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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 17/04/2025 02:53
La violencia sexual contra niños y adolescentes varones deja secuelas psíquicas sociales espirituales y físicas que perduran toda la vida (Imagen Ilustrativa Infobae) Una imagen atraviesa esta columna: un paraguas azul. Símbolo de resguardo, de cuidado. Pero también de resistencia frente a la tormenta. Y tal vez no haya tormenta más feroz que la violencia sexual vivida durante la infancia y/o adolescencia. La campaña global del Paraguas Azul, promovida por Family for Every Child, nos convoca a mirar una faceta silenciada por demasiado tiempo: la violencia sexual contra niños y adolescentes varones. En más de 20 países del mundo, esta acción busca que Naciones Unidas declare oficialmente el 16 de abril como el Día Internacional de Prevención de la Violencia Sexual contra Varones. Las secuelas de este crimen acompañan a quienes lo padecieron durante toda la vida. No afectan solo la integridad sexual, sino también la psíquica, la social, la espiritual. Afectan nuestra humanidad entera. No es un delito que ocurre una sola vez: es una herida que se instala en el cuerpo, en la memoria, en la voz. Por eso hablamos de un dolor que jamás prescribe. Cuando ocurre, no solo nos falla el adulto agresor. Muchas veces también nos falla el mundo adulto alrededor: quienes no supieron qué hacer, quienes se preocuparon pero no fueron escuchados, quienes estuvieron atravesados por su propio dolor o sometimiento, y también quienes eligieron callar o encubrir. La masculinidad tradicional impone el silencio a los varones víctimas de abuso sexual y les niega el derecho a reconocerse como tales (Imagen Ilustrativa Infobae) A veces, aunque haya amor, hay desborde, hay miedo, hay silencio. Y aunque se comprenda la impotencia o el horror de muchos adultos, la verdad es que quienes fuimos víctimas quedamos solos. Completamente solos. Pasará mucho tiempo —a veces décadas— antes de que podamos empezar a develar nuestra verdad. Primero, ante nosotros mismos. Luego ante alguien más. Y eso, si hay alguien que escuche. Hablar ya es un privilegio. Hacerlo públicamente, es un acto de coraje. Como el que tuvo Federico Zavattaro, sobreviviente de abuso sexual sistemático en la infancia, quien esta semana compartió su historia públicamente en Aralma. Federico fue abusado, junto a otros compañeros, por un profesor de un colegio prestigioso de la Ciudad de Buenos Aires, desde el 2000 cuando tenía entre 8 y 14 años. El acusado fue detenido recién doce años después. Pero la Justicia dictó la prescripción de la causa y fue sobreseído hace pocos meses. El abuso sexual infantil no es un hecho aislado es una herida persistente que afecta la memoria el cuerpo y el desarrollo emocional (Imagen ilustrativa Infobae) Federico decidió hablar igual. No solo por él, sino por todos los que aún no pudieron. Durante el conversatorio relató que, durante años, llegó a preguntarse si él mismo había consentido lo ocurrido, siendo un niño. Ese tipo de confusión es una de las trampas más crueles del abuso infantil: confundir la manipulación con consentimiento, sembrar culpa y temor. Los detalles son escalofriantes, y cuesta imaginar que algo así pueda pasarle a un niño. Pero sucede. A diario. En todo el mundo. Como todos los sobrevivientes, Federico enfrenta desafíos cotidianos. Pero ser varón le impone otros obstáculos: la vergüenza social, la negación cultural de su sufrimiento, la exigencia de fortaleza que les impide reconocerse como víctimas. En su relato se entrelazan el trauma, la espera y una voluntad firme: transformar el dolor en testimonio. En Argentina, nos han conmovido casos como el de Lucas Benvenuto, los jóvenes del Club Independiente —explotados sexualmente en las divisiones inferiores— o los sobrevivientes del Instituto Próvolo, niñas y niños sordos víctimas de abusos sistemáticos en un entorno religioso, entre otros que se han mediatizado. Pero detrás de estos nombres, hay miles más que aún callan. No porque no quieran hablar, sino porque el sistema no les deja espacio para hacerlo. Muchos sobrevivientes varones tardan décadas en hablar del abuso sufrido durante la infancia y aun así la mayoría nunca lo denuncia (Imagen ilustrativa Infobae) Me gusta decirlo así: el patriarcado golpea primero en la infancia. A las niñas, desde pequeñas, se les asigna un lugar brutal: el de soportar. El de resistir el control sobre sus