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    » Diario Cordoba

    Fecha: 20/03/2025 04:25

    La historia, sobre todo cuando nos pone en el trance de comparar el pasado con el presente, está llena de paradojas que en realidad solo responden a la evolución humana, a meros saltos en el tiempo y las mentes que hacen a cada uno y en cada momento hijo de su tiempo. No es mi intención ponerme filosófica -doctores tiene la Iglesia- pero es que en los últimos días el azar me ha recordado cómo hemos cambiado desde el mundo antiguo al nuestro, que empieza a rozar la ciencia ficción. Total, nada, dos milenios que no son ni un nanosuspiro en el devenir del universo, pero suficientes para pasar de los ‘sirvientes mudos’ romanos a los asistentes virtuales, máquinas charlatanas a nuestro servicio en el hogar que ya mismo serán reemplazadas por otros artilugios más novedosos -si es que no lo están siendo ya, porque esto corre que corta-; chismes prestos a ofrecernos información, tiempo libre y lo que se les pida a cambio de vender nuestra alma al diablo tecnológico. El pasado sábado, en el Arqueológico, a los que nos apuntamos a una visita guiada nos fueron presentados con todos los honores, más que merecidos, los llamados «efebos de Pedro Abad», por haber aparecido en una finca de esa localidad, de donde la policía los rescató para el museo cuando estaban a punto de acabar en Catar vía mercado negro. Son dos magníficas esculturas de tamaño casi natural (de 1,40 y 1,22 metros), únicas en su dualidad entre las halladas hasta ahora, que lucen esbeltas y tan jóvenes como cuando entonces, allá por época altoimperial, gracias a la cirugía plástica que les han aplicado en el Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico. Pues bien, los efebos Apolíneo y Dionisíaco, así nombrados -o mejor dicho adjetivados- por los atributos que recuerdan al dios de la belleza y al del vino, al de la perfección y al de las ganas de vivir, respectivamente, eran dos figuras silentes -a ver si no, estaban hechas en bronce, aunque a veces se las vestía para mayor verismo- que portaban candelabros y bandejas en el ‘triclinium’ de una villa romana. Una importante se supone, ya que no todo el mundo podía presumir en sus comilonas de semejantes elementos de ostentación. Porque es lo que eran, una forma de deslumbrar al prójimo y subirse al carro de la moda. Más o menos como ahora, aunque en la era de la turbotemporalidad cibernética las modas y los usos sociales, en constante reciclaje, duren menos que un caramelo en la puerta de una escuela. Y en cuanto a lo de deslumbrar, efectivamente preguntar a un cacharro como Alexa o Siri y que te responda con más o menos coherencia -los criados robóticos son unos contestones- tiene su gracia. O la tuvo hasta que llegó el ChatGPT a nuestra vida para ponerla del revés, hasta el punto de que el futuro que se nos ofrece da pavor. De todo eso, de los pros y los contras de la Inteligencia Artificial y de ese horizonte cercano aunque parezca distópico que, empleado erróneamente o con fines perversos, puede conducirnos al abismo, se habló en un debate celebrado en el instituto Góngora dentro de ‘Los lunes de la Academia’. Sebastián Ventura, catedrático de Ciencias de la Computación e IA y José Carlos Ruiz, filósofo y comunicador, sin desdeñar las ventajas de un invento con el que se gana en productividad y menos costes, advirtieron del peligro de dejarse seducir por algoritmos que te roban la intimidad, venden falsedades indetectables como verdades absolutas y pueden suplantarte en tus propias narices si te descuidas. Frente a ello, alertan, solo cabe una educación en valores éticos, la legislación que ya está tardando y un pensamiento crítico que ponga las cosas en su sitio. A fin de cuentas, la IA está para servir, como los efebos.

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