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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 22/03/2025 04:34
Edificios en ruinas, en medio de un alto el fuego entre Israel y Hamás, en Jan Yunis, en el sur de la Franja de Gaza El colapso del alto al fuego entre Israel y Hamás marca una nueva fase de la guerra en Gaza, una que está definida por el fracaso de la diplomacia, la escalada militar y las tensiones políticas internas. La primera tregua permitió la liberación de 33 rehenes israelíes, aunque ocho de ellos volvieron muertos, entre ellos la familia Bibas, cuyo integrante más pequeño, Kfir, tenía solo nueve meses. La imagen de un bebé asesinado en cautiverio se ha convertido en un símbolo de la brutalidad de Hamás y de la desesperación de Israel por recuperar a los rehenes que aún siguen en manos del grupo terrorista. La intervención del enviado estadounidense Steve Witkof buscó extender la tregua y negociar la liberación de al menos 10 rehenes más, pero se encontraron con la intransigencia de Hamás, que impuso condiciones imposibles de aceptar para Israel. Sin avances en la negociación, la respuesta israelí fue escalando de manera gradual: primero se impidió la entrada de ayuda humanitaria, luego se cortaron los suministros de electricidad y finalmente se reanudaron los ataques militares. A diferencia de la situación previa, en esta fase la estrategia de Israel cuenta con un respaldo internacional distinto. Mientras que la administración Biden presionó constantemente a Israel para que limitara su ofensiva y permitiera corredores humanitarios, la postura de Donald Trump es diametralmente opuesta. Trump ha dado un apoyo irrestricto a la ofensiva israelí, sin exigir limitaciones en sus operaciones militares. Además, la situación regional ha cambiado: Hezbollah ha quedado debilitado en el norte tras los enfrentamientos previos, y Estados Unidos ha pasado a una ofensiva directa contra los hutíes en Yemen, reduciendo el margen de acción de los aliados de Hamás en la región. Pero la situación se complica por un factor interno: los rehenes israelíes se han convertido en una instancia política central. La ofensiva militar busca desmantelar la infraestructura de Hamás, pero también debe considerar la preservación de los 24 rehenes que se cree siguen con vida y la recuperación de los cuerpos de otros 35 secuestrados que habrían sido asesinados en cautiverio. Cada operación militar debe calcular su impacto en estos objetivos, lo que limita la capacidad de Israel para actuar con total contundencia. Además, las familias de los rehenes han intensificado la presión sobre el gobierno, exigiendo resultados concretos y cuestionando la efectividad de las decisiones militares. A esto se suma la polémica en torno a Benjamin Netanyahu, cuya figura sigue dividiendo a la sociedad israelí. En 2023 intentó llevar adelante una reforma judicial que generó masivas protestas antes del ataque del 7 de octubre. Ahora, en plena guerra, busca desvincular al jefe del Shin Bet, argumentando que no puede confiar en él. Sus detractores lo acusan de intentar desviar la atención de su propia responsabilidad en las fallas de seguridad que permitieron el ataque de Hamás. El desenlace de esta nueva fase del conflicto es incierto, pero lo que está claro es que Israel enfrenta una de las pruebas más difíciles de su historia reciente. La noción de una “victoria rápida” se desvanece frente a la realidad de un enemigo atrincherado, una opinión pública global que no distingue entre agresor y víctima, y la constante presión de las familias de los rehenes. Pero Israel no puede darse el lujo de titubear. Su existencia depende de su capacidad de disuasión y de una respuesta firme ante el terrorismo. No obstante, la seguridad y la legitimidad de sus acciones también requieren un equilibrio: reducir al mínimo las víctimas civiles y evitar una crisis humanitaria de tal magnitud que termine volviéndose insostenible a nivel internacional. La respuesta a la amenaza de Hamas no solo tiene que ser militar, sino también estratégica. Israel debe actuar con determinación, pero también con la mirada puesta en el futuro. La clave es no solo acabar con Hamas, sino evitar que el ciclo de violencia se perpetúe. El sufrimiento de los civiles palestinos es un subproducto de esta guerra, pero debe recordarse que este sufrimiento es exacerbado por la radicalización de Hamas. El uso de los palestinos como escudos humanos y su manipulación por parte de un régimen terrorista son las causas principales de esta tragedia humanitaria. La solución no está en apaciguar a Hamas ni en ceder ante sus demandas, sino en desmantelar su estructura terrorista y permitir que los palestinos vivan en paz, sin la opresión de sus propios líderes. La comunidad internacional, en lugar de criticar a Israel, debe comprender la naturaleza del conflicto. La paz duradera no se logra solo con promesas vacías de cese el fuego, sino con un enfoque que respete el derecho de Israel a existir y se base en el desmantelamiento de las organizaciones terroristas que operan en Gaza. Los países que abogan por la paz deben reconocer que mientras Hamas siga existiendo, no habrá tranquilidad ni para Israel ni para los palestinos. La mediación internacional debe ser un puente para un acuerdo que permita a los palestinos vivir en libertad, sin el yugo de un grupo que solo los ha llevado al desastre. La guerra de Gaza es, por encima de todo, un recordatorio de la tragedia que ocurre cuando el terrorismo reemplaza al diálogo, y de que la supervivencia de Israel es una causa que no puede ser puesta en peligro. El verdadero desafío no es solo derrotar a Hamás, sino romper el ciclo de violencia antes de que otra generación quede atrapada en la misma tragedia. Israel debe encontrar la manera de ganar no solo la guerra, sino también la paz. De lo contrario, el eco de este conflicto seguirá resonando, como una herida abierta que el mundo se niega a cerrar.
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