cuerpos. Pero también, en esa lógica, se les concede el permiso de llorar. Se las llama frágiles. Se las minoriza. A los niños, en cambio, se les impone el mandato de la dureza. No deben llorar. No pueden mostrarse vulnerables. Si fueron víctimas de abuso sexual, deben negarlo. Callarlo. Convertirlo en silencio o en culpa. La masculinidad tradicional les prohíbe ocupar el lugar de víctima. Y eso es tan violento como el abuso mismo. Porque se trata de una revictimización social. Una expulsión del lenguaje. No se trata de comparar dolores ni de jerarquizar víctimas. Sino para ampliar el mapa. Porque proteger a la infancia —toda la infancia— exige ver a todos sus niños y niñas, con sus distintas marcas y heridas. Lo que no se nombra, no existe. Y lo que no se nombra, no se protege. En Argentina el 87 por ciento de los delitos sexuales no son reportados lo que refleja el alto nivel de silencio y desprotección (Imagen Ilustrativa Infobae) Lo veo cada semana en mi consultorio. Lo escucho en las voces de sobrevivientes adultos. Lo hablamos con Federico. “¿Quién va a creerme?”, “¿Por qué no me defendí?”, “¿No lo habré permitido?”. Las preguntas crueles que persiguen a los varones víctimas nacen de un sistema que los niega como tales. Diversos estudios internacionales indican que una víctima de abuso sexual infantil puede tardar décadas en hablar. La Comisión Real de Australia estimó un promedio de 24 años, mientras que datos de Child USA ubican la revelación entre los 40 y 52 años de edad. Y aun así, la mayoría nunca denuncia. En esa soledad estructural, muchos niños y adolescentes varones quedan expuestos a múltiples formas de violencia: sexual, simbólica, digital, y también entre pares. Cada vez se registran más casos de agresiones sexuales entre niños o por parte de adolescentes hacia otros niños. A esto se suma el impacto creciente de la industria pornográfica, que expone a niños y niñas a imágenes y contenidos que su aparato psíquico aún no puede metabolizar. Lo visto en pantalla queda muchas veces incorporado sin elaboración, capturando pasivamente lo vivido y transformando esos estímulos en actos repetidos sin comprensión ni contención. En esa soledad estructural, muchos niños y adolescentes varones quedan expuestos a múltiples formas de violencia: sexual, simbólica, digital, y también entre pares. (Imagen ilustrativa Infobae) Desde el psicoanálisis, sabemos que aquello que no puede ser simbolizado ni nombrado queda alojado como vivencia cruda, muchas veces actuada, repetida o silenciada durante años. La falta de escucha, protección y cuidado deja a muchos sin referentes afectivos ni adultos confiables. En ese vacío, proliferan los discursos de odio y horror. Comunidades virtuales como la llamada manosfera, que incluye a grupos como los incels, captan a estos varones con promesas de pertenencia, pero lo que les ofrecen es resentimiento, misoginia y más violencia. Es urgente generar políticas de prevención, afecto y acompañamiento antes de que la herida se transforme en odio y la soledad en reclutamiento. En Argentina, el 87% de los delitos sexuales no son reportados, según la Encuesta Nacional de Victimización. Cuando los sobrevivientes logran hablar, muchas veces es tarde. Hoy, niños y niñas son víctimas de cyberbullying, grooming y difusión no consentida de imágenes (Imagen Ilustrativa Infobae) Especialmente para quienes fueron abusados antes del año 2015, existe hoy en Argentina un verdadero limbo jurídico: sus causas prescribieron, pero el trauma permanece. El Estado les responde: “ya es tarde”. Como dijo Federico durante el conversatorio, llegó a dudar durante años si había dado su consentimiento. Esa confusión, sembrada por el agresor y sostenida por el silencio social, es una de las secuelas más crueles del abuso en la infancia y es un revictimización. Nombrarlo, visibilizarlo y darle lugar es también parte de del desagravio. La violencia sexual en la infancia debe ser tratada como lo que es: un grave problema de salud pública, con consecuencias vitales que no pueden limitarse a los tiempos del proceso judicial. En Argentina no existen campañas nacionales de prevención de la violencia contra niñas y niños, ni fuerzas policiales especializadas en la atención de estos casos. Tampoco hay una capacitación sistemática en protección infantil, ni mecanismos de salvaguarda, ni protocolos claros sobre cómo responder ante una revelación espontánea de abuso, o cómo evaluar los indicadores de forma primaria