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  • La paisajista involuntaria

    La Paz » Politica con vos

    Fecha: 16/03/2025 18:11

    De lealtades cambiantes, la ministra de Seguridad deja su sello de plazas valladas, balas de goma y gas pimienta en cada uno de sus pasos por la función pública. Por Ricardo Regendorfer La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, es una de las funcionarias preferidas del presidente Javier Milei. Y, desde luego, existen sobrados motivos para que él la considere su motosierra de carne y hueso. El más reciente fue haber conjurado a sangre y fuego el «complot» de las hinchadas futboleras y sus aliados tácticos, los jubilados, en la Plaza Congreso durante la tarde del pasado 12 de marzo. Su saldo: 115 detenidos y 50 heridos; entre ellos, el reportero gráfico Pablo Grillo, derribado por un cartucho de gas lacrimógeno que le disparó un policía en la cara, y que aún pelea por su vida. Pero, por las ideas de la libertad, «La Piba» –tal es el apodo de esa mujer casi septuagenaria– también es capaz de poner en riesgo su propio pellejo. Y lo demostró apenas unos días antes, al verse a punto de ser linchada por una horda de «inadaptados» en la ciudad de Bahía Blanca, a donde acudió sin otro anhelo que ofrecer a sus habitantes la solidaridad del Poder Ejecutivo ante el temporal que la devastó. Esa clase de situaciones cimentó el concepto que el líder libertario tiene de ella. Sin embargo, sobre la verdadera esencia de su alma nunca está dicha la última palabra. Bajo el signo de Tánatos Ya se han derramado ríos de tinta acerca de sus constantes arribos a todos los puertos posibles de la política. Claro que en su biografía hay otra recurrencia no tan explorada. Tanto es así que, si se resumiera su vida en solo tres pantallazos, semejante signo distintivo resaltaría con nitidez. Ese lugar común no es otro que la muerte. Un estigma que la acompaña desde su infancia, pasando por sus años juveniles y que aún persiste en su adultez. En este punto, resulta necesario situarnos en el aeropuerto marplatense de Camet durante el anochecer del 16 de enero de 1959, «Patus» –tal era su apodo a los tres años de edad– jugueteaba junto a la sala de arribos bajo la atenta mirada de sus padres, Alejandro Bullrich Almeyra y Estela Luro Pueyrredón de Bullrich. Esperaban a cuatro viajeros que llegarían en un avión procedente de Buenos Aires. A la hora indicada, emergió entre las nubes, y la niña brincó con alegría. Pero, sorpresivamente, el avión pasó de largo para estrellarse en el mar. No hubo sobrevivientes. Entre las víctimas estaba su abuelo materno, su tío, su tía y su primito de apenas seis meses. «Dios es incomprensible», le oyó decir a alguien durante las exequias en el cementerio de la Recoleta. Quizás recordara esa frase tres lustros después. A Patus ya le decían «Cali» en Montoneros, donde ostentaba el grado de «aspirante» en su aparato militar. Como tal, supo cumplir una modesta misión: relevar el flujo del tránsito en un tramo de la avenida del Libertador, días antes de efectuarse allí una acción armada sobre la cual ella no tenía datos. Pues bien, aquella acción fue, durante la mañana del 19 de septiembre de 1974, el secuestro de los empresarios Juan y Jorge Born, cuando circulaban en un automóvil junto al chofer y otra persona. La operación habría sido perfecta a no ser por un incidente: el intento del chofer de resistir con un arma. Eso le valió una ráfaga de metralleta que también abatió a la otra persona. El autor de los disparos había sido Rodolfo Galimberti (a) «el Loco», pareja de Julieta Bullrich, la hermana de Cali. Ya al anochecer, cuando Julieta, con el diario Crónica ante los ojos, vio la foto del hombre malogrado junto al chofer, palideció antes de exclamar: – ¡Mataron al tío Alberto! Patricia, entonces, quedó de una sola pieza. En rigor, se trataba de un tío segundo. Porque Alberto Bosch –un gerente del Grupo Bunge y Born– era hijo de una prima del abuelo muerto en la tragedia aérea de 1959. Dios es incomprensible. Ahora, es necesario otro salto en el tiempo. Era el 14 de diciembre de 2015 cuando, ya como flamante ministra de Seguridad del régimen macrista, envió