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  • Nuestra poltrona

    » Diario Cordoba

    Fecha: 16/03/2025 08:17

    La retórica política muestra querencia por los asientos. Así como con la palabra «trono» se alude metonímicamente a la monarquía, con «poltrona» se apunta, en una democracia, a los cargos públicos que desempeñan los políticos. Con una diferencia notable entre ambos: mientras que el rey «ocupa» el trono, el político se «aferra» a su poltrona (o, si es parlamentario, a su escaño). Un rey no necesita amarrarse a un trono que sólo la muerte (o algún suceso improbable, tal vez en Botsuana) puede arrebatarle. El político, en cambio, tiene que «aferrarse» a él, debe casi atrincherarse, ya que el libre juego democrático (sustanciado en las elecciones) lo puede expulsar en cualquier momento para sentar en él a otro político diferente. Ninguna línea dinástica asegura su permanencia. Son extrañas las poltronas. En el mundo de los asientos ocupan el lugar de los anfibios, ya que en el curso de sus existencias están destinadas a sufrir una sorprendente metamorfosis. La poltrona sólo es poltrona a los ojos del político que aún no se sienta en ella; cuando finalmente lo hace, se transforma en un incómodo taburete. Quien aspira a un cargo público afirma que quien ahora lo ejerce se refocila en él, al gozar de las «prebendas» del puesto sin tener que soportar los trabajos que acarrea su desempeño. Para quien ocupa ya posiciones de poder, sin embargo, aquello sobre lo que se apoya es un anguloso taburete desde el que se desvive por mejorar las vidas de sus conciudadanos. Así pues, ¿poltrona o taburete? Todo depende de si desempeñas ya el cargo o todavía no. Con independencia de cuál sea la escurridiza naturaleza de este asiento, da que pensar que el eje sobre el que se articulan sus distintas manifestaciones (como poltrona o como taburete) venga definido por el trabajo. Pretendemos que nuestros políticos laboren sin descanso. Deseamos para ellos jornadas de cien horas semanales. El hecho de que salgan de vacaciones nos escama. No toleramos, en fin, que se apoltronen. Ya que somos nosotros quienes los hemos puesto en sus cargos (mediante el voto) y somos nosotros quienes pagamos sus salarios (con nuestros impuestos), esperamos de ellos una productividad casi infinita. Si fuéramos empresarios de verdad, y no meros votantes y contribuyentes, seríamos despiadados en nuestro trato con ellos. Por este motivo algunos de estos «trabajadores» tildan mendazmente de poltrones a sus rivales, vendiéndose a sí mismos como obreros poco menos que estajanovistas. Esta vinculación del cargo público al trabajo sobrehumano no es algo privativo de las democracias (baste recordar el esfuerzo descomunal que mantenía siempre encendida la «lucecita de El Pardo»), pero en ellas dicho nexo actúa como una especie de «test del algodón» con el que acostumbramos a medir la valía de nuestros próceres. Ahora bien, lejos de ser ésta –como la del anuncio– una prueba «que no engaña», se ha convertido en la principal herramienta de nuestro autoengaño. Les ponemos el listón tan alto que cuando se muestran incapaces de saltarlo nos congratulamos íntimamente de su fracaso. «Todos son iguales», nos decimos displicentes. Esa superioridad moral desde cuya altura los condenamos nos condena a nosotros mismos. Queremos que trabajen, pero nos hurtamos a nosotros mismos el trabajo extenuante de discernir ente unos políticos y otros, apoltronados en la pereza del «todos son iguales». Pero el hecho es que no todos son iguales. Distinguir a unos de otros: en eso consiste nuestro trabajo; desentendernos de él constituye nuestra poltrona. *Escritor

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