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  • “Adolescencia” y la crianza (escasamente) poderosa

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 25/03/2025 04:58

    "Adolescencia" es una miniserie de cuatro episodios que está disponible en Netflix (Crédito: Netflix) Advertencia: incluye algunos spoilers, pero son menores porque “Adolescencia” no deja casi nada resuelto en el sentido del relato clásico. Hace cerca de dos meses publiqué Crianza poderosa en Editorial Paidós, el primero de mis libros que pone foco en la crianza. Unos días atrás Netflix Argentina presentó “Adolescencia”, creada por Jack Thorne y Stephen Graham y dirigida por Philip Barantini que, en el número 1 de vistas, ya se perfila como nuevo tanque de la plataforma. En simultáneo con el estreno empezaron a llegarme mensajes de amigos y colegas señalando una conexión entre ambos objetos que, a priori, no me resultaba para nada evidente. “Adolescencia” es una miniserie desgarradora sobre un asesinato presuntamente llevado a cabo por un niño casi adolescente de 13 años, Jamie, y en el que la víctima es su compañera de colegio, Katie. Filmada en plano secuencia y en tiempo real la serie nos subsume en la atmósfera dolorosa de los suburbios en los que lo peor no se intuye, sino que ya ha sucedido. En mi trabajo como pedagoga, las series de televisión configuran una pieza central, especialmente aquellas que tienen formas narrativas alteradas de las que “Adolescencia” podría ser un buen ejemplo. Empecé a mirarla como un relato más para analizar, tratando de despojarme de las resonancias de Crianza poderosa. Me enojé con ciertos tratamientos, me conmovió profundamente en algunos momentos y en el cuarto episodio ya no me quedó otra opción que agarrar papel y lápiz y ponerme a transcribir citas. Efectivamente ahí estaba la conexión, en el medio de una situación tan demoledora que deja a cualquiera de las anécdotas de mi libro en un plano de candor evidente. De todo lo que ya se está diciendo y escribiendo sobre “Adolescencia” voy a concentrarme en algunas dimensiones que me resultan más potentes a la hora de pensar la crianza. Una escena de "Adolescencia" en donde Jamie se enfrenta a una psicóloga que busca evaluar su nivel de consciencia sobre lo que hizo (Crédito: Netflix) Las violencias implícitas. La violencia extrema del asesinato entra en la caja de resonancia de otras más sutiles pero omnipresentes: la violencia de la detención, puesta en juego por policías que quieren mostrarse como razonables y empáticos; la violencia del barrio, reflejada tanto en el vandalismo de ciertos jóvenes como en la vecina chusma; y la violencia del centro comercial, en la que empleados muy bien entrenados son incapaces de dar una respuesta con algún sentido de humanidad a menos que sean psicópatas. También, la violencia en esa escuela que pone a la maestra de nivel primario a gestionar un conflicto desatado; que le da responsabilidades tremendas al docente menos comprometido o que deja ir a la estudiante en un shock sin precedentes sabiendo que no tiene adónde ir ni con quién. Esta escena es una de las más perturbadoras de la miniserie. No es la de un hecho consumado sino la de todos los dramas por venir y en la que pareciera que el sistema vuelve a mirar para otro lado una vez más. Me consta que no es así en todos los casos, ni en Reino Unido ni acá. Pero también recuerdo una situación semejante de abandono en una escuela privada local de clase alta, en la que después de que una adolescente se pusiera en riesgo, la mandaron a su casa sola, en un remise. Y, por supuesto, la persistencia de la violencia machista puesta en la figura de ese padre que no les pega a sus hijos, pero que puede destruir el cobertizo, amenazar físicamente a un joven o arruinar su propia camioneta revoleándole un pote de pintura. Quiere ser distinto de su propio padre golpeador, pero su ira acecha y marca la vida familiar, aunque todos tratan de minimizarlo u ocultarlo para poder sobrevivir. ¿Cómo criamos y educamos con los atravesamientos de estas fuerzas más o menos explicitas, intensas o