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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 11/03/2025 12:37
Antiguos sepultureros del cementerio de la Chacarita. El cementerio nació por la necesidad de enterrar a las miles de víctimas por la fiebre amarilla. A principios de 1871, cuando las autoridades municipales de Buenos Aires reconocieron que las muertes repentinas de cientos de sus habitantes se debían a una epidemia imparable de fiebre amarilla, la ciudad acababa de pasar por brotes también fatales. En 1867, en lo que hoy es Parque Patricios, se había inaugurado el Cementerio del Sud de manera provisoria. Había que enterrar a los muertos del cólera, que arrasó a la población porteña entre ese año y el siguiente. La fiebre tifoidea golpeó a la ciudad inmediatamente después, en 1869. Y cuando el escenario parecía calmarse, a principios de 1871, la fiebre amarilla desembarcó en estas tierras. Empezaba por náuseas, dolor de cabeza, fiebre, la piel amarillenta y dolor muscular. Se agravaba cuando el paciente atravesaba momentos de delirio y se volvía irreversible cuando la persona sufría hemorragias internas, una falla hepática aguda y, enseguida, una falla multiorgánica fatal. Era frecuente, por esos días, abrir la puerta de una casa y encontrar a toda una familia muerta porque se había contagiado de ese mal que parecía arrasar con todo. A la Ciudad se le morían los habitantes a una velocidad imposible de contener, así que el Cementerio del Sud, que tenía lugar para 18.000 cuerpos y que ya venía albergando los restos de quienes habían muerto por otras enfermedades, se quedó rápido sin lugar. Tampoco había espacio en el Cementerio del Norte, el que hoy conocemos como Cementerio de la Recoleta, porque las familias más encumbradas de la Ciudad, casi todas con algún mausoleo allí, habían instado a los funcionarios porteños a que prohibieran el entierro de víctimas de la nueva epidemia en ese camposanto. Y lo habían conseguido. El Cementerio de Chacarita tiene 95 hectáreas, es uno de los más grandes del mundo. (Franco Fafasuli) Había que encontrarle una solución al amontonamiento de cadáveres que la fiebre amarilla producía día a día en Buenos Aires: la creación del Cementerio de la Chacarita iba a ser esa solución. Nacía así, aunque con pasos intermedios, el cementerio más grande de la Argentina y uno de los más grandes del mundo. 5 hectáreas que quedarían chicas El primer Cementerio de la Chacarita tuvo una extensión de 5 hectáreas y abrió sus puertas en abril de 1871. Funcionaba donde hoy funciona el Parque Los Andes, justo al lado de donde, hacia 1887, abriría sus puertas el Cementerio Nuevo en el emplazamiento que mantiene hasta hoy. La decisión fue instalar el nuevo cementerio -el “Enterratorio General de Buenos Aires”- en los terrenos de la Chacarita de los Colegiales. En rigor, “chácara” significa “tierra de cultivo” en quechua: de allí viene también “chacra”. Lo de Colegiales aludía a que en esa zona, las afueras de una ciudad que todavía estaba muy concentrada en su casco histórico, se llevaban a cabo las vacaciones de verano de los alumnos más encumbrado del Colegio Nacional de Buenos Aires. En las 5 hectáreas asignadas empezó a montarse lo que hoy se conoce como Cementerio Viejo. Ya había funcionado allí un enterratorio de los jesuitas, pero lo que se proyectaba ahora era un espacio mucho más grande que el de los religiosos -y mucho más chico de lo que sería el Cementerio de la Chacarita definitivo, pero para eso faltaba-. La fiebre amarilla resultó altamente mortal. Llegó a haber 700 muertos por día en el pico de la epidemia. Apenas inaugurado, el nuevo espacio destinado al enterramiento de cuerpos demostró lo necesario que era en una ciudad en la que la muerte no daba tregua. Los féretros empezaron a acumularse en los ingresos del camposanto, y llegó a haber hasta una semana de espera para los entierros por la enorme demanda y porque, al estar en contacto con esos cadáveres, muchos enterradores se contagiaban y morían rápidamente. Eso redundaba en que hubiera cada vez más cuerpos y menos trabajadores del cementerio. Como la fiebre amarilla resultaba muy contagiosa, cuando se detectaba una cuadra muy afectada por la epidemia, se desalojaba a quienes estuvieran allí, se los enviaba a una zona donde se concentraba a los enfermos, y se quemaban sus pertenencias. Era una de las decisiones que la Comisión de Salud porteña implementaba para intentar frenar la ola de muertes. Pero las víctimas fatales se multiplicaban. En el pico de la epidemia, llegó a haber más de 700 fallecimientos en un solo día en Buenos Aires, y hubo algunas semanas en las que no había menos de 500 muertes diarias. En ese escenario, además de más espacio para entierros, la ciudad necesitaba una logística aceitada para trasladar a sus fallecidos. Así nació el “tren fúnebre”. El viaje final El tren fúnebre, que después fue un tranvía, recorría seis kilómetros a lo largo de la calle Corrientes. La Estación Bermejo, en lo que hoy es Ecuador y Corrientes, era el lugar de partida: allí había un galpón al que llegaban