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  • La hija de desaparecidos que buscó su identidad durante 25 años y pide que se cuente la historia completa: “Viví un infierno”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 29/03/2025 02:33

    Jorgelina, de bebé en su moisés. Con su mano se aferra a los dedos de su mamá La suya es una historia de vida que se resume en una larga búsqueda de la verdad, y trascendió cuando días atrás se hizo escuchar en las redes sociales en el día de la conmemoración del 24 de marzo. Aseguró que la frase que debería unir a los argentinos es la de “¡Nunca más La Violencia, ni la Mentira, ni la Manipulación, ni un Golpe de Estado, de ningún lado, ni de ningún partido político! ¡Respetemos la Democracia, las leyes, la Justicia y que La Verdad y la Memoria nos hagan Libres!”. Viniendo de alguien cuyos padres fueron combatientes del ERP, el papá muerto en 1974 y mamá desaparecida en 1977 y ella nieta restituida número 25, supuso un cimbronazo en los que se aferran solo a una parte del relato de lo que ocurrió en los demenciales años setenta. El principio Ella se llama Jorgelina Paula por su tío paterno, Jorge Molina, integrante del ERP, cuyo nombre de guerra era “Pablo”. Su papá era José María Molina. Del pueblo santafesino de Felicia, los dos hermanos, inseparables, hicieron el secundario en el Liceo Militar de esa provincia. Luego entraron a cursar arquitectura. Allí Jorge Molina conoció a Cristina Isabel Planas, una entrerriana que había estudiado para maestra en el histórico Normal de Paraná. José María Molina era santafesino. Había incursionado en el comunismo hasta que ingresó al ERP Si bien ambos habían comenzado su militancia en el Partido Comunista, con el tiempo pasaron al PRT-ERP. El nombre de guerra de ella era “Paula”, y en la organización a los hermanos se los conocía como Molina grande y Molina chico. Pero antes de conocerlo, ella estaba en pareja con Carlos y tenía un hijo, Damián, cinco años más grande que Jorgelina. En 1972 quedó detenida en el Penal de Trelew, donde fue liberada días antes de la llamada masacre de Trelew. Rompió la relación cuando conoció a Jorge Molina en una suerte de pensión que sus compañeros bautizaron “el nido”, y el 5 de agosto del año siguiente nació la protagonista de esta historia. La pareja quiso ser la precursora en un cambio de paradigma dentro de la organización terrorista, que desalentaba las uniones entre los miembros y menos que tuvieran hijos. “Decidieron tenerme a mí sabiendo que estaban en riesgo”, contó Jorgelina a Infobae. “Con el correr del tiempo, veo su decisión como algo muy idealista e ingenua, porque no intuían lo que se les venía”. Cristina Isabel, la mamá. Conoció a su pareja estudiando arquitectura en Rosario De su papá le contaron que era gracioso, divertido y muy pintón y que, de buenas a primeras, se encontró en una suerte de ultimátum de Cristina sobre si lo que habían iniciado era algo serio. Al papá lo mataron, junto a otros guerrilleros, en la Masacre del Rosario, ocurrida en Catamarca el 11 de agosto de 1974, durante el gobierno constitucional de Isabel Perón. Jorgelina tenía un año. Su mamá pasó a la clandestinidad y junto a un grupo de miembros del ERP, alquilaban una casa en la calle Bouchard, en Lanús. De esos tiempos, la recuerdan a Cristina yendo de un lado para el otro acarreando un moisés con su bebé. En el jardín de infantes, con el nombre "Carolina" bordado en el delantal La criatura permanecía al cuidado de una vecina. Su mamá iba todos los días a las siete de la tarde y le dedicaba el poco tiempo que tenía: la bañaba y le daba de comer, y nadie podía interrumpirla. Ella dejó dicho que si una tarde no aparecía era porque algo malo le había pasado. Eso ocurrió el 15 de mayo de 1977 cuando, junto a otros compañeros, fue secuestrada de la casa que ocupaban y no apareció más. La señora que la cuidaba tenía parientes en Coronel Suárez e intentó dejarla con ellos, pero no quisieron comprometerse, ya que conocían quién había sido la madre. La mujer tenía el encargo de Cristina de localizar en Rosario a Damián, el hermano de Jorgelina, pero era una misión casi imposible, si no tenía ninguna dirección o teléfono. Entonces recurrió a la justicia. Se presentó con la jueza Marta Pons, del Tribunal de Menores N° 1 de Lomas de Zamora con la intención de adoptar a la criatura, pero la ley de entonces imponía que debía tener cinco años de casada, cosa que ella no cumplía, ya que vivía en pareja. Hugo Meisner, oficial de la Fuerza Aérea, en una foto tomada en 1977. Caería en Malvinas el 1 de junio