moderadas? ¿Cómo las desarticulamos si no logramos siquiera evidenciarlas a través de la palabra y el análisis hasta que llega el momento en que todo vuela por el aire? Y ¿quién nos ayuda, también a los adultos, a desarmar nuestros traumas cuando no siempre está tan clara o a tan mano la opción de contar con un profesional especializado? "Crianza poderosa", de Mariana Maggio (Ed. Paidós) La falta de reconocimiento de las tendencias culturales de las que los jóvenes participan. El policía que investiga el caso en la misma escuela a la que asiste su hijo adolescente es interceptado por este en un acto casi desesperado. El chico, que también es acosado y no quiere ir a la escuela sin que el padre dé mucha entidad al tema, le explica que interviene porque le da vergüenza verlo tan desorientado en la investigación. Le pregunta si miró los intercambios en Instagram de la víctima y del presunto victimario. Claro que lo hizo, pero no tenía ningún marco, conocimiento o experiencia que permitiera hacer una interpretación apropiada a lo que estaba pasando. El hijo se lo tiene que explicar: hay grupos (los “incel” o célibes involuntarios), teorías (al 80% de las mujeres les gusta el 20% de los hombres) y emojis con significados no evidentes que, puestos juntos, abren otras hipótesis sobre lo acontecido y sobre quién acosó a quién. ¿Cómo podemos criar, educar y cuidar a niños y jóvenes que viven en un mundo que no somos capaces no solo de entender, que sería mucho, sino de decodificar? No es una novedad: advertimos esto hace años cuando los adolescentes aún estaban en Facebook y no entendíamos las maneras en las que escribían sus posteos. El tema es que hicimos poco o nada y seguimos sin asumir que nuestra responsabilidad de adultos es estar ahí, entender estos nuevos lenguajes y formas de comunicarse -modos de relacionarse- que además mutan a medida que miramos la miniserie o escribimos estas líneas. La familia no sabe, la policía tampoco. No debería impresionarnos demasiado que la maestra se sorprenda cuando le explican lo que quieren decir esas publicaciones. Es muy notorio el revuelo que causa la presencia de los investigadores en la escuela a escasas horas de la tragedia. El gesto subrayado por el relato es el de los docentes gritándoles a los estudiantes que dejen los teléfonos celulares. Al mismo tiempo sabemos que el tiempo que el protagonista pasaba en su casa estaba encerrado y conectado a su computadora. El grito es uno vacío, sin sentido y sin efecto en la realidad. Los adultos creen que los jóvenes no están al tanto de los detalles de lo sucedido. Una vez más el hijo del investigador es el que lo enfrenta a la realidad: “Sabemos todo”. ¿Cómo dejarían aquello que les habilita el conocimiento frente a adultos que les niegan información a la vez que los amedrentan? En el cuarto episodio la hermana del protagonista viaja en la camioneta en medio de sus padres, mientras transitan otro día dramático, pero se produce uno de los pocos momentos de cierto encuentro y calma del relato. A diferencia de sus padres ella jamás suelta el teléfono. No deja de ser llamativo cómo en este momento le van pidiendo que resuelva cosas: buscá tal tema musical o fíjate qué dan en el cine. Algo así como nuestro diario: “Me tenés harta con el teléfono, pero te mando plata para que no manejes efectivo”. En ambos planos --el de la escuela y el hogar-- nos están faltando tanto encuadres consensuados como criterios buenos y coherentes. Una escena de "Adolescencia", donde el padre policía y su hijo hablan de los códigos que los estudiantes manejan en las redes sociales (Crédito: Netflix) La falta de reconocimiento del otro. El relato devela en distintos momentos el dolor del protagonista Jamie por la falta de reconocimiento. No solo de sus compañeros y, especialmente, de las chicas, sino de su padre que sentía vergüenza cuando lo llevaba a jugar al fútbol y que ante su falta de destreza deportiva no lo miraba. Un padre que solo reconoce su habilidad como dibujante cuando le envía su retrato en una tarjeta de cumpleaños un año después de estar preso. El pedido