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  • “Qué hacés Bayer”

    » El litoral Corrientes

    Fecha: 30/03/2025 02:52

    *Por José Luis Zampa Crecí como periodista y como ser humano con los textos de Osvaldo Soriano, Juan Gelman, Mempo Giardinelli, José Pablo Feinmann, Antonio Dal Masetto, Juan Forn, Ana María Shua, Roberto Fontanarrosa, Alejandro Dolina, Eduardo Galeano, Osvaldo Bayer y tantos otros autores que inocularon en mi personalidad taciturna el germen de la rebeldía blanca, el deseo de tomar partido por el lado correcto. De todos ellos Bayer fue noticia reciente. Desde la muerte, con la destrucción de su monumento, aquel viejo descendiente de alemanes que había tocado mi corazón con su historia sobre los fusilamientos acaecidos en el inhóspito sur argentino, volvió para hacerme acordar del día en que se convirtió en un ídolo cercano, de carne y hueso, no porque lo haya conocido personalmente (como sí tuve el privilegio de compartir redacción con Mempo) sino porque me enteré de que era amigo de Carlos Gelmi, uno de mis maestros periodísticos y factótum de El Litoral por tantas décadas. Resulta que discutíamos con Gelmi sobre vaya a saber qué crónica cuando recibió un llamado telefónico. Me quedé escuchando frente a él como quien no quiere la cosa, esperando que colgara, hasta que mi amigo y jefe pronunció la frase “qué hacés Bayer”. Paré la oreja y seguí como pude la ilación de la charla. Desde el otro lado de la línea le preguntaban sobre ciertos asuntos de un levantamiento popular llamado “Correntinazo” y Gelmi, prolijamente, le daba datos exactos y presagiosos sobre lo mal que terminaría todo. “Acordate, acá se pudre todo porque esto no da para más”. La despedida entre ambos viejos compañeros en la redacción de Clarín de los años 60 y 70 (hasta que el historiador tuvo que marcharse del país perseguido por el peronismo setentista) finalizó sin protocolos. Un “chau viejo” y nada más, como si fuera una de muchas llamadas entre dos carcamanes de esos que no sólo han compartido madrugadas frente a la Olivetti sino también disputas dialécticas, debates encendidos y hectolitros de buen vino en los bodegones de Boedo. “¿Ese era Osvaldo Bayer don Carlos?”, consulté aperplejado. “Sí”, me dijo el viejo, monosilábico, como si le restara importancia a mi indisimulable cholulismo. Supe desde ese día que el diálogo entre ambos era regular, que la amistad había perdurado por décadas y que el viejo Gelmi solía ser la fuente confiable del viejo Bayer para todo lo que fueran episodios correntinos de importancia noticiosa. A partir de aquel telefonema me sentí más orgulloso de ser amigo de don Carlos. Por interpósita, pasaba yo a ser parte del anillo jupiteriano en el que, alrededor del astro, orbitan los escribas tocados por el fuego sagrado. El más insignificante de todos, pero en la misma ensalada. O por lo menos lo sentía así, aunque no fuera. Aunque nunca haya sido. Hoy que ha pasado el tiempo y estoy más cómodo en el valle que en la cumbre, trato de imaginarme lo que Bayer y Gelmi hubieran dicho al ver la máquina de Vialidad Nacional destrozar una silueta del primero a la vera de la ruta 3 de Río Gallegos. ¿Quieren saber? Pienso que se hubieran cagado de risa, porque a ninguno de los dos les interesaban los homenajes ni las lisonjas. Gelmi las recibía a regañadientes cuando, por corrección política, debía calzarse el saco y representar al diario en algún acto. Bayer era todavía más huraño, un desalineado barbudo que vivía rodeado de libros y analizaba la realidad sin dejarse llevar por las ideologías, al punto que llegó a enemistarse con la intratable Hebe de Bonafini, a quien criticó por dejarse convertir en “oficialista”. Bayer no era kirchnerista, señoras y señores. Tampoco era peronista, ni comunista. Era anarquista, un librepensador que fotografiaba con palabras los hechos que sucedían frente a sus ojos perspicaces. Su finalidad era la denuncia innominada, el señalamiento de lo mal hecho que estaba todo. Y Gelmi, desde las antípodas de un pensamiento más conservador, alguna vez tolerante con los militares en el poder, hacía exactamente lo mismo. Admirables ambos. A Bayer lo idolatraban los militantes del Partido Obrero y los jóvenes idealistas que en los 90 eran testigos de la destrucción industrial