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  • Azores, costumbres y paisajes en primera persona

    » Elterritorio

    Fecha: 13/04/2025 11:52

    En la isla más grande de las Azores, Emma descubrió paisajes volcánicos, fiestas comunitarias, mariscos frescos y una forma de vida que mezcla la calma rural con una hospitalidad que no necesita traducción domingo 13 de abril de 2025 | 6:00hs. Cuando Emma Sanabria Milla llegó a las islas Azores, pensó que iba a encontrar playas caribeñas, calor constante y una vida costera más cercana al estereotipo. Pero lo que encontró fue otra cosa: una geografía volcánica que la sorprendió, montañas suaves cubiertas de verde, pueblos tranquilos y un modo de habitar el mar muy distinto al que imaginaba. Y le gustó. Emma es correntina, egresada de la Licenciatura en Turismo de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Misiones. Hace un tiempo decidió mudarse junto a su hermana Claudia y su cuñado a este archipiélago portugués en medio del Atlántico, para estudiar una maestría y vivir una experiencia distinta. Hoy está instalada en Ponta Delgada, la capital de la isla de San Miguel, y desde ahí explora el paisaje, la cultura y los sabores de un lugar que le resulta tan particular como fascinante. “hay playas, sí, pero distintas. Y me sorprendió que no hay tanta gente joven, sino una población más tranquila, mayor, con otro ritmo”, contó en una charla con el territorio. Su lugar preferido en la isla es Furnas, un municipio conocido por sus aguas termales y su cocina bajo tierra. “Tiene unos lagos increíbles, un parque verde, patos, bosque... y las fumarolas, que son nacientes de agua caliente que brota desde el suelo. Ahí cocinan en huecos: carne, batata, pata de chancho, como un locro o una pachamanca. Es una tradición hermosa, lo tapan y lo dejan horas bajo tierra”. Para Emma, Furnas tiene algo mágico. No sólo por el paisaje ni por la comida: también porque es parte de un geoparque reconocido por la Unesco. “Parece que te vas a otra isla, pero está todo ahí. Es como un viaje dentro del viaje. Me encanta”. Emma disfrutando de las Furnas. Aunque disfruta del presente, de lo nuevo, de lo que aprende, no deja de pensar en Argentina. “Extraño mucho la cultura, los afectos, las comidas, la forma de relacionarnos. Pero mientras tanto, estoy feliz de poder vivir esto. Aprender, conocer, respirar otro aire. Y después sí, volver con todo eso a cuestas”. Fiestas, rituales y té con amigas Mientras cursa, Emma se dejó sorprender por la geografía volcánica, la calma del entorno y también por la intensidad con la que se celebran las cosas simples: una fiesta callejera, una tarde de té o un concierto en una iglesia. “Desde que llegué, hubo varias festividades, como por ejemplo, Navidad. Arreglan todas las calles, queda todo súper adornado con Papá Noel. Todas las calles”. No es un lugar que haga las cosas a medias: las decoraciones navideñas cubren la ciudad completa, y cada celebración parece tener su rito particular. En verano, agosto se viste de blanco. Literalmente. “Se hace la Fiesta Blanca. En el centro de la ciudad arman un escenario, ponen música, y todos los bares están llenos. La gente se junta y sale esa noche toda de blanco”. Las calles rebalsan de cerveza, de turistas, de vecinos. Durante esa semana, hay espectáculos todas las noches: música en plazas, eventos organizados por la municipalidad y bares desbordados. El calendario continúa. En febrero o marzo llega el carnaval, con una versión acuática y lúdica. “Pasan camiones tirando bombitas de agua, ‘chispitas’, como decimos nosotros. Todo por la avenida principal. La gente se mete ahí a mojarse. Es increíblemente genial”, relató. No hay corsos, hay camiones, pero la alegría es la misma: desenfreno de agua, bolsas, gritos. En octubre, Halloween. En Pascuas, el Santo Cristo. Y en el medio, una celebración que llama la atención por su intensidad: los “Romerios”. “Son hombres que salen a rezar por todas las iglesias del municipio, llueva o truene. Van caminando desde la madrugada hasta el otro día, y la gente les da agua o comida. Es un ritual muy fuerte”, explicó. Más allá de las grandes fiestas, hay una vida cotidiana que Emma también disfruta. “La mayoría de las personas sale del trabajo y se va a su casa, y se junta los fines de semana para ir a un bar a tomar algo”, contó. Pero para quien busca, hay más: “Hay mucha oferta cultural que no está bien difundida, pero existe: bares con música en vivo, teatro, exposiciones, orquestas. También hay presentaciones en iglesias y museos”. Emma se fue haciendo de sus propios rituales. El té, por ejemplo. “Hay bares, restaurantes y hoteles donde se puede ir a tomar el té. Me gusta compartir con mis amigas, probar cosas distintas, conocer la gastronomía. Es un momento para charlar, para estar”. También se da sus espacios para el teatro, para algún concierto, para caminar por plazas cuando se llenan de turistas. Y si algo destaca es la calidez. “La gente acá es muy amable. Si te quieren, te invitan a sus casas y te atienden como si fueses amiga de toda la vida”. El verano es una excusa “Recomiendo venir en verano, especialmente en agosto”, dice Emma. Y lo dice con una certeza que sólo da el haber vivido lo suficiente en la isla como para saber que las fiestas no son un detalle, sino el lenguaje con el que el lugar se cuenta a sí mismo. Pero la isla no es sólo un calendario de rituales. También es una geografía exuberante: “las Azores son como las Hawaii de Europa”, dice Emma. Siete Ciudades, Furnas, Salto del Cabrito, los Altos, la La Poça da Dona Beija —todo parece diseñado para sorprender a alguien que aún cree que ya lo vio todo. Hay lagos como sueños, miradores escondidos en hoteles abandonados, aguas termales que brotan en la costa por la actividad volcánica. Hay, también, una ciudad que se puede recorrer de punta a punta en una hora. Y un mar que regala ballenas. La modernidad también forma parte del paisaje. La comida es otro de los argumentos con los que Emma defiende su elección: chicharros, pulpo brillado, bacalao, cocido de Furnas, pescado del día, el vuelo de ananás. Y un restaurante al que no hay que dejar de ir: el Arena Regional, en Ponta Delgada. Y aunque la gastronomía sea generosa, lo que realmente parece pesar en la balanza es la gente. “Te atienden como si fueras amiga de toda la vida”, dice. Hay algo en la hospitalidad, en la forma de bromear, en cómo comparten sus costumbres, que hace que uno se sienta menos visitante. Y eso es mucho decir en un mundo donde casi nadie está esperando a nadie. La isla todavía conserva una identidad agrícola y ganadera. Produce leche para Europa, cultiva ananás y batata, y aunque algunas industrias cerraron, el trabajo de la tierra se mantiene como una forma de vida. La cultura del vino también está presente, y no como una postal para turistas, sino como una excusa más para compartir. La isla tiene algo que hace que incluso una argentina pueda sentirse como en casa. Tal vez —y más probablemente— sea esa calma que todavía resiste a las prisas del continente. Un lugar donde todavía se puede caminar, mojarse en carnaval, probar cosas nuevas y confiar en que alguien, en algún momento, te va a ofrecer un vaso de vino sin pedir nada a cambio.

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