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» Corrienteshoy
Fecha: 16/04/2025 16:40
Hambre de tiempo Por Julián Gallo La hambruna de tiempo (time famine) es un término creado por el economista Staffan B. Linder en 1970. Describe una paradoja que establece que, a mayores ingresos, el tiempo libre de las personas se vuelve escaso y angustiante. La aceleración social que genera el bienestar tecnológico también genera una demanda insaciable de tiempo con efectos similares. Cuando una persona está en una reunión de trabajo que requiere atención plena y recibe un mensaje que necesita respuesta inmediata, se produce una colisión, al mismo tiempo la atención es disputada por una distracción y la demanda de una nueva acción. Como el tiempo es lineal, finito, perecedero y no puede ser acumulado, al suceder dos cosas al unísono, la atención negocia ambas situaciones, restando un poco de ella a cada una para poder actuar sobre las dos. Es la típica condición en la que alguien sigue hablando mientras escribe en el teléfono. El resultado de ambas interacciones urgentes es una tensa negociación de atención en la propia persona, con ella misma, y con la atención de los demás. Durante el día, estas superposiciones se multiplican, creando una sensación de “default de tiempo”, de incumplimiento o deuda, porque siempre habrá una o más acciones sincrónicas esperando. Se trata de una situación incurable, porque la propia dinámica tecnológica exige vivir en capas de tiempo simultáneas. La palabra simultánea acá es clave, porque evoca a las partidas de ajedrez donde un ajedrecista campeón juega contra muchos jugadores de menor talla al mismo tiempo. En general, el campeón gana todas las partidas y muy raramente pierde una, pero cuando lo hace, el fracaso debe atribuirse a la atención fragmentada. En una partida normal, jamás el campeón perdería ante un rival menor. En la escena actual, la vida cotidiana es una serie infinita de partidas simultáneas superpuestas: no queda otra posibilidad que aprender a jugar así y estar advertido que perderemos algunas partidas. La simultaneidad produce aceleración, y la aceleración consume tiempo: más del que tenemos disponible. Una solución bucólica muy de moda supone que podemos desconectarnos y administrar la velocidad de la información: apagar Internet, dejar los teléfonos fuera de las salas y hasta de las aulas (un error). Cuando alguien dice esto, siempre es bien recibido, porque a los que sufren hambre de tiempo les gusta imaginar que habrá un lugar en alguna parte donde saciarán su apetito y podrán volver a la vida natural. Pero ese lugar es un espejismo, no existe. Cuando nos desconectamos, las acciones no hibernan al mismo tiempo que nosotros, sino que se contraen, aumentando la tensión, para saltar como un resorte comprimido al recolectarnos. Si dejamos de responder mensajes por un tiempo, cuando abramos la aplicación correspondiente, saltarán todas las notificaciones a la vez, y además seguirán llegando otras. Pretender ganar tiempo desconectándose es un intento equivocado de resistirse a la época y a la velocidad. No va a funcionar. Ninguna acción personal tendrá nunca la fuerza suficiente para ir contra el torrente de un momento social y tecnológico. Hay que hacer como los nadadores que son arrastrados por el mar: hay que dejarse ir, adaptarse al rumbo de la corriente, no luchar, asumir las nuevas reglas del momento, confiar. Aceptar que no habrá más aquella paz mental que da al pensamiento disponer de tiempo. Siempre tendremos más cosas pendientes que tiempo para hacerlas. Nunca alcanzará la atención para tantas demandas. Aquella civilización asincrónica que podía concentrarse largamente en algo se terminó. Ahora somos esta colmena veloz, inteligente y distraída. En lugar de resistirse a la aceleración, hay que acelerar al máximo el propio ritmo para ponerse a la par del momento, incluso anhelar más velocidad aun. Esta es la mejor época de la historia, es rápida como un rayo. El autor es especialista en comunicación digital. Julián Gallo
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