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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 01/04/2025 04:43
La foto "El Beso de Robert Doisneau tomada en 1950 Qué sería del mundo sin la fotografía. Sería un mundo oscuro, callado, anónimo. Gran parte de su historia, de la antigua, de la moderna y de la de ayer nomás, permanecería oculta, sombría, desenfocada. Y qué sería del mundo sin los fotógrafos, unos artistas de lo espontáneo, unos creadores de un arte que no es visto como tal. Un fotógrafo es una persona que mira el mundo a través del visor de su cámara, que lleva impreso en su memoria, y que aprieta el disparador en el momento exacto. Tanto, que a esa precisión la jerga la llama “gatillar”. Click, estás eternizado. Ese cuadro renacentista que es el salto del petiso y morrudo Diego Maradona que le pega a la pelota con la mano de Dios y anota el primer gol contra los ingleses en el Mundial de México 1986, es lo que es y muestra lo que muestra porque un fotógrafo “gatilló” en el momento justo. La crueldad insana de la guerra de Vietnam llegó al mundo porque un fotógrafo “gatilló” en el momento justo, cuando el jefe de policía de Saigón le vuela la cabeza de un balazo a un guerrillero vietcong. Ejemplos sobran, no es aburrir la intención de estas líneas. Pero el ayuda memoria es útil porque hace veinte años se vendió en Francia por una buena suma, cerca de doscientos mil dólares, euro más euro menos según el cambio, una de esas fotografías históricas que, de alguna forma, retrataron al mundo. Se conoció como “El beso”, o “El beso del ayuntamiento”, porque fue tomada frente al Hotel de Ville, sede de la alcaldía de París y, justo es decirlo, un bello sitio junto al Sena que suele ofrecer exposiciones culturales fantásticas. La foto la tomó en 1950 un gran profesional de la época, Robert Doisneau, un tipo que de captar el instante entendía un rato; un mago de lo espontáneo y un artista para mirar la vida. Un día dijo: “No tomo fotos de la vida como es, sino de cómo me gustaría que fuera la vida”. Era modesto. Una de sus grandes fotos fue “gatillada” el 26 de agosto de 1944, y muestra al general Charles De Gaulle marchar al frente de una multitud, Arco de Triunfo a las espaldas, en la París recién liberada de los nazis. Ahí la vida era como era y como Doisneau quería que fuera. Los artistas son así. Un día le preguntaron al gran director de cine británico David Lean, “Doctor Zhivago”, “La hija de Ryan”, entre otras, por qué filmaba historias tan tristes. Y el tipo dijo: “Yo no filmo historias tristes. Yo filmo historias de amor”. Robert Doisneau fue el autor de la foto "El Beso" que se convirtió en póster y tarjeta para el día de los enamorados (Captura de video) Para no irnos por las ramas, la foto de Doisneau “El Beso” tiene una historia. Mejor dicho dos. Doisneau también tiene una historia. Había nacido en Gentilly, cerca de París, el 14 de abril de 1912. De fotografía, nada: se formó como grabador litográfico y como tipógrafo, no muy lejos del mundo de la imagen. La cámara le llegó por azar y en 1929 empezó a hacer sus primeras fotos sin maestro, sin escuela, naif y fervoroso. Dijo alguna vez que lo elemental lo había aprendido gracias a las instrucciones que se imprimían en las cajas de las emulsiones para revelar. Como aprender medicina leyendo los prospectos de los laboratorios. En 1931 sí tuvo su primer maestro, André Vigneau: trabajó en su estudio artístico, Vigneau lo metió de lleno en el mundo de la fotografía como una forma más del arte. Un día, Doisneau admitió: “Cuando yo empecé, nadie conocía a nadie. No había revistas que difundieran la obra de los fotógrafos más interesantes. Por eso la única persona que me influyó fue Vigneau”. Trabajó en la Renault como fotógrafo industrial hasta que lo echaron porque: “Desobedecer me parecía una función vital y no me privé de hacerlo”. De los objetos inanimados de la industria, Doisneau pegó un giro y empezó a fotografiar gente, gente común y sencilla que andaba por Gentilly y por París. La Segunda Guerra lo hizo soldado y, de alguna forma, miembro de la resistencia francesa; fue “desmovilizado” en agosto de 1940, cuando ya andaba por las calles de la ciudad liberada “gatillándole” a