de 1982 El 19 de mayo de 1977 fue enviada al hogar de menores “Leopoldo Pereyra”, de Banfield, que depende del obispado local. Esa nena recién llegada, educada y de carácter independiente, llamó la atención del padrino de la institución, quien solía concurrir de visita. Se llamaba Hugo César Meisner y era oficial de la Fuerza Aérea. Meisner, junto a su esposa Elsa y sus tres hijos comenzaron a visitarla y luego se la llevaban los fines de semana a pasear. Se encariñaron con la niña y ella con ellos, al punto tal que cuando llegaba el domingo se escondía debajo de un sillón para que no la llevasen de regreso al hogar. En uno de los paseos, Jorgelina reconoció el jardín de infantes donde solía ir. Los Meisner no le creyeron pero fueron a preguntar, y les dijeron que era así, pero que Jorgelina había ingresado con un apellido distinto. Inútil resultó encontrar quien supiera más. Los Meisner decidieron adoptarla. Nuevamente, la jueza que la había enviado al hogar, les impuso que como condición la criatura debía adoptar otra identidad, que bajo ningún concepto podía llevar el nombre y apellido de sus padres guerrilleros. Una de las cartas que su abuela paterna escribió a la Nunciatura para que la iglesia ayudase en la búsqueda de su nieta Los Meisner se negaron, alegando que la niña tenía derecho a conservar su nombre y origen. Cuando la jueza le dijo a Jorgelina que había una familia nueva que venía a buscarla, sintió tristeza y angustia, porque nadie le explicaba nada. Tal como relató a Infobae, fue adoptada por Eduardo y Marta Sala, quienes le dijeron en el juzgado que desde ese momento se llamaba Carolina, que subiera al auto que su nuevo hermano, Fernando, tenía un regalito para ella. Aún recuerda que era un perrito rojo llamado Lorenzo. En una oportunidad los Meisner fueron a visitarla y ella les aclaró que ahora se llamaba Carolina. Contó que no volvieron más. Ella estaba en segundo grado cuando su mamá adoptiva le dio la peor noticia: el vicecomodoro Meisner, un cordobés nacido en la Navidad de 1940, había muerto por el ataque de aviones Sea Harriers mientras piloteaba un Hércules C-130 el 1 de junio de 1982, durante la guerra del Atlántico Sur. Cuando Jorgelina habla de él, lo describe como “un héroe de Malvinas”. Aparentemente ella, mientras crecía, mantenía bloqueado, en forma inconsciente, su pasado y sus recuerdos, y solo situaciones puntuales como pasar por un lugar que le era familiar, la hacía caer en llantos imparables, y no sabía por qué. El reencuentro Ana Taleb de Molina, su abuela paterna, que vivía en Suecia, comenzó a buscarla por cielo y tierra, escribiendo cartas a organismos de derechos humanos, a entidades internacionales y a la iglesia. Cada carta era acompañada de una foto de cuando ella tenía tres años. La reconoció un hombre de la parroquia de Martínez, donde los Sala iban a misa, ya que su rostro se había difundido en medios y en marchas. Hizo la denuncia y la Nunciatura Apostólica logró reunir a la abuela con los padres adoptivos. En un duro encuentro, éstos le prohibieron tomar contacto con ella. Misiva de la iglesia una vez que Jorgelina había sido localizada La abuela se dedicó a escribirle cartas para los cumpleaños, en las que incluía fotografías y recuerdos de sus padres, pero nunca las recibió. Obligada, le hicieron escribir una carta donde le contó a la abuela que ya tenía una familia, amigos, una vida y que no necesitaba nada. Tenía 16 o 17 años cuando recibió una carta de Damián, su medio hermano. El muchacho también había mantenido un encuentro con los padres adoptivos en el juzgado, del que Jorgelina no participó. El primer impulso de ella hacia la carta fue de rechazarla; él, ofendido, le advirtió que la sangre finalmente la llamaría. Cada vez que Damián se comunicaba, la madre adoptiva era la que más protestaba, y ella prefirió mantenerse al margen para evitar el ambiente de conflicto familiar. Para un cumpleaños la llamó por teléfono, y fue una conversación intrascendente llena de monosílabos, ya que los escuchaban desde otro aparato. Ella aún no lo sabía, pero cada tanto recibía la visita o llamadas de una tal Elena, quien se presentaba como una amiga de la familia. En realidad era una tía materna quien, tal vez para mantener las apariencias, decidió ocultar que tenía una hermana desaparecida. En 1992 comenzó a estudiar Bellas Artes. Cuando hizo su primer grabado descubrió con los años que era similar a uno que había hecho su madre años atrás, lo mismo que con unas tarjetas navideñas. En una oportunidad, cuando visitó a una amiga íntima, monja de la orden de las