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» Diario Cordoba
Fecha: 15/03/2025 18:03
Un hijo pasa por varios estadios en su relación con el padre. Lo admira. Lo mata. Lo añora. Lo comprende. El eco mostrenco de las teorías de Freud no deja de asomar en mis palabras. Lo admira porque el padre es el héroe, el modelo. Lo mata, porque la propia personalidad se construye a la contra. Lo añora porque un día el hijo se encuentra ante el acantilado de la soledad. Lo comprende porque una mañana se ve padre a su vez. El último poema del último libro de Leopoldo se titula precisamente «La soledad». Supongo que no es fácil que un lector joven pueda proyectarse en él. El profesor Francisco J. Díez de Revenga lo clasificaría como «poema de senectud». A mi padre esa calificación no le gustaba nada, porque el poeta o es joven y descubre vida en la palabra o no es nada. En cualquier caso se trata de un poema de alguien que se siente vencido. La soledad es la conclusión de un recorrido largo: «Llegó la soledad, la perra vieja / que venía royendo un hueso pobre». Es un trago de sal que añade sed a una amargura añeja, una joya para un joyero de tristezas, un pájaro herido cuyos aletazos hicieron caer de su último nido. Una condena. «Llegó la soledad y no me he muerto. / La soledad me abre su desierto / y me quedo a vivir entre sus brazos». El poema cierra ‘Cuaderno de San Bernardo’, libro escrito en la habitación donde murió Maruja, su mujer por más de sesenta años. El sanatorio estaba en la esquina de la calle de La Palma con la que los madrileños fetén aún llaman Calle Ancha de San Bernardo. De ahí posiblemente su tono trágico. Es la conciencia de la soledad definitiva. En 1948, Gabriel Celaya publicó en su colección Norte, en San Sebastián, un libro de Leopoldo que se tituló ‘Huésped de un tiempo sombrío’. Y el siguiente, ‘Los imposibles pájaros’, concluirá que «Lo que he perdido nunca /volverá con las aves». La visión triste del mundo estaba ya en los primeros libros, tal vez con raíz neorromántica generacional, pero prosigue hasta el final de su vida como desencantamiento personal. Leopoldo era, en su transcurrir íntimo, una persona triste. No así al relacionarse con los demás. Virgilio, en la Eneida¸ se pregunta por qué un hombre insigne y piadoso tiene que sufrir tantas penalidades y continuos afanes. Leopoldo cargó sobre sí la ruina familiar en 1935, la derrota en la guerra civil, la cárcel y el campo de concentración, las dificultades económicas de la postguerra, la tristeza de un padre represaliado, el dolor de saber al marido de su hermana condenado a cadena perpetua. Por seguridad, ocultó su apellido Urrutia tras el De Luis segundo. Toda esa dura experiencia se vuelca en sus poemas y lo conduce, tras una escritura que navegó inicialmente por la sentimentalidad, a un existencialismo camusiano que, en ocasiones, se vistió de poesía social. Con los años, contempla la vida y el mundo desde el agnosticismo y el materialismo, con una fuerza ética indudable. Las distinciones o los premios (el Nacional de Poesía, el de las Letras Españolas, ser nombrado Hijo Predilecto de Andalucía, la Medalla de Oro de la Ciudad de Córdoba...) los recibió con agradecimiento, pero con sonrisa breve. Tal vez su mayor satisfacción fue ver los dos volúmenes de su poesía completa, publicados en la editorial Visor, aunque se despreocupó de la edición. «Era un trabajador infatigable: mañana y tarde en sus oficinas de seguros, la noche para leer y escribir» Siguiendo a su admirado Albert Camus, repetía que una conciencia existencialista no está reñida con una moral de coraje. Con él aprendí un pensamiento de otro cordobés, Séneca, para quien el verdadero fruto de las buenas acciones consiste en haberlas llevado a cabo, ningún premio digno se encuentra fuera de ellas. Cuando Leopoldo repetía en sus últimos años que su único mérito era ser un poeta que había resistido al tiempo, tal vez se vislumbraba el capítulo VII de ‘Sobre la brevedad de la vida’, donde Séneca afirma: «Porque un hombre tenga el cabello blanco y arrugas, no crea que ha vivido mucho, simplemente ha durado». Y otra máxima del latino pudiera describir a mi padre: «No es que tengamos poco tiempo, es que perdemos mucho». Era un trabajador infatigable: mañana y tarde en sus oficinas de seguros, la noche para leer y escribir. ¡Qué felicidad la mía cuando un sábado por la mañana me llevaba a pasear por la ciudad, que tan bien conocía, o a visitar algún museo! Conviene decir que ser hijo de poeta viene a ser, en lo sentimental, lo mismo que serlo de cualquier otro hombre. La relación no se establece entre el hijo y el poeta, sino entre el hijo y el padre, lo mismo a los 10, que a los 20, que a los 50 años. Tal vez exagere, puesto que yo figuro en su poesía desde el primer libro que firmase como Leopoldo de Luis, su libro más optimista, ‘Alba de hijo’. Antes