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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 21/04/2025 18:33
La basílica de Flores fue la iglesia de la infancia y adolescencia del papa Francisco Parece un lunes como cualquier lunes en el barrio de Flores. Un lunes de bocinazos y algún insulto en Rivadavia y Rivera Indarte, de alguna parejita adolescente rateada en la Plaza Pueyrredón a la que nadie llama así porque todos llaman igual que al barrio, de fila de jubilados en la vereda de la enorme sucursal del Banco Nación. Parece un lunes como cualquier otro pero no: la misa en la Basílica San José de Flores está repleta de fieles del barrio que lloran, rezan y aplauden; los oficiales de tránsito custodian que no haya embotellamientos repentinos sobre la calle Membrillar, en la que se va armando un altar en tiempo real. Una mujer llora mientras pasea a sus perras por el barrio Las Casitas; un vecino se asoma a la vereda en la que, hace ochenta años, jugaba a la pelota y reconstruye ese mundo con ternura y tristeza. Parece un lunes normal, pero ha muerto Francisco, el hombre más importante de todos los que nacieron en este barrio, el hijo de estas calles que más lejos llegó. Ese sacerdote que un día se tomó un avión a Roma y nunca volvió, cuyo nombre de todos los días, Jorge Mario Bergoglio, cambió hace doce años por el que eligió para ser el máximo líder de la Iglesia, inspirado en uno de los grandes líderes jesuitas. Un hombre que se fue en 2013 pero, a juzgar por estos llantos callejeros, estos recuerdos conversados en las veredas, esta feligresía conmovida ante un confesionario crucial, nunca dejó del todo este barrio. Francisco murió este lunes a los 88 años. Era Papa desde 2013 (AP) Las calles que lo vieron crecer “A mí una charla con Jorge Bergoglio me torció el destino”, le dice Carlos Couceyro a Infobae. Tiene 84 años y está parado en Membrillar al 500, frente a la casa en la que vivió la familia Bergoglio cuando los cinco hijos eran niños y adolescentes. Carlos era, sobre todo, amigo de uno de los hermanos de quien se convertiría en Papa: eran más parejos de edad. Todos jugaban a la pelota juntos en la calle, nadie cerraba la puerta de casa, el partido se interrumpía sólo cuando pasaba el carro del lechero, del heladero o de la basura. “Y cuando crecimos, yo me puse a estudiar para técnico químico en el Huergo, en Caballito. Pero me iba mal ahí, no me gustaba, era muy severo el clima. Jorge había estudiado lo mismo pero en la Escuela Industrial Nº 27, en Floresta. Entonces mi mamá me dijo que le preguntara qué tal, y él me orientó, me alentó mucho a cambiarme de escuela, me dijo que me iba a ir bien”, se acuerda Carlos. La charla, cortita, fue en la calle en la que años antes jugaban todos al fútbol. Couceyro le hizo caso, se cambió de colegio, se adaptó sin problemas e incluso se convirtió años más tarde no sólo en técnico químico sino también en licenciado universitario en esa misma disciplina. “Me marcó la vida ese apoyo”, recuerda. En la casa de la calle Membrillar, desde temprano, empezó a improvisarse un altar con flores, velas y los colores de San Lorenzo En la puerta de la casa de la calle Membrillar, donde ya no vive ningún Bergoglio, crece un altar. Hay velas, flores azules y blancas, un gorro de San Lorenzo -el club fundado por un cura del que Bergoglio fue fanático- y papelitos que dicen “¡Gracias, Francisco!”. No sólo los más vecinos llegan hasta esa puerta señalada con una placa de la Legislatura porteña. Tomás Battaglino, un joven cordobés que vive en Buenos Aires desde hace tres años, tomó el colectivo en Villa Crespo para acercarse a esta casa. “Cuando el Papa dijo aquello de ‘hagan lío’ las juventudes nos sentimos llamadas a la acción, fue una gran convocatoria para acercarnos a la Iglesia y, sobre todo, hacernos escuchar para que se escuchen las voces de los más necesitados”, le dice a Infobae. En la esquina, en la plazoleta Herminia Brumana, cuatro vecinas se ponen de acuerdo: van a ir a la misa de las 19 en la Basílica de San José de Flores. Es ahí donde, en un confesionario, Jorge Mario Bergoglio le contó a un sacerdote que “había sentido el llamado de Dios” y que entraría en el Seminario para ordenarse cura. La plazoleta de su infancia recuerda los años que Bergoglio pasó allí Una de las cuatro vecinas ya estuvo en