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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 04/03/2025 03:07
El joven cuando dio la vuelta al mundo “Querido papá, siento marcharme sin decir adiós, pero si te lo hubiera dicho no me habrías dejado partir. Quiero darte las gracias por haberme criado como lo has hecho. Creo que ningún padre lo hubiera hecho mejor. También lamento haberme llevado algunas de tus pertenencias. No se preocupen por mí, todo saldrá bien. Los extraño y los quiero mucho. Besos y abrazos, Robin”. Era el año 1964 cuando Lyle Graham, el padre de Robin Lee, encontró esta carta en la casa donde vivían en Hawái. Sin el permiso de sus padres, con dos amigos y solamente 15 años, su hijo le anunciaba en ese papel, de puño y letra, que se marchaba a navegar por el mundo. Por suerte, por distintos motivos, los adolescentes debieron posponer su aventura. Los padres de todos respiraron aliviados. Pero Lyle había recibido el mensaje con claridad: su hijo estaba determinado a concretar su sueño. Sabía que si no lo ayudaba a hacerlo bien, “Robin se escaparía con un bote pinchado”. Habló con su mujer y decidieron ceder. Compraron, por unos 8.000 dólares de la época, un velero de 7 metros de eslora y se lo regalaron. El joven lo bautizó Dove, paloma en inglés, y se preparó para la aventura de su vida. El miércoles 21 de julio de 1965, el adolescente se lanzó al mar en su velero. Iba con sus escasos 16 años y dos gatos como tripulantes eximios: Joliette y Suzette. “Solo quería estar a mi aire y explorar”, diría años después para justificar su osadía. Zarpar a la aventura Robin nació el 5 de marzo de 1949 y desde la infancia se mostró como un ser sumamente inquieto. Con solo seis años de vida su padre, constructor avezado y fanático navegante, lo introdujo en el mundo náutico cuando vendió todo lo que tenía para llevar a su familia a surcar los mares durante tres años. Al término de la experiencia volvieron a vivir a Honolulu, en Hawái. Robin disfrutó tanto de ese período de su vida que, al llegar a su adolescencia, no pudo acostumbrarse a la vida convencional. Todo le parecía aburrido. Estaba desesperado, no era feliz. Se sentía enjaulado en el aula bajo las reglas sofocantes de esa institución llamada colegio secundario. Le repetía a su padre Lyle que necesitaba la libertad del mar y que soñaba con dar la vuelta al mundo. Había hecho un intento de salir a navegar con amigos pero falló. Su padre lo incentivó a volver a las aguas Cuando llegó el día, ese verano de 1965, partió del puerto de San Pedro, en Los Ángeles, California, con rumbo hacia Hawái. Dos semanas después tuvo lugar la primera parada en el cruce del Pacífico, en el atolón de coral de la isla Fanning. Un sitio curioso que forma parte de las llamadas Islas de la Línea y que no supera los tres metros sobre el nivel del mar. La siguiente escala sería en Pago Pago, capital de Samoa Americana, pero no logró llegar. Una feroz tormenta se interpuso en su camino. Se las tuvo que ingeniar para refugiarse en Apia, en Samoa del Oeste. Había conseguido sobrevivir, pero los vientos y el oleaje habían dañado gravemente su embarcación. Repararla fue una tarea que demoró cinco meses. Cuando pudo retomar su ruta marítima llegó a Pago Pago, pero allí debió esperar a que pasara la temporada de huracanes. El 14 de septiembre el solitario Robin finalmente arribó a Ala Wai Harbor, en Honolulu. Un sitio conocido para él. Con el paso del tiempo y enterado el mundo de la aventura que había emprendido ese chico intrépido, de cuerpo dorado y pelo desteñido por el sol, la revista National Geographic se mostró interesada por él y por su historia. Su padre hizo de nexo y el joven comenzó a contar su travesía en las páginas de la célebre publicación que ilustró un par de sus tapas con la imagen del adolescente. Lo