18/04/2025 04:05
18/04/2025 04:00
18/04/2025 04:00
18/04/2025 04:00
18/04/2025 03:59
18/04/2025 03:59
18/04/2025 03:58
18/04/2025 03:58
18/04/2025 03:57
18/04/2025 03:57
Parana » AnalisisDigital
Fecha: 10/04/2025 07:51
El actor que marcó generaciones con su inolvidable Rolando Rivas protagonizó un emotivo unipersonal en el Multiteatro. Cuando se abrió el telón del Multiteatro, no fue solo un actor quien apareció en escena: fue una leyenda. De pie, con la voz quebrada y los ojos húmedos, Claudio García Satur volvió a mirarse con su público. Pasaron más de diez años desde la última vez. Y sin embargo, bastó un segundo para que el silencio cómplice del teatro estallara en una ovación feroz, larga, sentida, como si el tiempo no existiera. Tiene 87 años y los lleva con una dignidad que no pretende esconder sus huellas. En su unipersonal El Rolo y yo, que se vivió sólo por una noche, no interpretó un personaje: se contó a sí mismo. Pero también fue Rolando Rivas, el taxista que enamoró a un país entero. Ese que en los años ‘70 convirtió la ficción argentina en un ritual familiar, en una conversación nacional, en un espejo donde miles querían verse. La sala estaba colmada. Algunos espectadores llevaban en la mirada la nostalgia de quienes lo habían visto en blanco y negro; otros, la curiosidad de descubrir a ese hombre del que tanto hablaban sus padres y abuelos. Él no defraudó. Con voz grave y cálida, como una caricia de barrio, habló de su infancia, del olor a pan caliente, del sonido de las radios encendidas a la hora del radioteatro. Pero sobre todo, habló de un nombre: Alberto Migré, mientras el teatro lo escuchaba en un silencio reverencial. Allí, en ese homenaje íntimo, flotaba el fantasma amable del guionista que cambió la historia de la ficción argentina. Un fantasma que no asustaba, sino que guiaba. Y entonces ocurrió lo inevitable. El recuerdo, la emoción, la memoria corporal de un país entero que lo miraba desde las butacas. Satur rompió en llanto. No un llanto sobreactuado, sino uno de esos que nace del pecho, que sacude el cuerpo, que lo desarma todo. “Gracias”, alcanzó a decir. “Gracias por seguir ahí”. En un rincón del escenario, como si el tiempo hubiera decidido detenerse para rendirse ante la emoción, Soledad Silveyra apareció entre bastidores. Caminó hacia él con los ojos húmedos, los brazos abiertos, y un temblor que no era de inseguridad sino de puro sentimiento. Detrás de ella, Nora Cárpena tambíen se sumó... amigas, compañeras de vida y escena, subían para abrazar a Claudio García Satur, el hombre que durante décadas fue simplemente “El Rolo” para todo un país. La escena quedó registrada en un video publicado desde la cuenta de X del Multiteatro, pero lo que captó la cámara fue apenas una hebra de algo más grande: un ritual de afecto, una celebración que desbordaba las tablas. Apenas pisaron el escenario, la platea explotó. El aplauso fue un rugido: interminable, poderoso, visceral. No era solo un homenaje; era un reencuentro con la gratitud. Desde el borde del escenario, Solita se dirigió al público, lanzó besos al aire, y luego levantó el brazo de Satur como si lo consagrara campeón de una batalla invisible. Fue un gesto sencillo y monumental. Y entonces, lo inesperado: se inclinó en una reverencia. Un gesto antiguo, lleno de respeto, que dejó al público en un nudo. Satur sonrió. No una sonrisa forzada o formal. Sonrió con el alma. Como si ese instante —la reverencia, la ovación, el calor— le devolviera de golpe todo lo que había dado. Carlos Rottemberg, productor y testigo privilegiado de la escena, lo dijo sin rodeos: “Lo vivido anoche fue uno de los momentos más emocionantes en mis cincuenta años en la profesión”. No era una exageración. Lo que se presenció fue algo más profundo: una ceremonia de amor, una reivindicación de la memoria, un tributo a la persistencia. Rottemberg, además, puso el dedo en la llaga: “Qué pena lo que no podrá vivir la nueva generación de artistas en el futuro, ante la actual falta de ficción masiva en los medios de comunicación”, lamentó. En su voz había una advertencia. Porque lo que anoche sucedió en el teatro —ese “hecho a mano” como lo llamó— es algo que no se fabrica en laboratorios de streaming ni en redes sociales de consumo instantáneo. Es la alquimia vieja y eterna del teatro y la televisión de autor. La de la historia y la espera. La de la construcción. En El Rolo y yo, Satur no solo repasó su vida: la ofreció. Dejó en el escenario su voz, su vulnerabilidad, su ternura. Fue un diálogo de carne y hueso entre generaciones. Un acto de fe. Un legado. Cuando el telón volvió a cerrarse, nadie se movió. Tardaron en pararse, como si dejar la sala significara interrumpir un sueño. Afuera, en la calle, todos hablaban de él. Claudio García Satur, en una sola noche, le recordó al país quién fue. Y quién sigue siendo. Fuente: Infobae, Sebastián Volterri.
Ver noticia original