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    Usuhahia » Diario Prensa

    Fecha: 13/02/2025 20:10

    Parte 2 | Héroes anónimos, patriotas desconocidos La Antártida Argentina forma parte del patrimonio cultural e identitario de cada ciudadano de nuestro país, desde la infancia misma, cuando en las aulas se trabaja con la silueta cónica de un territorio que se sabe lejano, gélido y propio. En concordancia, forman parte del calendario de conmemoraciones fechas como el 22 de febrero, Día de la Antártida o el 21 de junio, en que se alude al Día de la Confraternidad Antártica. Para ilustrar a nuestros lectores sobre la historia de aquel pedazo de suelo en el que un grupo de civiles y militares a diario ratifican soberanía con su presencia, Diario Prensa Libre invitó al especialista en temas antárticos, docente y militar retirado, Alejandro Bertotto, a compartir sus conocimientos. El 18 de enero de 1972, 34 hombres desembarcaron en la Antártida con la misión de trasladar carga desde el rompehielos San Martín hasta la Base Belgrano. Después de instalarse, iniciaron la primera patrulla el 8 de febrero con el objetivo de llegar a la desactivada Base Sobral, a más de 400 kilómetros al sur. Cuatro vehículos snowcat fueron alistados para la travesía, entre ellos el «Chaco», conducido por el sargento ayudante mecánico Bladimiro Lezchik y acompañado por el sargento Oscar Kurzmann. Poco antes de la medianoche, a unos 70 kilómetros de la base, el «Chaco» desapareció en una grieta. El equipo escuchó los gritos de los ocupantes, pero al llegar al lugar, Kurzmann estaba gravemente herido y Lezchik, aunque con vida, necesitaba rescate. La situación era desesperante. Alguien del grupo, el sargento Domínguez, se ofreció a bajar encordado para intentar un rescate. Colocaron tablas sobre el boquete y lo descendieron con cuerdas de nylon, pero al llegar al límite de la cuerda, el militar gritó que todavía no alcanzaba a los caídos. Se agregaron dos tramos más y finalmente llegó hasta el snowcat, destruido y a unos 60 metros de profundidad. Domínguez confirmó la muerte de Kurzmann y se centró en salvar a Lezchik, un hombre corpulento de 1,92 metros. A pesar de estar mal herido y casi congelado, pudo pasarle un brazo sano por el cuello a su rescatista y ser izado con dificultad. En la superficie, le administraron morfina, inmovilizaron su hombro y le dieron 30 puntos de sutura sin anestesia. Tenía hipotermia y su vida corría peligro. Mientras Lezchik era asistido, el teniente Juan Carlos Videla y Leonardo Guzmán descendieron para recuperar el cuerpo de Kurzmann. Constataron que su cabeza estaba aplastada y la cubrieron con la capucha de su campera. Durante la maniobra de izado, la cuerda se cortó y el cuerpo cayó al vacío. Con temperaturas de -20 °C, el jefe de patrulla evaluó dividir el grupo, pero finalmente ordenó el regreso. Se improvisó una cruz de madera, se colocaron jalones para marcar el lugar y nueve hombres, abatidos, partieron hacia la base. Recién el 25 de febrero, cuando el clima lo permitió, pudieron regresar. Llevaron un féretro de madera, pero al llegar encontraron la grieta cerrada. Intentaron abrir nuevos agujeros y descendieron un farol, que estalló por la diferencia de temperatura. Nada más podía hacerse. En noviembre de 1972, se erigió un monolito con un tambor de combustible lleno de hielo y una cruz de metal asegurada con cables de acero. Para la patrulla, aquello fue premonitorio: días antes, Kurzmann había confesado a Fontana que, si moría, quería descansar en la Antártida. Su deseo se había cumplido. El regreso a Ushuaia fue en un rompehielos, seguido de un vuelo a El Palomar. Las familias esperaban ansiosas en el aeropuerto. La esposa de Lezchik preguntaba por él a cada hombre que descendía del avión. «Sí, sí…», respondían con evasivas. Finalmente, él apareció. Barba crecida, irreconocible, pero vivo. Su esposa y sus hijos corrieron a su encuentro. Hubo besos y abrazos. La vida continuaba. Lezchik terminó su vida como pastor evangelista junto a su esposa, difundiendo la palabra de Dios. Su destino, sin embargo, lo alcanzó en otro accidente: viajaba hacia un acto religioso cuando un camión cargado de soja no pudo frenar a tiempo. Esta vez, al volante, murió instantáneamente.

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