que Robin contaba era el sueño de muchísimos otros y despertaba tanta admiración como curiosidad. El viaje de Robin era la concreción de su gran sueño, pero no sería en ningún momento una tarea fácil. Enfrentaba a diario numerosas dificultades. Vientos salvajes, rotura de mástiles, cansancio y aislamiento. “La soledad y la fatiga eran tan inmensas, reconoció años después, que casi me hacían gritar”. Un amor como ancla El 1 de mayo de 1966 Robin encaró hacia Tonga, una de las islas de la polinesia en el Pacífico Sur. El 21 de junio continuó hacia las Fiji y llegó a su capital, Suva. Isla tras isla, aventura tras aventura. Fue justo en esa etapa del viaje que conoció a quien sería su mujer para toda la vida: Patti Ratterree. Una relación que persiste. Robin y Patti La joven era de California (ambos habían crecido a 30 kilómetros de distancia) y tenía 22 años, cinco más que Robin. Patti venía de viajar como mochilera por Panamá, las islas Galápagos, Tahití y estaba cansada de los hombres poco interesantes que había conocido en su periplo. Cuando Patti llegó a Suva empezó a trabajar en un pequeño crucero. Un día, caminaba por la ciudad de Lautoka, cuando un amigo la invitó a que lo acompañara a conocer a un chico llamado Robin que estaba dando la vuelta al mundo solo. Le pareció buena idea y fue. Enseguida quedaron encandilados el uno con el otro. Robin, deslumbrado por Patti, se subió a una palmera para bajarle un coco. Ella recuerda haber pensado que ese chico estaba loco, pero era muy divertido. Años después Robin dijo rememorando esa tarde: “Ella se veía maravillosa. Estaba usando un vestido isleño azul brillante, muy femenina. Tenía el pelo decolorado y largo sobre los hombros”. Patti era de su misma estirpe aventurera. Buscaba adrenalina y una vida natural. Ella se movía a dedo y se las ingeniaba para vivir de los distintos trabajos que iba realizando. La idea primigenia de Patti era llegar a Australia. Hija de padres divorciados y con un hermano discapacitado, aseguraba por entonces querer casarse pasados los 30 años y expresaba que su deseo era que su matrimonio durara para siempre y fuera la base de una linda familia. En el segundo que conoció a Robin, todo se precipitó. Eran dos jóvenes que habían salido en busca del universo, que se habían encontrado en el paraíso y que se rendían ante ese amor súbito y total cosido por idénticos deseos. Viajaron por el Pacífico durante cinco semanas. Robin empezó a dudar si continuar o no con su planeado viaje. Patti lo convenció para que siguiera el camino de los sueños. Se separaron enamorados, pero dispuestos a seguir encontrándose. Si Patti sembró dudas en el espíritu de Robin sobre la vuelta al mundo, lo cierto es que terminó siendo la vela madre de toda su existencia. Distracción y casamiento salvaje Soltaron anclas y, mientras Robin continuó con su vuelta al planeta Tierra, Patti persistió viajando e intentando encontrarlo en los puertos que siguieron. Se mantenían comunicados y en estrecho contacto, como podían en esa época sin tecnología. Robin tenía compromisos con National Geographic y su padre era el nexo y su guía. La relación amorosa de Robin con Patti comenzó a generar resquemores entre Robin, Lyle y esos acuerdos contraídos para sustentar el viaje. El padre y los empresarios periodísticos creían que el amor podría distraerlo de su objetivo principal. Pero Robin no cedió: seguiría con el viaje y con Patti. El adolescente siempre había sido inmanejable. Y la pareja estaba profundamente enamorada, cada vez se extrañaban más. El viaje de Robin Graham en la tapa de National Geographic El 22 de octubre de 1966 Robin puso proa hacia New Hebrides (lo que antes eran llamadas las islas Vanuatu) y cuatro días más tarde amarró en Port Vila. En noviembre llegó con su balandra a las islas Solomon. Marzo de 1967 lo sorprendió