la misa de las 8 y de allí trae información fresca. “La misa de la tarde la encabezará García Cuerva”, avisa a sus compañeras de mañanas de sol en ese pedacito de barrio en el que, hace ocho décadas, el futuro Papa jugaba al fútbol y en el que ahora una gran placa en el piso recuerda esos tiempos: “Eran tarde de juegos, encuentros y amistad”, dice. La fecha del inicio de su Pontificado, 19 de marzo de 2013, se lee entre las hojas que el otoño dejó caer allí. Lágrimas, aplausos y un pedido de protección “Es un día para rezar, para estar con Dios. Para darle las gracias a Francisco y pedirle que nos proteja. A su iglesia, que tanto amó, a su parroquia”, dice el párroco Martín Bourdieu desde el altar de la Basílica San José de Flores. La iglesia, a la que la familia Bergoglio iba durante su niñez y su adolescencia, tiene un confesionario en el que ahora hay una vela encendida. Un cartel cuenta que ese fue el que usó un jovencísimo Jorge para contarle al párroco que había sentido “una revelación” y que dedicaría su vida a ser un hombre de fe. Hacia ese confesionario apuntan los rezos, las fotos, los llantos de las cientas de personas que no entran en los bancos de esta iglesia en la que Bergoglio acostumbraba dictar misa especialmente durante Semana Santa antes de su viaje definitivo al Vaticano, cuando todavía era Arzobispo de Buenos Aires. En la Basílica de San José de Flores, dos pinturas muestran su vida: junto a los fieles en su barrio y en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano “Somos del barrio de toda la vida. Mi mamá tiene 90 años, más que el Papa. Lo vimos aquí dar misa, conocíamos su cercanía con el barrio. Nunca dejó de estar cerca de Flores, aunque no haya vuelto al país ya convertido en Francisco. Estamos muy tristes, muy tristes, porque era maravilloso pensar que el argentino más importante de la historia pensaba tanto en algo tan de todos los días como nuestro barrio, nuestras calles”, dice Carmen. Su mamá, que se llama igual que ella, fue la que le pidió venir a misa aunque le costara tanto caminar. Rezan de la mano, cantan de la mano, miran el confesionario de la mano, lloran de la mano y caminan despacito hacia la salida de la mano. “Yo iba a venir sola. Vengo a misa varias veces por semana. Pero hoy mamá quería estar sí o sí”, cuenta la menor de las Cármenes. Cerca del confesionario, en esta iglesia románica construida a fines del siglo XIX cuando este pedazo de tierra era todavía considerada una zona rural por fuera de la ciudad, dos pinturas muestran a Bergoglio rodeado de sus fieles. En una, se ve esta basílica de fondo; en otra, la de San Pedro, desde la que saludó a su feligresía este domingo, apenas unas horas antes de dormir y en pleno Domingo de Resurrección para el calendario católico. Un hombre de barrio y del mundo entero En el atrio de la iglesia de Flores hay cronistas en inglés, en portugués, en italiano, en ruso, en francés. Le cuentan al mundo en todos esos idiomas que el Papa que acaba de morir salió de esta iglesia decidido a dedicar su vida a la fe. Eso que sintió como una revelación y que se convirtió en su vocación lo llevó a ser el primer Sumo Pontífice nacido en Latinoamérica, ese que asomado al balcón de San Pedro dijo, el día que lo eligieron, que había venido “casi desde los confines de la Tierra”. El confesionario en el que Bergoglio contó, cuando era un adolescente, que había sentido "el llamado de Dios" (AP) Mientras la noticia de la muerte de Francisco y todas sus repercusiones recorren el planeta, en Flores lo lloran las señoras que andaban haciendo las compras y se apuraron para llegar a misa, los estudiantes secundarios de las escuelas parroquiales de la zona, una pareja de tucumanos que estudian en Buenos Aires y viven a unas cuadras de la basílica, los sacerdotes que desde el altar le piden que los cuide a ellos y a todos los que, en términos de fe, dependen de esa parroquia que fue la suya. Sus vecinos, los que lo vieron ir y venir por estas calles: jugando a la pelota, dando misa en la basílica y también en las iglesias que se fueron construyendo en los barrios de emergencia de la zona. Caminando con esos zapatos negros que no quiso reemplazar por los rojos de Prada cuando cambió Flores por Roma. Para no perder ni la costumbre. Ni el norte.
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