De Gaulle y a sus paisanos dichosos y redimidos del yugo nazi. Después trabajó con Henri Cartier-Bresson y Robert Capa, otros dos grandes de la fotografía, que se empeñaron en retratar a aquella ciudad, a aquel país, que emergía de la guerra. El método de trabajo de Doisneau era simple: salía a la mañana temprano a la calle, buscaba un lugar que le parecía sugerente, instinto puro, y pasaba horas allí, al acecho, esperando que la foto viniera a él. No le fue mal. Hizo grandes tomas de gente desconocida y de famosos muy famosos; fue pionero en retratar en momentos cotidianos y vitales, y en gestos únicos e irrepetibles, a gente como Jean Paul Sartre, Alberto Giacometti, Albert Camus y Pablo Picasso, entre muchos otros. También fotografió la noche de París, vital, agitada, turbulenta en los años de posguerra, clubes de jazz, cabarets con starlets, Moulin Rouge, mucho alcohol, mucha alegría, mucha música. Se llevó la historia a su casa, metida en su cámara. Trabajó durante treinta años con una Rolleiflex, esas cámaras cajoncito, con el visor en la parte superior que se desplegaba con un click del dedo y hacía que el fotógrafo enfocara a su objetivo con la cabeza casi metida en la parte superior de la cámara. Doisneau, que además de modesto era astuto, sacaba provecho de eso: “Eso de encorvarse un poco sobre el objetivo me tranquilizaba y tranquilizaba al fotografiado. Eliminaba toda agresividad y no dejaba de ser un gesto de cortesía eso de tener que agachar la cabeza”. En 1950, y aquí viene la historia, la primera, de “El beso”, la revista Life, que era la reina de la imagen, que también había registrado y registraba la historia viva de aquellos años turbulentos, que fue pionera en acercar la realidad a sus lectores, digamos que fue una especie de televisión antes de la televisión, le pidió a Doisneau que registrara el amor en las calles de París. Era una forma que Life tenía de revelar a sus lectores, que la vida volvía poco a poco a la normalidad en la Europa castigada por la guerra. Y París era, lo es aún, considerada como la capital del amor, así como Viena es considerada la capital de la música. Esas cosas, pasan. La foto de Doisneau fue rescatada del olvido en la década del 80 (Captura de video) Doisneau, el cazador clandestino de lo efímero, hizo lo que sabía: salió a la calle a tomar fotos. El resultado fue una serie de escenas llenas de humanidad, de optimismo, de alegría y de espontaneidad. Life las publicó en junio de 1950, tal vez “El beso del ayuntamiento” o “Le baiser de l’Hotel de Ville” haya sido idea de los editores, mostraba junto al resto de las fotos de Doisneau, la naturalidad con la que los parisinos, en especial los jóvenes, recobraban la sensibilidad, el cariño, la ternura, la cordura. La foto de Doisneau era extraordinaria. Mostraba a una chica y a un muchacho que pasaban frente al café Villars, que ya no existe y estaba en la legendaria Rue de Rivoli, y se besaban como si el mundo fuese a terminar mañana a la mañana, el Hotel de Ville a sus espaldas, y algunos caminantes entre sorprendidos y nostálgicos por la escena. Eso fue todo. Así terminó la primera historia de la foto famosa. Pasaron treinta años hasta que, en los años 80, la imagen fue rescatada del olvido y empezó a venderse como poster, postales, tarjetones para el día de los enamorados y esas cosas. Como no podía ser de otra forma, dada la calidad de la imagen, se convirtió en la más vendida y en la más popular. En 1983 Doisneau dijo a su biógrafo sobre aquella célebre instantánea: “No es fea, pero se nota que es fruto de una puesta en escena, que se besan para mi cámara”. Además de modesta y astuto, Doisneau era honesto. Fue la primera sugerencia hecha por su autor, un experto de la imagen robada a la realidad, de que aquella célebre foto no había llegado a Doisneau, sino que Doisneau había ido a buscarla. De inmediato empezaron los reclamos y una serie de bucaneros en pareja, adujeron ser los protagonistas de la foto y exigían lo que se exige en estos casos: dinero. Cada uno de ellos cargaba con una falsedad a sabiendas: no eran los protagonistas de la foto. Y Doisneau lo sabía mejor que nadie. Una pareja, la que integraban Jean Louise Lavergne y su mujer, Denise, fueron