en Nueva Guinea y el 4 de mayo ya en Darwin, al norte de Australia, desde donde arrancó otra vez en julio. Esta vez navegó de un tirón 18 días y recorrió unos 3.500 kilómetros en dirección a las islas Cocos, en las Seychelles, en el Océano Índico. En ese trayecto, una noche en medio de la oscuridad, estuvo a punto de chocar contra un enorme barco a vapor. “Estuvo tan cerca de pasarme por arriba que podría haber estirado mi mano y tocarlo”, contaría. Pocas horas antes de llegar a su nuevo destino, la embarcación quedó destruida por una breve pero poderosa tormenta. Los vientos traicioneros del Índico quebraron su mástil y arrojaron a Robin por la borda. Casi le costó la vida pero retomó las riendas y como pudo navegó 4.300 kilómetros más. Consiguió arribar a Port Louis, en Mauritius. Luego de las reparaciones necesarias recondujo su camino hacia la isla Reunión para continuar días después hacia Durban, en Sudáfrica, a donde llegó el 21 de octubre. Robin se quedó nueve meses en ese país. Se encontró allí con su novia Patti y lo recorrieron por entero. Decidieron casarse en Ciudad del Cabo cuando ya corría el año 1968. La luna de miel fue en el Parque Nacional Kruger entre leones, búfalos, leopardos y elefantes. Nada mejor, para los locos de la naturaleza, que festejar entre animales. Sus recorridos por el país africano lo hicieron en una motocicleta a la que bautizaron Elsa. Después de casarse, Patti decidió que era buen momento para escribirle a los padres de Robin una larga y amigable carta sobre el viaje y sus objetivos. Fueron doce páginas que acercaron emociones y acortaron distancias. Pero lo cierto es que a Robin todavía le faltaba un buen trayecto para cumplir con su objetivo de dar la vuelta al mundo. Cruzar el Atlántico En julio de 1968 Robin partió desde Ciudad del Cabo hacia el norte de Sudamérica. El doce de octubre, después de una parada, retomó el viaje hacía la isla de Barbados, en pleno Mar Caribe. Allí tuvo que cambiar su embarcación. Usó el dinero que había obtenido del National Geographic. Pasó a una nueva, más grande y moderna, de 10 metros de eslora. A este bote lo llamó El regreso del Dove. Lo estrenó yendo a Saint Thomas donde vendió el viejo Dove que quedó navegando por la zona hasta que, en 1989, lo hundió el Huracán Hugo. Robin siguió adelante con su loca brújula, en su nueva casa flotante. El 28 de noviembre de 1969 arribó al archipiélago de San Blas, en Panamá. Dedicó un par de meses a explorar esas islas. En la parte final de su viaje Patti se sumó a la expedición. Luego de Año Nuevo cruzaron el Canal de Panamá y llegaron a Balboa el 17 de enero de 1970. Visitaron las Islas Galápagos y, el 25 de abril de ese mismo año, amarraron su barco en el destino final: Long Beach, California, Estados Unidos. Robin había completado la vuelta al mundo. Habían pasado 1.739 días, 56.671 kilómetros, dos barcos y tres mástiles. Los gatos con los que había comenzado ya no eran los mismos. Suzette había dejado sorpresivamente la embarcación en Pago Pago y Joliette había caído bajo las ruedas de un camión en Fiji. Terminó el viaje con otras tres gatos: Kili, Pooh y Piglet. Robin acababa de cumplir 21 años y Patti portaba una panza gigante de un embarazo de siete meses. Llegaron a Los Ángeles para instalarse. Solamente siete semanas después nació la primera hija de la pareja: Quimby. La domadora de vientos internos Robin estaba un poco enojado con el apuro que había impreso su padre, en la fase final, para que concluyera su viaje. Eso los había terminado por distanciar afectivamente. Para colmo, su regreso a tierra, no fue lo esperado. No se sentía del todo cómodo con la atención de la prensa y tan cerca de la ciudad. Le habían otorgado una beca así que ingresó a la Universidad de Stanford. Después de seis meses abandonó los estudios. No era para él. Estaba