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  • El último adiós de los fieles al Papa en la Basílica de San Pedro

    » El litoral Corrientes

    Fecha: 23/04/2025 10:28

    Con esa escenografía, teatralidad y solemnidad que sólo tiene una institución milenaria como la Iglesia católica, mientras las campanas de la Basílica de San Pedro tañían en señal de luto y después de un momento de oración en latín presidido por el cardenal camarlengo, el estadounidense Kevin Farrell, entre coros de la Capilla Sixtina, fue trasladado este miércoles por la mañana el féretro del papa Francisco desde su hogar de Santa Marta, hasta la Basílica de San Pedro. Fue una ceremonia sin precedente: nunca antes un Papa había decidido romper con todos los protocolos e irse a vivir a un austero hotel para eclesiástico como es Santa Marta, en lugar del fastuoso Palacio Apostólico. Le hubiera provocado “problemas psiquiátricos” quedarse a vivir en esa virtual jaula dorada, siempre explicó Jorge Bergoglio, el Papa venido del fin del mundo que rompió todos los esquemas y que decidió vivir en comunidad -y sin controles- en Santa Marta. Y fue justamente desde este edificio construido en 1996 -durante el pontificado de Juan Pablo II (1978-2005)- para que los cardenales tuvieran donde quedarse en caso de cónclave o para otros eclesiásticos de paso por el Vaticano, que comenzó la primera de las ceremonias solemnes para despedir con todos los honores al papa Francisco. A las 9 en punto comenzó una procesión de ochenta cardenales vestidos con sus hábitos y birretes color rojo, muchos recién llegados a Roma desde diversas partes del mundo para participar del cónclave que elegirá al sucesor de Francisco, con rostros compungidos. Entre ellos especialmente afligido se lo veía al cardenal argentino Leonardo Sandri, vicedecano del colegio cardenalicio, prefecto emérito del Dicasterio de las Iglesias Orientales, que conoció a Jorge Bergoglio siendo adolescente en el seminario de Villa Devoto. En una jornada soleada y acompañado por ese tañido de las campanas, detrás de ellos avanzaba el féretro de Francisco. De simple madera y revestido de un paño rojo, fue llevado sobre los hombros por catorce “sediarios” con moño y guantes blancos, escoltados por ocho alabarderos de la Guardia Suiza papal con sus trajes a rayas y catorce penitenciaros con unas estolas roja y antorchas. Detrás, avanzaban los miembros de la familia pontificia y quienes cuidaron al Papa con dedicación absoluta y fidelidad, hasta el final, sus secretarios personales -los sacerdotes argentinos Juan Cruz Villalón y Daniel Pellizón y el italiano Fabio Salerno-, sus enfermeros Massimiliano Strappetti y Andrea Rinaldi y su asistente de cámara Piergiorgio Zanetti. La denominada “traslación”, como llaman el traslado, acompañada por salmos y antífonas, después de pasar por la plaza de los Protomártires, desde el Arco de las Campanas, adyacente a la Basílica, llegó a la plaza de San Pedro, donde miles de personas seguían la ceremonia a través de pantallas gigantes. Cuando el féretro entró en la Basílica vaticana a través de la puerta central, un aplauso espontáneo, casi liberatorio, repleto de afecto, estalló en la Plaza de San Pedro. Mientras los coros entonaban las letanías de los santos, la procesión fue avanzando lentamente hasta el altar de la Confesión, bajo la sombra del imponente Baldaquino de Bernini, donde fue colocado, sobre una alfombra el féretro de Francisco, luego rodeado por unos cordones. Sin catafalco, como él, el Papa de la sencillez, quiso, sobre una simple tarima de madera, la misma que se había visto en la capilla de Santa Marta. Entonces el cardenal Farrell aspergió agua bendita e incienso el cuerpo del Papa -vestido con mitra blanca, casulla roja-, algo que dio inicio a una Liturgia de la Palabra, en latín, en la que se rezó “por el difunto Francisco, para que el Príncipe de los pastores, que siempre vive para interceder por nosotros, lo reciba benigno en su reino de luz y paz”. Además, se oró por “la santa Iglesia de Dios, para que, fiel a su mandato, sea fermento de una renovación en Cristo de la familia humana”. “Por los pueblos de todas las naciones, para que, en el respeto de la justicia, formen una sola familia en la paz y estén unidos por sentimientos fraternos”. Y, finalmente, “por todos nosotros, que estamos aquí reunidos en oración, para que nos reencontremos un día juntos en el reino de los cielos”. Pasaron a despedirse luego, en fila de a dos, cardenales, obispos, sacerdotes, diáconos y demás eclesiásticos, sediarios, gentilhombres, que iban inclinándose y persignándose ante el féretro del Papa. Entonces, solo una persona no avanzó, sino que se quedó allí parada, a la derecha del ataúd, llorando. Era sor Geneviève Jeanningros, monja de la Congregación de las Hermanitas de Jesús y sobrina de Léonie Duquet, una de las dos religiosas francesas desaparecidas durante la dictadura, que fue víctima de Alfredo Astiz. Sor Jeanningros, de 82 años, con su simple hábito celeste y mochila, que vive desde hace cinco décadas en una casa rodante al lado de un parque de diversiones de Ostia, en las afueras de Roma -donde realiza un trabajo pastoral con personas necesitadas de esa comunidad, mujeres trans y demás-, se había hecho muy amiga del papa Francisco. Aunque al principio algunos diáconos intentaron alejarla diciéndole que no podía estar ahí, que no era su turno, que debía esperar y pasar en otro momento, algunos gendarmes la reconocieron. Y la llevaron hasta el féretro y le permitieron quedarse ahí. Entre quienes también pasaron a despedirse estaba Luis Liberman, uno de los tantos amigos judíos argentinos de Jorge Bergoglio, rector del Instituto universitario del agua y el Saneamiento y fundador del Instituto del diálogo global y la cultura del encuentro. “Es muy raro, no es él, no es Jorge”, dijo a LA NACION Liberman, conmocionado. “Hoy me duele el alma, pero aquí estamos los que amamos al Papa del fin del mundo. Vine a despedir a un líder esperanzador que hasta el último hálito sembró bondad, belleza y esperanza, que no se calló ante las injusticias, las guerras, las inequidades. Un luchador de la causa humana del futuro: la casa común”, comentó, recién aterrizado desde Buenos Aires. Liberman era de los amigos que en silencio solían venir cada tanto a Roma para charlar en porteño con Bergoglio, que respaldaba sus iniciativas en favor del acceso al agua potable para todos. “Vengo con las voces de compañeros y compañeras que pidieron que acerque su oración. Vengo porque creo que después de tantos años en alegría y comunión fraterna no renuncio ni renunciamos a la historia compartida”, concluyó. Fuente: La Nación

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