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Concepcion del Uruguay » La Calle
Fecha: 09/04/2025 01:16
Por: Mauricio Tourfini (*) Y aquí estoy. Encerrado entre dos paredes de papel. Acompañado (arriba, abajo, al costado) por los muchachos; todos campeones. Ya se que algún distraído dirá que el Gio no fue campeón. Si cuando abren y hojean escucho “este no jugó, pero qué jugador por Dios” y se me vienen las ganas de decirles todo lo que siento, pero no puedo. Si no era por mí nos volvíamos en primera ronda; eso es lo primero que les diría. Porque después de Arabia quién iba a decir que traeríamos la tercera. Ahora todos dicen que sí, que la fe estaba, que Leo nos la iba a traer y todo eso, pero lo cierto fué que todo cambió contra México y todo cambió porque aparecí. La historia, que se yo, podrá cantar mil cosas. Hacer, como le gusta hacer y deshacer, de un solo minuto (el 63) una imagen eterna de gol y zurda quebrando el maleficio. Mostrar como una y otra vez el arquero gira y gira y sigue girando en el pasto mientras las gargantas desahogan el ahogo. Yo los ví; estuve ahí cuando se abrazaban entre saltos altísimos y la angustia les corría del corazón a los ojos encapotados y temblorosos y se les trepaba en alegría, como trepa una nena a los brazos de la abuela. La historia podrá mostrar el gol y a Pablito sentado casi muerto (como casi todos) pensando que ahora sí, que con casi morirse uno no estaba del todo muerto sino, por el contrario, sumamente vivo; que ahora si era posible, que la cosa cambiaba, que este era el mundial, y todo eso… Se contarán, como les digo, mil historias. Y entre ellas no estaré. Pero lo cierto es que esos días de agonía infinita que existieron entre Arabia y México sirvieron para que yo apareciera. El día del partido, y pese a que la tinta negra diga que mido metro setenta y siete y setenta kilos bien puestos, me habían colocado frente a la tele, recostado al vidrio donde guardaban las galletitas dulces. Y yo, con la mirada atenta, porque la mirada mía es de esas que una vez que se fijan ya no se mueven más. Sin mí no sé qué habría pasado; pero desde ese dos a cero a México nadie se atrevió a ver otro partido sin que el Gio esté ahí, firme, dando confianza. Por ello, contra Polonia dije presente. La misma posición, recostado en el frasco de las galletitas. Ojos atentos al rectángulo; listo como siempre. Porque el Gio es eso, fe y corazón (me decía y me lo digo ahora para que no se me olvide). Ese día ¡qué paseo le dimos a los polacos! miraban y miraban como la pelotita iba de aquí para allá, mientras le rogaban al cielo y a todos los santos y vírgenes y a cuantos querubines y serafines se les cruzaran por la cabeza que no entre otro gol, porque sino se quedaban afuera. Y la flia que venía, me levantaba y me besaba uno tras otro. Primero siempre el nene que me trajo (como olvidar aquel día que abrió el paquete y me agarró y me elevó en su mano derecha de cara a un cielo azul transparente y la sonrisa se le pegó hasta que se le fundieron los ojos en la almohada), después el papá, el tío, la mamá y no se cuantos más; porque ellos sabían muy bien que si no fuera por mí a Alexis no le rebotaba así la pelota, ni se metía al lado del palo como lo hizo. Después vinieron los octavos. Unos australianos que parecía que habían aprendido a jugar a la pelota. No fué fácil; no hay nada fácil en este mundo . Pero Leo y Julián, cada uno a su modo, técnica y corazonada, hicieron que los cuartos estén a la vuelta de la esquina; y ahí sí que fuí la estrella. A decir verdad, no estuve solo, tenía a dos futuros campeones del mundo conmigo: Rodrigo a mi derecha, Lautaro a mi izquierda. Incluso algo más había cambiado, porque al nene con su atorrante y entrerriana sonrisa se le antojó poner a nuestro lado a tres de los rivales, pese al papá que le decía “pero no, sacálos de ahí, dejalo al Gio no más y a los nuestros”, pero el gurisito nada. Y todo venía bien, porque cuando Molina hace con su gol que no se nos pueda borrar nunca pero nunca más ese pase del genio que solo él pudo ver, y cuando ese mismo genio clava el dos a cero y mete un topo yiyo vengativo y bien pero bien sudaca ya todos pensábamos en la fiesta por venir; en la alegría de pueblo. Creíamos que nada nos podía parar, porque una alegría así no puede ser desbaratada por nada ni nadie en el mundo y menos por tres anaranjadas figuritas cuyos ojos fijos miraban como la merecida belleza era nuestra, pero… Siempre hay un pero. Y en este caso el pero fue el clima. Esos días de diciembre el calor era insufrible. Los veía transpirar la gota gorda y hasta a mí me parecía que me pasaba lo mismo. Por eso el ventilador, y por eso la desgracia. Nadie en toda la casa se dió cuenta que tanto viento me había dejado boca abajo sin poder ver más que el marrón opaco de la mesa, mientras el resto seguía el partido como si nada. Yo escuchaba