuando el tren que los deportaba de Varsovia el 8 de mayo de 1943 se detuvo en Lublin. Esta vez, la mamá de Rosa no volvería a ser vista por miembro alguno de su familia. Con la esperanza del reencuentro con su beba -que ya sería una pequeña niña- un joven Salomón persiguió ese nombre cristiano en cada rincón de la arrasada capital polaca. Hasta que llegó al orfanato salvador. No fue fácil la reunificación. Claro: no tenía prueba alguna de que esa pupila llamada Wanda Darlewska fuera en verdad Rosa Rotenberg, su hija. Ante la inicial y comprensible negativa de las autoridades del convento la desesperación de Salomón creció. ¿Cómo hacer para comprobar la identidad de esa criatura que había sido desgarrada de su núcleo para salvarla? No existían pruebas de ADN que pudieran, entonces, hacer ese trámite fácil. Capilla del orfanato Kzendza Boduena Pero el hombre recordó un detalle oculto que sería fundamental para el reencuentro definitivo: una marca, un hoyuelo inconfundible detrás de la oreja derecha de la chiquilla convenció a las monjas de la verdadera identidad de esa tranquila interna, que ya no se calzaría la máscara de Wanda para salvaguardar su vida. Volvería a ser Rosa. Esta vez para siempre. Los primeros años de Rosa al lado de su padre no fueron sencillos. Salomón, como muchos judíos que esquivaron la muerte, sabía que el segundo triunfo sobre el nazismo sería volver a formar una familia y que florezca. Fue por eso que se casó nuevamente al poco tiempo del final de la Segunda Guerra Mundial, con Flora, una joven que había combatido en la resistencia judía en el gueto y que también había enviudado. Rosa, “enojada con el mundo”, no habló por un largo tiempo. Comía poco. Nada le resultaba familiar. De acuerdo a su lastimada y todavía breve biografía había sido arrancada de ese mundo en el que vivía rodeada de otros niños con los que jugaba y se educaba para explicarle que en realidad ella no era Wanda, sino otra persona, con otra historia y con otra familia. Con un “extraño” que se había presentado como su papá, pero al cual no conocía. ¿Cómo pretender que esa niñita no estuviera enojada con el mundo? Para 1950 la familia se mudó a la Argentina tras una larga estancia en Francia. Rosa Rotenberg en su infancia Con el paso de los años, y a pesar de tener tres hermanas más, Rosa sentía que era el blanco de las mayores exigencias de la casa. Sentía que todos los retos iban dirigidos a ella. Sentía que las obligaciones debían recaer en ella. Sentía, sentía… pero no comprendía enteramente. Algo faltaba. O varias cosas faltaban. Sin saberlo, llevaba en su alma una serie de huellas que aún desconocía. Hasta que al cumplir los 18 su padre la sentó para conversar. Y le habló como nunca antes. Le contó, minuciosamente y por primera vez, todo lo que había sucedido desde su nacimiento hasta ese día. El gueto, el hambre, el peligro, la huida secreta, las manos solidarias, el orfanato -del que no se acordaba nada-, el nombre falso, la desnutrición, la muerte de su madre en algún campo de concentración alemán. ¿Qué? Pero, ¡¿cómo?! La mujer que estaba casada con su padre, Flora, con la que chocaba mucho, sí, pero a la cual amaba y le decía “mamá”, le daba la mano y conocía desde siempre, ¿no era la suya? Tenía dos mamás, pero a una de ellas no conocía y estaba muerta. El enojo, la decepción, la incredulidad de Rosa, esta vez, se canalizó en su carrera. Brilló como estudiante de bioquímica en la Universidad de Buenos Aires. Trabajó al lado del Premio Nobel César Milstein. Se doctoró, fue docente, investigadora… Se casó con el médico Carlos Rosenztroch -a quien conocía desde los 14 años- y se esforzó en construir su propia familia. Su historia. Rosa Rotenberg, junto a sus hijos Carolina y Miguel, y el libro que escribió su padre Hasta que en 2015 creyó que sí era el momento de ponerse a hurgar en sus propias raíces. Conocer más sobre su historia y la de su familia. Su padre había muerto