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» Derf
Fecha: 27/03/2025 01:51
El término «el peso del vacío» se refiere a varias interpretaciones y conceptos. Y Marilyn Aguirre se expresó de la siguiente manera en el siguiente texto. EL PESO DEL VACÍO Los flashes de las cámaras se escuchaban entre el murmullo de la gente mientras la prensa intentaba obtener las primeras imágenes de aquella laguna de sangre cubierta por un libro. Alfredo era un tipo algo misterioso, no muy alegre, de expresiones insulsas y facciones lánguidas. Los que lo conocían de chico sabían que una de las pocas formas de hacerlo sonreír, o por lo menos esbozar una sonrisa, era hablando de lecturas, de autores, de palabras mal y bien escritas… Había encontrado en el mar infinito de las bibliotecas un lugar donde estar un poco menos solo. Que soñaba con ser escritor, lo sabía de sobra; que era bueno en lo que hacía, también. Fue un viernes, cuando salió de terapia, que comprendió que sus traumas, sus vivencias, sus vínculos, eran dignos de ser escritos, y dejó de lado su reciente novela para volcarse en lo que sería su “antología familiar”. Ese trabajo era tan suyo como un hijo de sus padres, y en cada página que iba redactando, Alfredo sentía cómo se liberaba de cataratas de culpas y de “¿qué hubiese pasado si…?”. Quería ser reconocido, admirado, tomado como ejemplo, quería ver llorar a sus lectores con su delicadeza para contar sus vivencias. Llamaba a su editora, le preguntaba qué le parecía, era obediente con sus sugerencias, pero Carla no quiso adelantarse al éxito de su próximo libro y dejó que Alfredo se sorprendiera cuando llegara el momento. Carla entendió rápidamente que su cliente tenía una finura de la que ella carecía: – ¿Por qué en vez de “era una pérdida absoluta de espacio y aire”, no decís “mi padre era un inútil” y ya? Creo que así tus lectores van a comprender mejor tu frustración- aconsejaba Carla. Logró hacer del dolor de Alfredo, la mejor versión para todo aquel que estuviera en su lugar. Pocas veces él se había sentido tan libre, tan a gusto con su existencia. Era como si haberse sacado el corazón y haberlo volcado en su libro, lo hiciera más liviano para vivir. Hijos no quería, había plantado un árbol, y su libro ya escrito era su mejor creación… tan de él como lo eran los recuerdos. Cuando llegó el día de la publicación, vistió de manera cordial para la ocasión. Alfredo no hubiese estado a la altura de un saco verde, por lo que optó por uno marrón con chaleco a rombos. En la librería no cabía un alfiler, cientos de personas tan rotas como él escuchaban con atención fragmentos de su flamante hijo. Se le cruzó por la cabeza que llegaría el momento de las preguntas, pero su única acción había sido regalarles recuerdos de traumas y de una familia disfuncional en doscientas veinte páginas de oraciones. Había tomado, ya con el micrófono en mano, una postura cabizbaja, siguiendo con su mirada a los rombos de su chaleco, rogando que lo tragara la tierra. No estaba allí para responder, no tenía respuestas a las preguntas de tanta gente… Su hijo se le estaba escapando de las manos. Sintió celos, quiso abrazar fuerte a su obra y rogarle que no se fuera, anhelaba un mundo de su escrito y él. No quería abrir la historia… o lo quiso en su momento, cuando lo pensaba imposible. Tenía su infancia otra vez frente a sus ojos con cada pregunta que le hacían, pero ahora pertenecía también a sus lectores. No era más solo de él. Ya todos lo conocían. La presentación de su último libro lo llevó también a su ciudad de origen. Creyó sentirse más y más invisible incluso habiendo aumentado el número de invitados a su conferencia. Su historia era comparada con la de sus fieles pero él, Alfredo Irrazaga, había dejado de ser el personaje principal. Sin disimular su frustración, leyó una y otra vez, en distintos viajes, diferentes pasajes de su obra. Carla le repetía “no solo hay que ser, si no parecer. Creete el personaje”. Ninguna sugerencia parecía importarle. Alfredo se encerró en su casa y se predispuso a no salir de ese séptimo piso. Ya no tenía más infancia, porque era un adulto, tampoco tenía historias que fueran solo de él, ahora todo era público. Le faltaba algo… ¿su identidad, tal vez? ¿Volver a ser un sufrido anónimo? Sintió cómo ser el autor “El camino de un Don Nadie” le pasaba factura. El día de su cumpleaños, quiso rememorar olores, vecinos, fotos, y fue directo al departamento de su infancia. Subió esos cinco pisos por escalera para desafiarse a sí mismo y comprobar si seguía tan fuera de estado como cuando era un niño. No se asombró: con casi cincuenta años, tardó el doble de tiempo. Carla marcaba su celular pero Alfredo ignoró todas sus llamadas. Ya en la cocina, cuando abrió la ventana, escuchó movimiento abajo, en la vereda. Parecía ser una muchedumbre eufórica, gritando su nombre. Se dio cuenta de que estaba perdiendo el control al conectar las llamadas de Carla, la información sobre su libro, las redes sociales, y el hecho de que ese día era su cumpleaños… “Don Nadie hoy no quiere que nadie lo joda”, pensó. Empezó a desesperarse con la idea de no salir nunca más de aquel departamento. En esa propiedad había sufrido desgracias en su infancia y casi cinco décadas después, todo parecía tener el mismo destino. Se asomó al balcón, escuchó que le preguntaban por su libro. No quiso responder. No sabía qué responder. ¿Cómo les hacía entender que el Alfredo de la historia no era el de ese entonces? Se limitó a saludar y volvió al encierro. Había llevado en su bolso su obra maestra pero la biblioteca familiar lo sedujo más y leyó hasta quedarse dormido. Al día siguiente no quedaba nadie en la vereda. Alfredo había vuelto al anonimato… o por lo menos, la ausencia de la muchedumbre en la vereda eso parecía reflejar. Se preparó un café a la vez que disfrutaba de su cigarrillo como si no hubiera otro. Carla lo llamó: – Esta tarde se van a juntar otra vez en el departamento de tus papás. Alfredo cortó la llamada. No necesitaba escuchar nada más. Terminó el café. Sacó de su bolso ese rectángulo lleno de memorias que alguna vez, orgulloso, llamó “mi libro”. Abrió el ventanal del balcón, echó un último repaso a las fotos familiares colgadas, a la biblioteca cargada de historias y a su propia obra. Sosteniéndola con fuerza con su mano derecha, aquella con la que dedicó tantas veces, saltó al vacío. Los flashes de las cámaras se escuchaban entre el murmullo de la gente mientras la prensa intentaba obtener las primeras imágenes de aquella laguna de sangre cubierta por un libro. Texto escrito por E. Marilyn Aguirre.
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