absolutamente deprimido. El retorno lo había desestabilizado por completo. Tenía 21 años, era marido y padre y estaba rodeado de fanáticos que querían saber de sus aventuras y de sus años viajando por el mundo. Se sentía tremendamente abrumado. Esta tormenta no era de las que él estaba acostumbrado a capear. Era la más brava de todas las que había enfrentado a solas sobre el mar. El libro de la aventura de Robin Graham Una tarde Patti lo encontró sentado en el muelle de la marina de Long Beach. Tenía un arma entre sus manos. Estaba dispuesto a quitarse la vida. Ella se la arrebató y la arrojó al agua. Se abrazaron y lloraron con desesperación. Supieron de inmediato que debían hacer algún cambio drástico. Esa vez la que tomó el timón de sus vidas fue Patti. Vendió el auto Maverick que les había entregado la compañía Ford y, junto con parte del dinero que tenían de la venta del segundo barco, planeó un traslado a un sitio tranquilo y con tanta naturaleza como a la que se habían acostumbrado. Primero pensó en el estado de Colorado, pero después le hablaron de las maravillas de Montana. De sus bosques, de sus montañas y de sus lagos. Decidió que ese sería el lugar perfecto. Compró una van y partieron los tres con rumbo a la población de Kalispell, al borde del lago Flathead. Allí construyeron primero una pequeña cabaña de troncos y, con el tiempo, hicieron otra más grande. Cuando Robin terminó de hacer el techo de la segunda, cinco años después, ya era un constructor consumado. Podrían vivir de esas habilidades. Robin encontró en la carpintería con la que construía casas y muebles un oficio rendidor, que lo hacía sentirse pleno otra vez. Habían empezado una nueva vida en medio de las montañas y los duros inviernos de Montana donde recobraron el gusto por los desafíos de la naturaleza. Las reuniones en la iglesia carismática fueron también un buen refugio para la pareja para recuperar la esperanza. Unos años después llegó el segundo hijo a completar sus vidas: Ben. De Dios y de ateísmo En Montana la pareja sintió que de alguna manera habían renacido al cristianismo. Habían empezado a incursionar en el tema por una prima de Patti y terminaron sumamente interesados en el estudio de los textos bíblicos. A Robin las plegarias le recordaron aquellas escenas familiares como cuando, antes de salir a dar la vuelta al mundo, su tía lo hacía rezar con ella. Eso les devolvió la paz. Sin embargo, Robin admite: “Para ser realmente transparente, yo soy ateo. Encuentro lo que venero en la naturaleza, en algunos momentos con extraños, en el amor. Quizá porque no creo en Dios, estoy fascinado por aquellos que sí lo hacen y, muchas veces, los envidio”. La película filmada sobe el viaje de Robin Graham y su historia de amor con Patti Según una periodista y navegante que los entrevistó en Montana está claro que la religión fue uno de los pilares que salvaron la vida de Robin y el matrimonio. No importa cuanto crea él realmente, la oración ayudó y él lo acepta. Robin recuerda que, aún en medio de su ateísmo, cuando navegaba alrededor de los continentes, en una gran tormenta en Madagascar rezó como le había enseñado su tía. Cuando despertó, el mar estaba en completa calma. La relación de Robin con su padre, aquella que se había resentido con el comienzo del romance con Patti, empezó a sanar en 1982 cuando tuvieron la oportunidad de trabajar juntos en la construcción de un barco. Tenían que navegar desde Dana Point en California a Hawái y su padre fue parte de la tripulación. Dijo Robin sobre el tema: “Sé que él siempre tuvo buenas intenciones. Creyó que lo mejor para mí era cumplir el objetivo y terminar el viaje. ¡Y lo fue!”