argentina. A Gelmi lo idolatraban las señoras católicas que pujaron para que fuera condecorado con el premio “Santa Clara de Asís” y lo abrazaban empresarios de la más rancia derecha como el Toco Navajas Artaza, dueño del emporio Las Marías. De hecho, le ofrecían negocios suculentos, pautas generosas, esponsoreos irresistibles. Pero nunca accedió. Murió en las suyas, sobre su escritorio de fórmica descascarado y con el mismo destartalado Chevette que pudo comprar en cuotas allá por 1992. Igual que su amigo correntino, Bayer se fue sin fortunas. Eso sí, dejó un legado histórico que muestra el lado oscuro de Yrigoyen, en cuyo gobierno se gestó y consumó la masacre patagónica. Ya no están los dos genios de la palabra, tan distintos, tan iguales. Hermanados por su respeto irrestricto a la verdad y por la generosidad de haber volcado sus saberes en beneficio de las generaciones futuras. A veces paso por el rincón de El Litoral donde estaba el despacho de Gelmi. Ya no queda nada salvo un par de vetustas máquinas de telefotos que el viejo atesoraba para comparar el avance de la tecnología digital con las peripecias que debía enhebrar a la hora de mandar una foto (una sola) en el lapso de 40 a 60 minutos de transmisión por pulso telefónico. Allí me detuve el día en que Vialidad Nacional destrozó la efigie de Osvaldo Bayer con la excusa de que dificultaba la visibilidad en un empalme. No la reubicaron, como hubiera correspondido, sino que la aplastaron con saña, con el mismo verbo negativo que el actual presidente suele vocalizar para arremeter contra los zurdos o, mejor dicho, contra aquellos que -equivocadamente- él cree zurdos. Desde esta columna vengo a sumarme a los agradecimientos de tantos por la decisión política de romper la obra que rendía tributo al autor “Los Vengadores de la Patagonia Trágica”, el libro que luego dio origen a la película de Héctor Olivera “La Patagonia Rebelde”. Si no hubiera sido por ese acto tan simple como obtuso, la historia de Bayer, de Gelmi y el regalo de prosas irrepetibles que ambos le hicieron a la sociedad argentina hubiera continuado en la seminubosidad de los archivos polvorientos. Ahora ambos volvieron a la corteza más activa de mi cerebro y laten con fuerza en mi pecho, presentes y tangibles. Les cuento a mis hijos de ellos. Los releo. Vuelvo a disfrutarlos. Y todos corren a Google y a ChatGPT para enterarse quién era ese periodista con apellido de aspirina. Los algoritmos se han activado y los jóvenes comienzan a ponerse en autos mientras Javier Milei obtiene también sus dividendos. Porque, a no dudarlo, la profanación de la ruta 3 le rinde votos en el nicho donde reina el odio de clases, donde habitan los convencidos de que “la yegua” es “una chorra” sin haber leído jamás una página de los expedientes judiciales. A estas alturas no importa saber si Cristina Kirchner fue o no fue corrupta. Lo que importa es que sus errores, su soberbia y su incapacidad para articular estrategias de cogobierno araron el campo para que germinara la enredadera de La Libertad Avanza. Al principio dije que los escritores de mis 20 me incitaron a buscar el camino correcto. Seguramente no siempre lo conseguí, pero lo intenté en todo momento, especialmente cuando empecé a darme cuenta de la vocación pirata del viejo imperio británico, avieso impulsor de la Guerra de la Triple Alianza que pulverizó a la portentosa Paraguay, intruso de Malvinas, protector de Pinochet. Osvaldo Bayer y su “Patagonia Rebelde” también corrieron el velo respecto de los latifundios británicos donde fueron fusilados los esquiladores pobres que pedían mejores salarios. Bayer, el amigo de un correntino al que los ignorantes de Patria Libre alguna vez tildaron de facho. Blasfemos. Gelmi no era nada de eso. Y Bayer tampoco. A fin de cuentas, el amigo de mi amigo sigue siendo homenajeado con un monumento destruido que ahora es más famoso que nunca gracias a que el presidente Milei hizo la de siempre: ir más allá de los límites, enroscar la enredadera de acontecimientos dislocados para que nadie entienda bien hacia dónde vamos, pero todos (o casi todos) festejen una desinflación dudosa, que no se percibe en los supermercados producto de un relato tan frágil como su modelo económico.

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