al relator, al comentarista, estaba atento a las risas del nene y la mamá, y realmente no pasaba mucho; hasta que pasó. Llegó el primero de ellos y faltando nada el segundo. Ahí sí que alguien entre tanta amargura se tenía que avivar y fue el tío el que gritó como loco “es que Gio quedó para abajo, no podemos ser más pelotudos”. Inmediatamente el papá dejó el piso en el que había quedado pensando en que otra vez no, que siempre lo mismo, que siempre hay que sufrir… Se levantó y me apoyó, como siempre debí haber estado, al frasco de las galletitas, y ya todos saben lo que pasó después: el dibu, las atajadas, el baile pegadizo de hombros intermitentes, las cargadas, el “andá p´ llá bobo”. Todo se fundió en gritos y festejos. Me volvieron a besar como locos; me prometieron que nunca más iba a pasar algo así, que “vos Gio lo hiciste de nuevo”, que “gracias papá, gracias”, que “sos un genio Gio”, mientras me alzaban y cruzaban la puerta para mezclarse con todas las voces delirantes que salían como ellos a festejar el sueño compartido de estar nuevamente en una semifinal del mundo. Y la semifinal llegó. Allí estaban los croatas, dispuestos a dar batalla. Y como me habían prometido, lo primero que hicieron, el papá, el tío y el nene, fue ponerme de frente a la tele, recostado al vidrio, en mi posición habitual. Y por eso ganamos tan pero tan fácil que casi ni me acuerdo de haber sufrido en ese partido. Julian metió una Kempeniada de aquellas y Lio lo sacó a pasear al mejor marcador de ellos; que de lo pirado que habrá quedado de dar vueltas y vueltas sin poder ver nunca la pelota escurridiza en los pies del genio, debería ser él el que esté encerrado entre estas dos paredes de papel y no yo. Un tres a cero y a cobrar. La final. Gio en la final. Pensar que ahora… Y al borde de la cumbre nos esperaba Francia. El rival más bravo se nos venía, por eso nadie dudó que lo primero que debían hacer, incluso antes de rezar los doscientos Ave María y los tres mil Padre Nuestro, era ponerme en el lugar correcto. Desde allí vi el primer tiempo soñado por todos. La casa, más alborotada y alegre que nunca, desparramaba una felicidad que me hacía sentir vivo. Desde mi posición empecé realmente a creer que tenía un corazón que me vibraba a la par de esos corazones que estaban allí, tan cerca. Los corazones latían y latían; pero estamos tan acostumbrados a perder (pensé), a que nos jodan, a que nos caguen, que no me llamó para nada la atención que todas las miradas estaban como sabiendo que esto no podía ser tan fácil, tan lindo, tan bello; que como el sufrimiento da valor, y que se yo cuantas pelotudeces más, es que todos estaban esperando que venga el bendito sufrimiento, y tal vez por eso mismo, por tanto convocarlo, lo que pasó fué que vino y en unos pocos minutos tomó la forma de Mbappe y sus goles y nos mandó al piso una vez más, a pensar que no podía ser, que otra vez no. Por suerte, para no ser menos, en el último instante el dibu sacó con el pié lo inimaginable, lo milagroso, que sino sí nos quedábamos tan tristes como en el 2014, o quizá más. Parece loco lo que les voy a contar pero tenía ganas de correr, de dejar mi lugar cabulero y gritar y putear y ser un argentino más entre tanto sufrimiento, pero ahí estaba mi pequeño porte inmutable. Contuve mi figura y la rabia y al final cobré mi premio. Por supuesto que tuve, como todos, que pasar por otro empate más. Llegamos en tres a los penales y ahí Dios, que también se debe valer de algunas que otras figuritas, nos dió el mundial. La copa. La vida. La historia. Las calles se llenaron. Las plazas (la Ramirez y todas las plazas del país) se vistieron de un festejo eterno. Parecía que no había nadie que no hubiese salido ese día a festejar, a reír, a abrazarse con otros que también necesitaban de más abrazos para saberse vivos, vivos de verdad, con ganas de vivir digo, con ganas de saborear cada instante hasta el último sorbo de aquel presente hermoso, porque eso era, un presente preñado de belleza. Yo no lo ví porque me quedé cuidando la casa y el frasco de las galletitas y por eso me lo tuvo que contar de noche el nene que vino y despacito me susurró todo lo que había vivido. Me contó de las banderas argentinas y de las lágrimas como tantas otras veces mezcladas, pero esta vez la mezcla no estaba hecha de pérdidas (ni las lágrimas daban ríos que inundaban de mugre a los mismos de siempre). Esta vez las lágrimas celestes y blancas bañaban rostros felices, rostros de todas las formas y colores. Felices, de una felicidad que si les cuento ahora casi que me pongo a llorar, pero que no lo hago por el Gio es un hombre, y los hombres no lloran, y menos los hombres que son figuritas olvidadas en álbumes guardados entre revistas genios y dibujos manchados de ayer. (*) Contador Público y Profesor de Lengua y Literatura.
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