los que más y mejor reclamaron. Aseguraron en público ser los amantes de la foto. Aportaron como prueba, nunca se supo si mentían como desorejados o creían de verdad ser ellos los de la foto, un supuesto parecido con los chicos, a los que es difícil distinguirles las caras porque se las comen con el beso, algunas prendas de vestir parecidas a las de la foto: una pollera y un saco de ella y una bufanda que a Jean Louise le regalado su hermana para la Navidad de 1949. Todo muy bonito. Robert Doisneau, cámara en mano por las calles de París (Captura de video) Los Lavergne recibieron cierta atención de la prensa, Doisneau ni negó ni confirmó que fuesen ellos los de la foto, supuestamente no podía saberlo si aquello era una instantánea robada a la realidad, pero sabía que no eran ellos. Las aguas se aquietaron un poco hasta que la pareja apostó más fuerte: fue a la Justicia con un reclamo de cien mil dólares por el uso de su imagen. El juicio obligó a Doisneau a salir de su silencio y a decir lo que tal vez no hubiese querido decir nunca: la foto famosa no había sido “espontánea”; había contratado a una pareja de actores, que no eran los Lavergne, para que se besaran frente a su cámara que apuntaba desde el café Villars. Doisneau hizo algo más que admitir la contratación de dos modelos, que no eran profesionales ni mucho menos, para silenciar a los falsarios o equivocados Lavergne: presentó ante los tribunales otras fotos tomadas en otros sitios de París a la misma pareja de “El Beso”. Dijo que eran dos estudiantes de Arte Dramático a los que había encontrado cerca de la escuela, cuando se besaban como si el mundo fuese a terminar mañana a la mañana, y les había propuesto posar para la foto. Más que posar, pasar a pie frente al café Villars y hacer lo que parecía que hacían todo el día: besarse. Doisneau ganó el juicio pero por alguna razón, acaso tonta, la magia de la foto pareció quebrarse y la fama del artista, también. En el medio del juicio Lavergne, apareció en escena la verdadera protagonista de la foto. Era una actriz llamada François Bornet, Delbart de soltera, que juró ser la enamorada de “El Beso” junto a quien entonces era su novio Jacques Carteaud, ambos veinteañeros en 1950. Dijo entonces François a la prensa de París: “No me importaba permanecer en la sombra, pero me irritó la desvergüenza de los Lavergne. Doisneau nos eligió, a mí y a mi novio de entonces: no podíamos parar de besarnos. Nos besábamos por todas partes, sin parar. Doisneau estaba en el bar y nos pidió que posáramos para él: los dos estudiábamos Arte Dramático”. El propio Doisneau confirmó la historia de Bornet, lo de la cafetería y lo de la propuesta: “Nunca me hubiera atrevido a fotografiar a gente de esa forma, enamorados que se besuquean por la calle… Esas fotos, casi siempre, raramente son parejas reales”. Con las cosas claras, la Justicia francesa rechazó el reclamo de los Lavergne. La identidad de la pareja de “El Beso”, quedó revelada: François Bornet, Delbart de soltera, y su novio de aquellos días felices, Jacques Carteaud. La pareja, dijo Bornet, se había separado poco después de aquella foto ahora famosa. El amor es muy caprichoso, es lo que tiene. La hija de Robert Doisneau junto a la fotografía "El Beso" Pero el drama siguió: ahora era Bornet quien exigía a Doisneau parte de los beneficios que había generado su imagen. Ese reclamo también fue descartado por la Justicia porque Doisneau demostró que había pagado a la pareja quinientos francos por aquellas poses en distintos sitios de París, un pago al que sumó, como obsequio para François, una copia de la famosa foto autografiada por él. “Las pocas veces que he usado modelos, siempre les pagué”, dijo en 1993 Doisneau, un poco embroncado y con su salud ya deteriorada a los ochenta y un años. Los dichos de Doisneau fueron corroborados por Jacques Carteaud, que también salió de las sombras nada más que para ratificar los dichos del fotógrafo y decir que los dos, él y su besada François, habían considerado aquel pago como una suma justa. Esa foto autografiada fue la que, hace veinte años, vendió François en casi doscientos mil dólares, euro más, euro menos. La compró un coleccionista suizo que, como es