de reconocimiento de Jamie a la psicóloga que lo evalúa nos deja demudados. Nunca lo tuvo y lo sigue pidiendo a los gritos. Retrospectivamente, la madre reconoce que Jamie entraba a la casa dando un portazo y se encerraba en su habitación con la computadora y nunca más hablaba. “Pensábamos que estaba a salvo”, “No podíamos hacer nada” y “Todos son así ahora” son algunos de los argumentos con los que ambos padres buscan alcanzar un alivio que no llega. La charla como ritual vacío encarnada en la madre --de un modo bastante estereotipado-- no solo no alcanza, sino que es otra forma más de alejamiento y negación. Owen Cooper como Jamie y Stephen Graham como su padre en una escena de "Adolescencia" (Crédito; Netflix) Los planes (y el encuentro) llegan con la crisis. Después de los intercambios con su hijo en la escuela, al investigador le llega su momento de conciencia: deja de trabajar y se acerca a la salida del colegio. La primera reacción del hijo es de incredulidad. El padre ofrece un plan. El hijo sorprendido, duda. Luego acepta y propone su lugar favorito, del que su padre no parece tener idea. Tan complejo y simple a la vez. Ese parar la pelota con el que insisto en Crianza poderosa. Esos cinco minutos de conexión real que permiten un encuentro o, al menos, un inicio para empezar a suturar un vínculo. En el medio de la crisis el padre de Jamie toma conciencia también. Invita a su mujer e hija a tomarse el día y hacer un plan. Propone opciones y frente a la de ir al zoológico le llega la respuesta obvia: “Tengo 18 años”. La palabra cine siempre tiene ese efecto mágico y todos están de acuerdo en que ese es un gran plan, aunque no lleguen a cumplirlo porque, en este caso, todo está demasiado roto. Netflix lo hizo de nuevo. Como pasó con 13 reasons why la plataforma encuentra un tema que nos toca profundamente y nos pone a discutir como sociedad. Eso es potente. La ficción de “Adolescencia” comparte con la magistral Elephant, dirigida por Gus Van Sant, el llevarnos a pensar en el caldo de cultivo. Una vez más la responsabilidad recae inexorablemente sobre los adultos que criamos y educamos y, al mismo tiempo, sobre los que hacen políticas, los que crean plataformas y los que se supone que nos cuidan, entre varios etcéteras. Lo que me resulta más interesante es que en el golpe que nos propina también da pistas: el reencuentro posible, la escucha reinstalada, el plan que salva y las preguntas sobre cómo lo estamos haciendo, que deben llegar antes que aquellas referidas a cómo lo hicimos. Hacerlo mejor, hacer de la crianza una crianza poderosa, es contracultural y también a la vista de este relato, el camino es bastante claro: parar la pelota, mirarnos a los ojos, esperarlos hasta que hablen, abrir las puertas cuando todavía estamos a tiempo, sentarnos al lado, encontrar un tema compartido, sorprenderlos a la salida de la escuela aunque sea de tanto en tanto… sí, la crianza poderosa es contracultural en una sociedad que nos sobreexige y agota, pero si criamos y educamos tenemos que empezar a hacer algo para reencontrarnos. Los planes no pueden llegar cuando ya es demasiado tarde. Mariana Maggio Nota final. Creo que el tratamiento que la miniserie hace de la escuela a dos días del asesinato de Katie es profundamente injusto. Es posible que en las escuelas tengamos algunas dificultades para comprender rápido ciertas tendencias culturales, que nos cueste reconocer a cada uno en su complejidad y dolor, que nos pese el curriculum y la necesidad de no atrasarnos, entre muchas otras oportunidades de mejora. Sin embargo, como organizaciones complejas –-todas en esta sociedad lo son-– las escuelas son profundamente humanas y, me animo a decir, se encuentran entre las que más fuerza tienen a la hora de reconocer y sostener las tragedias chicas o gigantes de cada día, con espacios de escucha, de contención e intervención. Me tocó estar en la escuela el día después de la muerte de un compañero en un accidente. El silencio colectivo todavía me duele en el cuerpo cada vez que lo recuerdo.

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