. Las heridas estaban curadas. Así fue que Lyle ayudó a Robin a terminar de edificar las cabañas familiares en Kalispell. Lyle reconoció que Patti y Robin eran exactamente el uno para el otro. Volar también existe En 1972 Robin publicó un libro sobre su viaje al que tituló como a su primera nave: Dove. En 1974 se estrenó una película inspirada en su historia. En 1983 siguió otro libro llamado Home Is The Sailor. El segundo barco que usó Robin fue restaurado por Mark and Beverly Langley en el año 2000 y se cree que todavía flota por las aguas de Hawái. Cuando le preguntaron a Robin si en algún momento soñó con volver a acometer otro viaje importante sobre el mar, expresó: “Solía pensarlo, pero pasar largos períodos haciendo nada literalmente… ¡No sé dónde pondría todas mis herramientas de carpintero dentro de un bote!”. En su renovada vida cotidiana Robin siguió necesitando de la adrenalina de los riesgos. Si esquiaba, quería hacer la bajada más difícil; si hacía windsurf, pretendía volar con los vientos más fuertes. Arriesgado como era una vez se le dio vuelta el catamarán en el medio del lago y Patti cayó al agua. Anécdotas que resultaron menores. Cuando los chicos eran pequeños solían meter un colchón a la fuerza en la parte trasera de la camioneta para poder viajar los cuatro juntos y dormir en cualquier lado. En uno de sus viajes en barco llegaron hasta Puerto Escondido, en México, donde se vieron rodeados por ballenas en un mar furioso: “¡Los chicos no estaban tan contentos con esa idea!”. Porque no tener miedo es algo que solo le ocurre a Robin. Él es de esos hombres de esqueleto temerario a los que nada hace mella. Lo que al resto de los mortales nos podría hacer temblar de pavor, a él no lo inmuta. Ni la noche, ni la soledad, ni olas de cinco metros en un océano indómito, ni tiburones o gigantescas orcas acechando. Quizá sea por eso que decidió comprar un aeroplano y aprender a volar. Patti relata que “cuando Robin tuvo su aeroplano nos enloquecía volando alrededor del valle. A él le gusta tener objetivos, le gustaba volar a Tennessee o a California y, también, ama trabajar”. Su avión era un Taylorcraft de dos asientos construido en 1947. Encender el aeroplano no era una tarea fácil: tenía que hacerlo a mano con el cuerpo desde fuera de la cabina. “Imaginá que tenía que subirse al avión en pleno movimiento, colgando de un ala mientras el aparato iba en círculos, Era gracioso y arriesgado”, explica Patti, “Eso es lo que amo de él, pero también puede ser aterrador”. La cabaña que construyó Robin Graham Hoy en Montana Robin sigue navegando con su embarcación Magnolia de seis metros de largo y construida completamente en caoba. Fue él mismo quien la restauró puntillosamente. Patti y Robin llevan 57 años de casados. Quimby, su hija mayor está casada con Doug, con quien tiene dos hijos, Luka (quien entrena para ser parte de la Fuerza Aérea y estuvo destinado en Camboya) y Annika. Ben, el menor, se casó con Maggie y tuvieron a Isaiah, quien hace poco se mudó a vivir cerca de su abuelo Robin. Se instaló en una de sus cabañas, trabaja en el restaurante local y, también, está seriamente involucrado en el grupo de la iglesia. Luke confiesa que a él también le encantaría comprarse un barco y vivir a bordo. Por eso, para todo, consulta a Robin quien en breve cumplirá los 76. Robin tiene guardados sus diarios de navegación. Las páginas se ven amarillas por el paso del tiempo. Ahí están todas sus anotaciones que remontan a la aventura que sorprendió al mundo. En una de esas páginas se lee en letras mayúsculas: SIN VIENTO POR 9 DÍAS. Robin insiste en que “lo importante es perseguir los sueños. Puedes no conseguirlo, pero lo importante es intentarlo”. Agrega sin pudor que “sin Patti, no sé si lo hubiera logrado. Ella era mi motor”. Ella se ríe y dice que él es un “hombre salvaje que nunca experimenta miedos”. Patti sabe muy bien que siempre ha sido el ancla de Robin en el universo.
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