hacía diez años y ahora que sus hijos estaban formando sus propias vidas y tenía más tiempo por haber puesto punto final a su profesión, decidió embarcarse en su identidad. Retornó a Varsovia. Buscó documentos, datos, fechas, direcciones, nombres. Se dirigió al orfanato Kzendza Boduena, donde todo comenzó, con la esperanza de recordar algo: una escalera, un patio, un aula, una capilla. Pero no tuvo absoluta suerte. No recordaba ese sitio que la abrazó en el inicio de su vida. También fue al cementerio judío de la ciudad, uno de los más emblemáticos del mundo, donde derramó lágrimas ante la tumba de su abuelo paterno. Hasta entonces, era lo más cerca que había estado de su madre. Eso sí, leyó los registros del convento de inicios de la década del 40 y encontró aquel nombre cristiano junto a su fecha de ingreso y de partida. Nombre: Wanda Darlewska. Ingreso: diciembre de 1942. Egreso: mayo de 1945. Todo cuadraba, salvo una cosa: ¿Qué había pasado con mamá? ¿Qué fue de la vida de Regina Seywacz? Lo poco que sabía de ella era lo que había leído en las memorias escritas por su padre, Abi Vaiter (Sigamos Adelante): “Una compañera de vagón, durante la deportación, la había visto sin vida… Fue muy dolorosa esa constatación, pero me obligó a reorientar mi vida y eso fue lo que hice al llegar a Francia”. Era el único y aislado dato que tuvo durante años. Recurrió a una fundación que se dedicó a clasificar documentos sobre las víctimas de la persecución nazi: los Archivos Arolsen. Pero nada. O no mucho. Al momento de armar las valijas para regresar a Buenos Aires de ese viaje, su hermana le envió por correo documentación de la Cruz Roja que había llegado hacía minutos y que la reorientaron hacia donde podía haber estado póstumamente Regina: en el campo de concentración de Bergen Belsen, al sur de Hamburgo, Alemania. Murió allí a los 30 años. Era una historia diferente a lo que le había narrado su padre Salomón y que luego plasmó en sus memorias. Lloró. Lloró. Lloró. Por la emoción de conocer cuál había sido el final de Regina, mamá, y por la impotencia de saber que su viaje a Varsovia concluía y debía pegar la vuelta a la Argentina. Con los años, Rosa creyó que su edad ya no le permitiría retornar a Europa y eso la angustió largo tiempo. Su viaje había sido en 2015 y completó varios casilleros en blanco de su vida, aunque no el más importante. Sin embargo, con 83 años regresó a Europa. El Museo del Holocausto de Buenos Aires la había invitado a retornar al orfanato en el que sobrevivió y a participar de la Marcha por la Vida que se realiza todos los años en Auschwitz-Birkenau. Pero antes, Rosa quiso completar el círculo. Días antes de conmemorarse la liberación del más gigantesco campo de exterminio voló a Hamburgo, Alemania. Condujo una hora junto a sus hijos Miguel y Carolina Rozensztroch hasta Bergen Belsen. Fue con la documentación que había conseguido durante estos últimos años, constató con los registros del campo de concentración y encontró el lugar exacto donde reposan los restos de Regina. 83 años después. Dice, tratando de secar su emoción con un pañuelo de papel, que sólo le falta una fotografía para cerrar todo el círculo. Una imagen que le ponga rostro a la mujer que la abrazó y alimentó precipitadamente por última vez cuando apenas tenía cinco meses y la dio en custodia al destino. Pero esa será su última misión. Rosa Rotenberg, junto a sus hijos Carolina y Miguel en el campo de concentración Bergen Belsen, al sur de Hamburgo, Alemania Mientras tanto, este último 19 de abril fue el más trascendente de su diario. Caminó por el cementerio de Bergen Belsen y halló la tumba de esa mujer misteriosa, enigmática. Se conmovió. No hubo dique que contuviera sus lágrimas. Y abrazada por Miguel y Carolina, Rosa pudo decirle: Mamá, acá estoy. Soy yo, tu hija. Estos son tus nietos. Donde estés, cuidame y cuidalos a ellos. Te encontré.
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