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» Diario Cordoba
Fecha: 25/03/2025 05:55
2309382709 In memoriam Eduardo Barrachina (1978-2025), “solicitor” y Presidente de la Cámara de Comercio de España en el Reino Unido. “Conoces a gente que te olvida, olvidas a gente que conoces, pero a veces conoces a gente que no puedes olvidar. Esos son tus amigos” (Mark Twain) Es probable que la amistad solo manifieste su verdadera pureza en la infancia y cuando la vida adulta empieza a hacerse onerosa. Es al principio y al final del camino cuando ese concepto tan fuerte como intangible de proximidad fraternal a alguien que no es tu hermano muestra todo su poder afectivo. Quizá sucede porque cuando somos niños y cuando ya empezamos a ser provectos nos sentimos menos protegidos, más vulnerables, y es entonces cuando el instinto nos dice que la vida es más fuerte que nosotros, y no al revés, cuando necesitamos tener a alguien cerca, y cuando esa cosa abstracta e inexplicable llamada amistad, hasta entonces algo virtual y evanescente, se convierte en un lingote de oro, pesado, brillante y valioso. Quizá cuando tenemos veinte creemos que podemos cruzar este océano solos, volando alto cerca del sol, y cuando nos arrimamos a los cincuenta lo hacemos en barco, y sus orillas nos parecen inalcanzables para la gesta de la vida. Y entonces queremos compañía y protección en ese viaje. No en vano, “amigo” (amicus) significa, en su etimología latina, “custodio del alma”. Le conocí con catorce años, cuando estábamos hechos de acné y de dudas, en el pasillo de un colegio donde yo llegaba nuevo y donde él ya tenía mando en plaza. Me acogió bajo su manto y le despedimos el 23 de marzo, a los cuarenta y seis. Entre esos dos momentos, tardío uno, demasiado precoz el otro, nuestra vida juntos se resume en lo mejor que pueden hacer dos amigos: comer, beber y viajar, por mucho que este último año y medio estuviera más marcado por el calvario de los hospitales que por el trasiego de los aeropuertos. Su gusto por las cocinas de este mundo, su amor por los viajes, -en especial por la India, el sitio de su recreo- y su vis social en los clubes de Londres, ciudad donde vivió casi veinte años de su vida y donde quiso morir, hacían que un encuentro con él nunca fuera anodino, que la gente que te presentaba siempre fuera interesante, que casi siempre comieras y bebieras bien en su compañía y que el paisaje de esas experiencias compartidas, ya fuera un restaurante en la calle junto a un apeadero de taxis en Calcuta, una mezquita en Isfahan o una noche de esmoquin en Pall Mall nunca resultara indiferente. Un sentido del humor afilado como un florete y una inteligencia superior a la media -van unidos- hacían el resto. Eso es lo que más voy a echar de menos, pues es lo que menos abunda. Como si supiera que su vida iba a ser corta, vivía con prisa e intensidad y no malgastaba tiempos ni compañías, pues había entendido el valor de esto mejor que nadie, antes que nadie. No se perdía en las distancias ni en los artificios con los que hoy disfrazamos la amistad, pues sólo la entendía en su versión más pura, que es a dos, y no en grandes cuadrillas donde la alegría se disipa confundida en las personalidades de sus miembros. En lo profesional llegó lejos, aupado por un rigor y un amor por el estudio propio de un monje benedictino y una mente estratégica como la de un mariscal de campo. Fue abogado en la City de Londres, donde se convirtió en una figura conocida, pero su verdadera pasión era España, a la que sirvió, con lealtad y entusiasmo -no entendía una cosa sin la otra-, como Presidente de la Cámara de Comercio en el Reino Unido. En esa capacidad, tan pronto recibía con idéntico aplomo a SM el Rey, a una vieja marquesa de los lores, una ministra socialista o a un empresario del cava catalán, mientras escribía “Terceras” en el ABC o artículos en “El País” o “Expansión” sobre el Brexit, el Procés, la Coronación de Carlos III o los matices culinarios del Caribe anglosajón. Fue, pues, un gran abogado, un buen escritor, el mejor Presidente de la Cámara y una persona sin igual, dotado de ese algo inexplicable capaz de generar simpatía por doquier, desde Alcoy, donde nació, hasta Hong Kong, donde comimos un pato laqueado que todavía recordaba con nostalgia en su lecho del dolor, cuando la realidad se empezaba a imponer, terca como era él, sobre la esperanza. Pero sobre todo fue mi amigo, el custodio de mi alma. Descanse en paz.
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