a Jujuy un contingente de 150 gendarmes para desalojar un acampe. El asunto terminó del peor modo: 42 efectivos muertos al desbarrancarse en una ruta salteña el micro que los llevaba desde Santiago del Estero. En el velatorio de los desafortunados agentes del orden, al cual Bullrich no dejó de concurrir, el jefe saliente de esa fuerza, Omar Kannemann, le sopló a su sucesor, Gerardo Otero, una frase en voz muy baja: –Tenga mucho cuidado con ella. Otero, sorprendido, quiso saber la razón. Y la respuesta fue: –Porque esa mujer es yeta. Noche y niebla En la actualidad, Bullrich se ha convertido en una paisajista involuntaria. Para comprobarlo, basta con apreciar el vallado de chapones blindados que separa al Palacio del Congreso de la plaza homónima, ya que así ese tramo de la avenida Entre Ríos parece una postal de la última dictadura. Tal es su estilo; ella no deja ningún detalle librado al azar. Muchas conjeturas se han tejido sobre su carácter de tránsfuga polimorfa. Sí, polimorfa. Porque lo suyo no fue un giro súbito desde las filas de la tendencia revolucionaria del peronismo hacia la ultraderecha dura y pura, sino lo que bien podría considerarse una «sustitución escalonada de lealtades». Ese gradualismo, lejos de ser fruto de una visión ideológica cambiante, es la consecuencia de un ideal que mantuvo por medio siglo: la acumulación de poder, y como ladera del ganador de turno. Pero esto último con una salvedad: su ensoñación presidencialista en las elecciones de 2023, al decidir por primera vez no ser el garrote de otro. Claro que su magra cosecha en la primera vuelta (el 23% de los votos) hizo que tal ilusión se desplomara. Su resiliencia fue loable: tardó apenas unas horas en revertir este traspié, al iniciar su coqueteo con Milei. Así se convirtió en su disciplinadora de cabecera. Los chapones blindados en el Palacio del Congreso son el símbolo de su impronta. Una marca cincelada a cachiporrazos, balas de goma y gas pimienta por los mastines de las fuerzas federales a su cargo. Nunca, en los últimos 42 años de orden constitucional, hubo una oleada represiva de tal magnitud. Un proceder –ya naturalizado por el espíritu público– que incluye cacerías callejeras, golpizas sistemáticas a jubilados, hasta una niña gaseada y, el miércoles pasado, un intento de homicidio (el de Grillo). No le van a la zaga los casos de gatillo fácil, las detenciones antojadizas, las torturas en comisarías y el «engarronamiento» de inocentes. Pero lo más atroz de su gestión es su estructura de chiste. Porque la conducta de la ministra ha revertido eso de que «del ridículo no se regresa» (Perón dixit). Al respecto, solo en lo que va del año caben destacar sus proezas fallidas (como el secuestro de talco que ella confundió con cocaína), su apego hacia las operaciones de prensa más inverosímiles (como el video que difundió de cuatro «narcoterroristas» disfrazados de fumigadores) y sus ideas más disparatadas que todavía tiene en carpeta (como la creación de una unidad especial de agentes encubiertos y soplones). Alguna vez, el ministro de Defensa, Luis Petri, dijo de Bullrich: –Ella es una tremenda trabajadora. Pero la hacen equivocar. Le dan pistas falsas y la llevan a seguir líneas investigativas erróneas. Dicho juicio de valor quizás remita a una añeja cita del general alemán Kurt von Hammerstein, quien fue el jefe de la Wehrmacht en 1933 y el único militar del alto mando que se opuso al ascenso de Hitler. Este hombre, un gran conocedor del alma humana, solía decir que, tanto en el Ejército como en la función pública, hay cuatro clases de personas: «Los inteligentes, los trabajadores, los vagos y los tontos. Pero –agregaba– cada una de aquellas cualidades es concurrente con alguna otra. La mejor combinación, desde luego, es ser inteligente y trabajador. Aunque no hay que desdeñar a los inteligentes y haraganes porque tienen la claridad mental suficiente como para delegar tareas. Sin embargo, en los que nada se puede confiar es en los que son trabajadores y, a la vez, tontos, porque son capaces de perpetrar las calamidades más espantosas». A buen entendedor, pocas palabras.

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