Esclavas del Sagrado Corazón, en Moreno, sintió que ese era su lugar. Tomó a la iglesia como su refugio y al convento como el lugar ideal para reflexionar. No llegó a hacer los votos perpetuos, solo los temporales. Le advirtieron que si quería descubrir si verdaderamente tenía vocación religiosa, debía aclarar su pasado. Fue allí donde, gracias a la complicidad de las monjas, se reencontró con su familia. En 1996 se encontró con su medio hermano, con tíos, primos y con Beba Planas, su abuela materna, quien falleció en 2012. En el 2001 dejó el convento, conoció a Antonio, se casó y fue mamá de Ignacio, Camila y Juan Manuel. En 2008 había tenido una gran alegría: a partir de viejas agendas telefónicas, ubicó a la viuda de Meisner y a sus hijos, con los que sigue en contacto. Cuando su madre adoptiva falleció en 2009, decidió regresar a sus orígenes y solicitó la nulidad de adopción, con lo que perdió los derechos a la herencia. Rompió para siempre con ellos. Contar su búsqueda Decidió, entonces, contar su historia a través de lo que ella más maneja, el arte y ella se sorprendió cuando, naturalmente, usó muchos colores y texturas, dejando atrás los negros y grises. En 2010 comenzó con el montaje de la muestra a la que llamó “Geografías Interiores - Reconstrucción (GIR)”. Son cartas, documentos, fotografías, el vestido de egresada que su mamá usó en 1961, recuerdos, todos vestigios y testimonios únicos de su búsqueda incansable. “Es mi modo de contar mi camino a mi identidad, con piezas que llevan a la verdad”, explicó. Lo toma como el cierre de una etapa y remarcó con orgullo que nadie la bancó, que todo lo hizo a pulmón, y muchas veces perdiendo dinero. Hasta el 8 de abril se expone en el Palacio Otamendi, en Sarmiento 1401, San Fernando, localidad donde actualmente reside. Asegura que por ser una nieta restituida, la número 25, en las organizaciones de derechos humanos le dieron la oportunidad de acceder a cargos en ministerios o acceder a un cargo electivo. Ella los rechazó de plano, porque sostuvo que no estaba bien, que no era ningún galardón ser hija de desaparecida, que no estaba preparada y que le gustaba el arte. El vestido de la madre, rodeado de fotos y testimonios de años atrás Les cayó mal que no aceptarse reivindicar solo a su mamá, ya que su papá había sido abatido durante un gobierno democrático. Paulatinamente, en las reuniones la fueron haciendo a un lado. Sostuvo que por no adherir al kirchnerismo le impidieron participar de la toma de decisiones. El mayor sinsentido es que la muestra, que la montó en diversos lugares, como Pilar, Béccar y hasta en la Casa de la Memoria de Roma, no pudo hacerlo en ningún espacio de las organizaciones de derechos humanos. No le decían que no, pero nunca había disponibilidad. Los dos lados de la historia Contó que para ella lo importante es la historia completa, no recortes que impide ver la totalidad. “Es muy ridículo estar discutiendo cosas como si matar está bien. Las dos partes actuaron mal”. Asegura que eso no es negacionismo y que no defiende a la dictadura. Insistió que hubo errores de ambos lados y que es lo mismo la hija de un militar o la de un guerrillero, y que éstos debieron ser juzgados en democracia. Panorámica de la muestra "Geografía Interiores - Reconstrucción" Para ella, es humano reconocer que una persona inocente tiene el derecho de vivir y que no entiende por qué se está discutiendo eso. “Si el que estaba en la guerrilla sabía lo que hacía, debía hacerse cargo de las consecuencias”. Llamó a no romantizar a la guerrilla y a no justificar la violencia según la ideología. “En mi caso, las consecuencias fueron tremendas. Viví un infierno”. Ya de grande fue a Felicia, ese pueblito que no llega a los tres mil habitantes, en Santa Fe. Visitó los restos de la casa donde funcionaba la casa de ramos generales de los Molina, rezó en la capillita, estuvo en la escuela donde estudió su papá y por supuesto visitó su tumba. Jorgelina, hoy. A través del arte decidió contar su historia Cuando su primo Lautaro le envió desde Suecia una vieja valija donde la abuela guardaba cientos de cartas y documentos, tomó conciencia de todo lo que había hecho para encontrarla. Mucho de ese material integra la muestra. Confesó que habla mucho con sus padres; les dice que los ama mucho y les da las gracias porque por ellos tiene tres hijos maravillosos, y que le hubiera encantado compartir las cosas lindas, como un almuerzo familiar de domingo. “Qué lástima que nos perdimos todo esto”, que no es más que la vida misma.

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