en todos los ámbitos. Las tecnologías digitales han ampliado esta violencia. (Imagen Ilustrativa Infobae) Siempre se trata de Explotación Sexual de Niñas, Niños y Adolescentes (ESNNA), sea o no de carácter comercial. Nombrar con precisión lo que sucede es vital. Las palabras configuran lo que vemos y lo que ignoramos, y definen nuestras respuestas. Desde la salud mental y la protección infantil trabajamos cada día para encontrar las palabras adecuadas para estos crímenes, porque lo que no se nombra con claridad no se puede intervenir, acompañar, recuperar ni denunciar. También es importante entender que la violencia sexual incluye la circulación de Material de Abuso Sexual Infantil (MASI), que representa por cualquier medio a un menor de edad en actividades sexuales explícitas, simuladas o reales. Las tecnologías digitales han ampliado esta violencia. Hoy, niños y niñas son víctimas de cyberbullying, grooming y difusión no consentida de imágenes, así como de contacto directo con abusadores mediante redes sociales y plataformas digitales. Muchos niños entran en contacto directo con abusadores mediante redes sociales y plataformas digitales. (Imagen Ilustrativa Infobae) A esto se suma una amenaza creciente: el uso de inteligencia artificial y técnicas de deepfake para crear y difundir imágenes falsas de abuso sexual infantil. Esta forma emergente de violencia simbólica y tecnológica impone nuevos desafíos para la protección de la infancia. Las declaraciones periodísticas de los últimos días, realizadas por distintos comunicadores en medios masivos, reactivan una pregunta urgente: ¿estamos preparados como sociedad para hablar con claridad sobre el abuso y la explotación sexual de niñas, niños y adolescentes? La trata y la explotación sexual no solo existen: se organizan, se perpetúan y se protegen. En Argentina se está llevando adelante el juicio a los hermanos Kiczka en Misiones, acusados de tenencia y distribución de miles de archivos de material de abuso sexual infantil (MASI), y en uno de los casos también por abuso sexual. El adultocentrismo, el machismo y la impunidad configuran una estructura que permite y perpetúa la violencia sexual contra menores (Imagen Ilustrativa Infobae) Este proceso, como otro similar e histórico caso de los llamados ‘boy lovers’ —una red de pederastas—, demuestra que los abusadores no solo actúan: se articulan, se encubren y se amparan en sistemas de poder. Y entre las víctimas, muchas veces los niños varones siguen siendo invisibles. El estudio internacional Caring for Boys, realizado en Asia, África y el Caribe, reveló que 1 de cada 6 varones sufre violencia sexual. Pero la mayoría nunca lo denuncia. ¿Por qué? Porque las normas de género, de masculinidad, de silencio se lo impiden. Porque creen que no pueden ser víctimas. Porque nadie les enseñó que decir “me pasó” también era una forma de sobrevivir. Por eso, desde Aralma volvimos a presentar dos proyectos de ley, con el acompañamiento de legisladores aliados: uno que propone la imprescriptibilidad del delito de violencia sexual contra niñas, niños y adolescentes y el cambio de denominación. Abuso significa el mal uso o uso indebido de un objeto y estamos hablando de sujetos en estado de infancia. Y otro que busca crear una Comisión de la Verdad y la Reparación, para investigar décadas de abusos sistemáticos en entornos intra y extrafamiliares. Según el estudio Caring for Boys uno de cada seis varones sufre violencia sexual aunque la mayoría nunca lo denuncia por mandato social (Imagen ilustrativa Infobae) La violencia sexual no distingue clase social, barrio ni género y es un crimen de poder. Esto también es una urgencia de salud mental y seguimos sin atenderla. Pero sí tiene una estructura: el adultocentrismo, el machismo, la impunidad. Por eso prevenir también es visibilizar a los varones. No para quitar lugar a nadie, sino para visibilizar a niños y niñas que, como las mujeres históricamente olvidadas, han ocupado también ese mismo lugar de fragilidad y silenciamiento. En este abril, volvemos a nombrar a Federico, y con él, a cada niño que fue silenciado. Abrimos el paraguas azul junto a nuestros molinillos de viento, símbolo de Aralma, para resguardar a quienes aún no pueden hablar, quienes naturalizaron lo vivido a quienes no saben que lo que les pasó fue violencia y a quienes siguen esperando justicia. * Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.
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