tradición, quiere permanecer anónimo. François Bornet murió el 25 de diciembre de 2023, a los noventa y tres años. Doisneau murió el 1 de abril de 1994, casi un año después del alocado sube y baja judicial por la foto de “El Beso” y a trece días de cumplir ochenta y dos años. Según sus hijas, la batalla judicial terminó de minar la salud del fotógrafo. Una de ellas, Annette, dijo: “Ganamos en los juzgados, pero mi padre sufrió muchísimo. “El Beso” arruinó los últimos años de su vida. Y eso, añadido a la enfermedad de Alzheimer y Parkinson de mi madre, hizo que mi padre muriera de tristeza”. Tal vez hubiese dañado más la salud de Doisneau la tonta polémica que estalló alrededor de “El Beso”. La foto fue calificada como “fake”, uno de los primeros de la historia se apresuraron a declarar sus detractores, en cuanto se supo que el fotógrafo había contratado a dos modelos. Como si construir una imagen, una construcción que no reemplace a la realidad se sobrentiende, no fuese un gran aporte artístico; como si el proceso de creación no tuviese valor en la fotografía. Creación, no significa falsedad, ni simular una realidad que no existe con un fin determinado. Hace algunos años, un solemne cretino, directivo de un medio admitió ante un seminario de ética periodística haber “fabricado” un tiroteo, amago de batalla o tumulto en un escenario de guerra. Dijo no haber faltado a la ética porque, tarde o temprano, lo que él había inventado iba a ser una realidad. Y es también célebre la foto de tapa de un semanario, durante la Guerra de Malvinas, que colocó un avión donde no estaba para simular un ataque exitoso de las fuerzas argentinas. Ejemplos sobran. No es aburrir la intención de estas líneas. Existe una tendencia un poco terraplanista para analizar la realidad: consiste en destruir lo sabido y conquistado, algunas certezas a menudo elementales, para heredar los escombros y ver luego qué se hace con ellos, para fabricar algo “nuevo”, “distinto”. Todo bien con el terraplanismo, cada quien baja las escaleras como quiere y, además, a veces es cómodo y bello ser idiota. Pero anular una muestra de arte bajo una acusación de falsedad, es un ejemplo de brutalismo. Todo bien con el brutalismo: el mundo marcha a favor de la gente marchosa. Pero Doisneau “gatilló” su foto en el momento justo y logró una imagen extraordinaria; la pareja se besaba de verdad y muy de verdad; ni siquiera eran falsos enamorados que posaban para la foto: eran de verdad dos enamorados; el fondo del Hotel de Ville, bello y simbólico porque fue un mojón en la liberación de París, es real; los parisinos que rodean a François y a Jacques en el instante en que se besan son reales y sus gestos de asombro, de comprensión, tal vez de melancólica envidia, también son reales: ¿Qué es lo “fake” en la foto de Doisneau? ¿Que la pareja fue contratada? ¿Puede un simple vínculo comercial, que ni siquiera éste era el caso, echar por tierra una obra de arte? Si es así, deberíamos repensar el arte en general. Nadie cree que el tipo que posó para “El pensador” de Auguste Rodin, el museo Rodin es de visita obligada si alguien anda por París, era de verdad un hombre, desnudo, que meditaba profundidad y por horas sobre la esencialidad de la vida y el curioso destino humano. Era un mozo contratado y lo más probable es que, mientras posaba, pensara en las horas que faltaban para terminar con aquel suplicio y poder zamparse en las tripas una baguette de jamón, con queso normando perfumado al limón. Terraplanistas, no liquidemos a Rodin. Ni a Miguel Ángel porque fue un chico el que sirvió de modelo para escenificar a David, sereno y orgulloso, después de haber liquidado al bruto de Goliat. Igual, todo bien con el brutalismo. La fantástica imagen de “El Beso” ha trascendido juicios, estrados, abogados, analistas del arte, estudiosos de la imagen, terraplanistas, investigadores de la fotografía y otras yerbas. Es el retrato de un pedacito de historia capturado por un tipo que “gatilló” en el momento exacto. Y ese instante, ese escenario, esos enamorados y ese beso, son eternos. Por lo demás, ya lo dice Joan Manuel Serrat: “Qué se va a hacer / si ha de haber gente pa’todo”.
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