había publicado como Leopoldo Urrutia, durante la guerra civil, cuyo trágico final marcó por siempre su carácter en cuanto derrota de sus empresas juveniles. Pero en casa, evidentemente, se hablaba de muchos otros temas de la vida diaria, más que de poesía. Aunque sí tuve la ocasión de compartir ratos con muchos escritores de la época, pues Leopoldo, persona muy cordial, mantenía numerosas relaciones, no sólo con aquellos que vivían en Madrid, sino en toda España, en el exilio o con poetas extranjeros. Eso sí, según iba yo creciendo, mi padre me hablaba de literatura o de filosofía y apreciaba que no coincidiéramos muchas veces en los juicios. Siempre le interesaron las opiniones más jóvenes. «Vivir la vida de Leopoldo era vivir una vida, no oscura, ...,, pero sí envuelta en una nube de tristeza» Vivir la vida de Leopoldo era vivir una vida, no oscura, pues fue luminoso, pero sí envuelta en una nube de tristeza donde había que buscar, como por un tupido cañaveral, la esperanza. En ‘El corazón en su sitio’, Gabriel Celaya incluye un poema titulado «A Leopoldo de Luis después de leer ‘Teatro real’», uno de sus libros más conocidos. El poema de Celaya termina: «[Leopoldo] creo en la libertad, y en el amor, y en todos / los excesos que provocan el milagro, / y quisiera que, por tristes, tus poemas fueran malos». Tristes, pero la esperanza siempre aparece al final de los escritos de Leopoldo pues, como dice uno de sus versos: «De las palabras crece un manifiesto / de sangre y de verdad. Una esperanza [...] / Cada día / trabajo contra el terco desaliento». Creo que en él había un sentido ético proveniente de la Institución Libre de Enseñanza. Aunque no asistió a ella, mi abuelo había sido alumno de krausistas como Adolfo Posada y le transmitió el pensamiento; en mí, sin duda, se aprecia el efecto de esa formación. Su poema más traducido, «Patria de cada día», respira moral institucionista y, frente al concepto franquista de la patria, resultó en 1957 incluso revolucionario. «Cada uno en el rumor de su talleres / a diario la patria se fabrica». Por lo tanto, no hay madre patria, porque la patria es hija nuestra, la elevamos nosotros cada día, como dice el poeta «Cada uno hace la patria / con lo que tiene a mano»: las herramientas, los propios materiales, la fatiga, el cansancio, la ilusión y «al fin, la rosa / de la esperanza aún en la sonrisa». Muchas mañanas, cuando estoy sentado a mi mesa de trabajo, interrumpo la lectura y me digo: «Voy a telefonear a mi padre». Iluso de mí. Lo siento vivo porque añoro su palabra. Entonces me levanto, tomo uno de sus libros de la estantería y leo. «Voy a volver a casa y me da miedo / si volveré al ayer o si no puedo / regresar al amor que allí tenía». Un inédito de Leopoldo de Luis En octubre de 1995, Leopoldo de Luis hace un corto viaje a Córdoba, probablemente invitado a leer poemas. En un cuaderno personal escribió: «Volver a Córdoba. Aunque no más de 24 horas. Pero siempre pleno de recuerdos, no de infancia, claro, sino de postguerra. Y de referencia familiares. Quizá me hubiese gustado vivir en una ciudad pequeña -Córdoba. Valladolid...- y la vida me arrojó al pozo sin fondo de Madrid. ¿Saldría hoy de aquí a gusto? Tal vez sí. Tal vez me refugiaría con agrado en un lugar pequeño, en un lugar que tuviese una medida más humana. Al pisar Córdoba de nuevo pienso en mi padre joven, con sus conferencias en el Círculo de la Amistad y sus artículos de periódico. Aquí escribió los pocos libros publicados. Aquí tuvo amistad con Julio Romero de Torres, con Eloy Vaquero, con Vicente Orty. En Granada con Agrasot. Aquí quedó limitada su vocación poética, a la que no volvió sino esporádicamente. Pienso en mi madre, llegada como joven desposada y madre reciente desde Castilla. Pienso en los meses de postguerra, con los dos y con mi hermana, refugiados y sin recursos. Cuando paso por la confitería de la calle Gondomar, donde mi pobre madre vendía sus cajitas de cretona, hechas a mano, para poder comer, se me saltan las lágrimas. Todo es un recuerdo vago, borroso. ¿Cómo se sustentaban? ¿Cómo vestíamos? Recuerdo poco los detalles vulgares y diarios, pero la memoria se me hace como una nube amarga que me envuelve y me hace llorar. ¡Cuánto sufrieron los dos! Desde 1935 todo fue penuria, escasez, modestia. Mi madre, sumando años y sin cesar en el trabajo de casa. Mi padre con escasos ingresos. La verdad es que tampoco mi hermana pudo ser muy feliz. De los cuatro, sólo yo he tenido -o estoy teniendo- una vejez holgada. ¿Qué he hecho para merecerlo? No soy mejor que ellos. Al contrario. Lo cierto es que este viaje a Córdoba me trae mucha pena, mucho recuerdo herido, mucho fracaso de vida pasada. Córdoba, donde nací, ¿por qué me mueve tanto a la tristeza? ¿Tal vez por eso mismo?». Suscríbete para seguir leyendo
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