los féretros del casco histórico porteño y de las distintas zonas que rodeaban esa parada. Había otras dos paradas, en Medrano y en lo que hoy es el cruce de la avenida con Scalabrini Ortiz, el corazón del actual Villa Crespo. La locomotora La Porteña, usada para trasladar cadáveres al cementerio de la Chacarita. En cada parada, el tren levantaba más cadáveres. Circulaba al menos una y hasta cinco veces por día, y alrededor de cada estación, como también de las pilas de ataúdes que podían acumularse en los ingresos del nuevo cementerio, el olor a cuerpos en descomposición invadía las calles. El tren tenía un último vagón en el que viajaban algunos familiares de los muertos para despedirlos en el cementerio. Algunas veces, tuvo que trasladar los cuerpos apilados y tapados con una lona porque, por la mortalidad de la epidemia, los ataúdes no daban abasto. El primer maquinista de La Porteña, la locomotora que trasladaba los cuerpos, murió apenas tres días después del viaje inaugural hasta el camposanto: se había contagiado de fiebre amarilla, tal como ocurría con los enterradores de Chacarita. El destino final de Gardel, Cerati y Gilda El Cementerio Nuevo, como había ocurrido con el del Sud, se saturó. La epidemia era implacable y esas 5 hectáreas quedaron chicas. Las autoridades porteñas estaban otra vez ante féretros que se apilaban en las inmediaciones del Cementerio Viejo, que ya no tenía espacio. Así que decidieron que ese camposanto debía ser clausurado y había que habilitar uno nuevo. Y mucho más grande. El predio elegido era inmediatamente al lado del que acababa de cerrarse. Ese terreno enorme, de 95 hectáreas, en el que ahora mismo funciona el Cementerio de la Chacarita. Fue el intendente Torcuato de Alvear quien designó al ingeniero y arquitecto Juan Antonio Buschiazzo para que se ocupara del diseño del nuevo espacio, que sería el definitivo. La intersección de las calles 6 y 33 en el cementerio de la Chacarita donde se encuentra el mausoleo de Carlos Gardel Buschiazzo, que había trabajado en el diseño de hospitales como el Rivadavia y el Durand, en iglesias como La Piedad, en lo que hoy es el Centro Cultural Recoleta y en el diseño de barrios como Saavedra y Villa Devoto, fue quien pensó la Chacarita con una estructura de diagonales y con un pórtico inspirado en la arquitectura de la Antigua Grecia. En ese pórtico, la entrada principal del cementerio, hay una representación escultural del Juicio Final. Con el correr de los años, la Chacarita se fue volviendo un reflejo de la historia de Buenos Aires. Como Argentina se consolidaba como el segundo país en cantidad de inmigrantes recibidos desde Europa, el gran cementerio empezó a reflejar la presencia de distintas comunidades. Hay, dentro de ese enorme terreno, un cementerio alemán, uno británico, uno francés, uno gallego y uno catalán, entre otros sectores dedicados especialmente a alguna colectividad que se hizo fuerte en la ciudad. Se convirtió también en el destino final para integrantes de la Policía Federal y de las Fuerzas Armadas: tienen allí reservado su espacio. También hay un Panteón de Actores y de artistas vinculados a Sadaic. La tumba célebre más visitada es la de Carlos Gardel, aunque también tiene mucho público el espacio reservado a Gustavo Cerati. Estuvieron allí Pappo, que luego fue cremado, y Juan Domingo Perón. Su traslado a la Quinta de San Vicente, la casa a la que iba a sentirse en la pampa húmeda, se produjo en 2006 en medio de un tiroteo entre facciones sindicales. Están allí los restos de Alfonsina Storni, Roberto Goyeneche, Osvaldo Pugliese y Gilda. El Cementerio de Chacarita, que se conocía entre la población como Cementerio Nuevo, se llamó oficialmente Cementerio del Oeste. Pero como con el correr de los años la alusión a Chacarita no se disolvía, en 1949 una ordenanza le puso oficialmente el nombre que tiene hasta hoy y con el que es conocido popularmente. Para ampliar la capacidad, a mediados del siglo XX se construyeron nueve galerías de nichos. Crédito: Sabrina Candrea A la gran obra arquitectónica de Buschiazzo y a los mausoleos que cada familia iba instalando se sumó, a mediados del siglo XX, otra enorme obra para ampliar la capacidad del camposanto. Estuvo a cargo de Ítala Fulva Villa, que ideó un enorme sector subterráneo en el que se diseñaron grandes galerías para nichos. Ese sector, que fue cavado y permanece a cielo abierto, es alcanzado por la luz natural y se consideró una obra brutalista de gran modernidad al momento de su construcción. Entre quienes colaboraban con la arquitecta estaba Clorindo Testa. El cementerio tiene el único crematorio de la Ciudad y tiene una superficie que prácticamente duplica la del emblemático Père-Lachaise, de París. Es, además del emplazamiento de muchas despedidas y de muchas visitas al lugar de descanso de un ser querido, un atractivo turístico para miles de personas cada año. Nació como un recurso provisorio ante una epidemia y, en su versión (muy) extendida, quedó instalado hasta hoy en el barrio al que le da nombre.
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