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» El litoral Corrientes
Fecha: 23/03/2025 09:03
“La existencia de partidos políticos fuertes y de medios de prensa libres e independientes pueden estimular la participación, mientras que la existencia de complejas regulaciones para el desarrollo de la participación política tienden a desalentarla” La Argentina de Milei es un fenómeno complejo para analizar y corremos el riesgo, puestos en la tarea, de confundirnos con nuestros propios sesgos, o, literalmente, adoptar posiciones extremas que se relacionan con la ideología. La represión policial de la protesta social no es una tarea simpática, vaya que no. Pero, un estado debe salvaguardar el derecho de todos y en ese ejercicio, el manejo de la vía pública se vuelve clave. Sin embargo, los derechos civiles fundamentales están en juego en todo ejercicio de protesta política, garantizados por el ordenamiento jurídico argentino e internacional. Tenemos derecho a protestar, pero sin dudas que no tenemos derecho a romper y vandalizar el patrimonio público y privado, a través del ejercicio de la violencia. Lógicamente, nos estamos refiriendo a los derechos civiles en un estado de derecho, que supone democracia y república, no a un gobierno de facto ni a regímenes criminales que asolaron gran parte del mundo, y todavía lo hacen. Parece haber una frontera difusa entre protesta social y represión. ¿Cuáles son los límites de una y otra? En el ejercicio real de una manifestación, que lógicamente está protegida por la ley, ¿hasta dónde llega mi derecho? Puedo gritar consignas, llevar carteles, decir discursos, o también puedo agregarle la quema de autos, rotura de vidrieras, saqueo, ataque con piedras a la autoridad policial y toda suerte de actos violentos. “La protesta pacífica y el control estatal deben ser normales en una democracia. Pero, cuando el odio se instala entre los protagonistas, el gobierno y los manifestantes, el riesgo de los excesos existe”. Obviamente, la actuación policíaca también se sustenta en el monopolio de la fuerza pública, pero cual es su límite. Puede poner vallados, utilizar todo su equipamiento de prevención, pero también puede tirar gases lacrimógenos a la humanidad de la gente, o apalear innecesariamente a los participantes. Es ésta una temática que se produce en un gobierno como el de los libertarios, no ocurrió lo mismo cuando el kirchnerismo estuvo en el poder. En este último caso, los sacrificados fueron los ciudadanos en general, que fueron obligados a soportar los copamiento de la calle, ante una autoridad que sólo atinaba a mirar o proteger a los cortadores de calle. La profesionalización de la protesta se realizó, en esos tiempos, con fondos públicos. Los piqueteros se convirtieron en administradores de los plantes sociales, y a través de los mismos no sólo presionaban a la gente para participar sino que además incorporaban cuantiosos pesos a sus arcas o a la de sus organizaciones. Hoy también, lamentablemente, la sociedad sigue segada por el fanatismo en sus posturas. La objetividad se ha convertido en un insumo escaso, el pensamiento racional también. Si lo hacen los nuestros, está bien. Si lo hacen los otros, está pésimo. Ello tiene un ida y vuelta, y el estado, que es el que debería introducir racionalidad en el debate, se encuentra fuertemente instalado en una de las trincheras y desde allí lanza misiles verbales que agitan los ánimos. De qué otra forma puede analizarse la posición del presidente y de la propia ministra de seguridad, cuando festejaron, ¡sí festejaron!, el operativo del miércoles 12 que reportó heridos, uno de gravedad. Y lo hacen público, con felicitaciones mutuas, cómo si se tratara del triunfo del seleccionado nacional de fútbol. El estado debe ser, en tal sentido, imparcial, limitarse a cumplir con lo que es su deber, el control de la calle, el control de la protesta social. Resulta insólito y altamente provocativo que salgan los funcionarios a festejar. “Un presidente y su ministra de seguridad no pueden festejar públicamente el éxito de un operativo represión, es una provocación innecesaria”. Entre los extremos debemos movernos en la Argentina de Milei, aunque falten muchos capítulos para escribirse. Uno de ellos es la conversión de las estructuras estatales en aquello que se denomina un “estado policíaco”, dónde prevalecen la persecución política, el ejercicio de la fuerza como instrumento de política de estado, el cuestionamiento a las decisiones judiciales desde los sillones del poder, y el ataque constante a la prensa independiente. Desde el otro extremo, un estado de anarquía si prevalece el descontrol en la vía pública, con violencia, saqueos, y toda suerte de vandalismo. Tampoco ello es bueno. Entonces, descansa en los tres poderes del estado la actividad de equilibrio entre ambos extremos, separando el polvo de la paja, introduciendo tranquilidad dónde hay violencia, empatía dónde hay odio, poniendo a todos los argentinos de cualquier ideología bajo una misma bandera. Pero en estos tiempos, ello no es así, y cuando lo escribo me autocalifico de ingenuo. De un lado están los que aplauden los palos, los gases, los heridos, los muertos, y todo lo que conlleva la represión. Del otro los que simpatizan con la violencia, el saqueo, la quema de vehículos, y buscan las víctimas para sus propios fines políticos. Si tenemos que encontrar el dato objetivo para equilibrar posiciones, diríamos que debemos hablar de “estado de derecho”, tan vapuleado por ambas posiciones. Según un informe publicado recientemente por la Unión de Libertades Civiles por Europa, que contiene 1.000 páginas, desde hace varios años existe un deterioro del estado de derecho en países de la Unión Europea. Agrupándolos por características, están los países “estancados” (Grecia, Irlanda, Malta, Países Bajos y España), los “deslizadores” que son democracias modelo pero con descenso en determinadas áreas (Bélgica, Francia, Alemania y Suecia), y los “desmanteladores” que socavan permanentemente el estado de derecho (Italia, Bulgaria, Croacia, Rumania, Eslovaquia y especialmente Hungría). En todos lados se cuecen habas, también en Estados Unidos. “Tener que instalar un modelo de estado policíaco para sostener un modelo económico no es buena cosa. Tampoco lo es la vuelta a la privatización piquetera de las calles”. En un libro de mi autoría, dije que “para la vigencia de un verdadero orden democrático, el ordenamiento normativo cede su preeminencia a los valores internalizados por la sociedad y por las élites” (“Las zonas oscuras de la democracia”, 2020, pág. 131). ¿Qué quise decir? Que si importante es la vigencia del estado de derecho, los valores que tenga una sociedad y su dirigencia son fundamentales a la hora de respetarlo. Uno de los padres de la democracia liberal (que no es la de Milei), Alexis de Tocqueville (1805-1859), razonaba sobre las pasiones contrapuestas de los individuos en una sociedad, “son trabajados incesantemente por dos pasiones enemigas: sienten la necesidad de ser conducidos y las ganas de permanecer libres. No pudiendo destruir ni uno y otro de estos instintos contrarios, se esfuerzan por satisfacer ambos a la vez”. Creo que nuestra sociedad o parte de ella, se comporta con bastante hipocresía en función de manejar ambas pasiones. Discurren todo el tiempo sobre “viva la libertad, carajo”, pero aplauden y se congratulan por el crecimiento del autoritarismo y la imposición del pensamiento único de su líder. Mayor contradicción no se consigue. Creer que hay que ser cool para ser libres, es como creer que hay que comer porotos para tener ojos azules.
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