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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 12/02/2025 08:34
Magalí Cometti tiene 36 años y creció en el barrio porteño de Caballito Cuando Magalí Cometti (36) comenzó a estudiar japonés, nunca imaginó que ese pasatiempo la llevaría al otro lado del mundo. En ese momento tenía 21 años, cursaba Derecho en la Universidad de Buenos Aires y trabajaba en una fiscalía federal. En su rutina, el japonés apareció casi por azar. “En realidad yo quería estudiar alemán porque mis abuelos son de allá. Pero el instituto me quedaba a una hora y media de distancia de mi barrio. Justo se lo comenté a una amiga y ella, fanática del animé y del manga, me convenció para que estudiáramos japonés juntas. Averigüé y resultó que la academia quedaba a solo cinco minutos a pie de mi casa", cuenta entre risas a Infobae. Lo que comenzó como una decisión práctica se convirtió en una pasión que mantuvo durante diez años. Una vez por semana, mientras memorizaba artículos del Código Penal, Magalí asistía a la Escuela Argentino Japonesa donde, además de aprender el idioma, podía sumergirse en la cultura nipona a través de clases de cocina, de ikebana (NdR.: arte de los arreglos florales) y otras actividades. “Entre todas mis responsabilidades, estudiar japonés se convirtió en un espacio de disfrute y desconexión”, recuerda. Durante ese período, Magalí viajó a Japón dos veces: la primera, en 2011, recorrió el país durante 45 días con dos compañeras de curso. La segunda, en 2015, con su madre. Cinco años más tarde, en 2020, se postuló para una beca que ofrecía el Ministerio de Educación de Japón, a través de su Embajada en Argentina, para hacer una maestría en Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Finalmente, tras un año de trámites y un arduo proceso de selección, fue elegida para cursar en la Universidad de Waseda, una de las más prestigiosas de Tokio. Magalí junto a sus compañeros de clase en una excursión que realizaron al Ministerio de Justicia de Japón Un “choque” de culturas Magalí aterrizó en Japón en abril de 2023. Además de las 12 horas de diferencia, el impacto de la llegada fue inmediato. “Cuando me fui de Argentina, vivía en un dos ambientes en Almagro y, de repente, me encontré en un monoambiente de 16 metros cuadrados y sin cama, porque en Japón se usa un futón, que es un colchón plegable”: Así rememora como era el departamento que le asignaron en Kanagawa, ubicado a una hora y media de distancia la universidad. “Esos primeros días fueron duros: iba al supermercado y no sabía qué comprar. Todos los becarios argentinos que vivíamos en Tokio estábamos en la misma situación. Lo bueno de estar en grupo fue que nos apoyábamos juntándonos a tomar mate en el parque”, recuerda. Al principio, algunas costumbres japonesas no le entraban en la cabeza. “Ellos son extremadamente organizados. En la escalera mecánica, por ejemplo, si no vas a caminar, tenés que pararte del lado izquierdo para dejar libre el derecho, de manera que, quien quiera caminar, pueda hacerlo. Lo mismo pasa con los trenes: nunca llegan tarde. Y cuando digo nunca, es literal. Si hay un retraso, aunque sea de un minuto, la empresa emite un certificado para que puedas justificar tu demora en el trabajo, la facultad o donde vayas. Además, como frenan siempre en el mismo lugar, la gente forma una fila detrás de una marca en el suelo, esperando su turno para subir sin empujones”, cuenta. Las interacciones sociales tampoco se parecen en nada a las de Argentina. “Si querés salir con un japonés, tenés que avisarle con tiempo. No existe eso de: ‘Paso por tu casa en una hora y merendamos’. Ante cualquier propuesta, sacan la agenda y revisan disponibilidad”, explica Magalí. “Todo está planificado. La espontaneidad, como la entendemos nosotros, no existe”. Seis meses después de su llegada, Magalí se mudó a Tokio. A pesar de ser una ciudad cosmopolita, su apariencia occidental le generó situaciones inesperadas más de una vez. “Me ha pasado de hablar en japonés y que me respondan en inglés, como si asumieran que no voy a entenderlos. En las ciudades más chicas, directamente se acercan y preguntan: ‘¿Qué hacés acá?’, porque no están acostumbrados a ver extranjeros. Son muy reservados y, además, no manejan bien el inglés”, explica. “Para ser un país del primer mundo, el nivel que tienen es mucho más bajo que en Argentina”. El mate, su compañero infaltable en este capítulo de su vida De Comodoro Py a Tokio Antes de viajar a Japón, Magalí Cometti trabajó 13 años en la Fiscalía Federal 9, a cargo de Guillermo Marijuán. Actualmente, explica, goza de una licencia académica que espera poder extender tres años más para comenzar un doctorado en abril próximo. A pesar de la distancia, el vínculo con su trabajo en Argentina no se perdió. Su tesis de maestría (que ya defendió) se basó en un caso que investigó en la fiscalía sobre el principio de jurisdicción universal aplicado al genocidio y a los crímenes de lesa humanidad cometidos en Myanmar. “La historia es así: en el oeste de Myanmar, en la frontera con Bangladesh, hay un pueblito que está compuesto por una etnia que se llama Rohinyá. A diferencia del resto del país, donde son budistas, ellos son musulmanes y son perseguidos. Entre 2012 y 2017 sufrieron numerosos ataques militares y casi un millón de rohinyás tuvieron que cruzar la frontera a Bangladesh. ¿Qué tiene que ver Argentina en todo esto? Nada. El tema es que un grupo de rohinyás se presentó en nuestros tribunales para pedir que se investiguen los crímenes, porque en Myanmar eso no se está haciendo”, explica. “Entonces, por más que no tengamos ninguna conexión con el lugar de los hechos, ni con las personas que los cometieron, ni con las víctimas; por el tipo de crímenes que se están cometiendo, que son crímenes graves contra la humanidad, Argentina tiene jurisdicción para tratarlos: nos habilita un artículo de la Constitución Nacional. De hecho, no es nuestro primer caso. Anteriormente, habíamos trabajado crímenes contra el franquismo en España y en China, contra una asociación que se llama Falun Dafa. Lo interesante es que Japón también tiene la jurisdicción universal en su Código Penal, pero nunca la aplicó. Mi tesis analiza esa diferencia”. Magalí en el festival de la nieve en Ouchi Juku. "Hacían -12 grados", cuenta —Combinaste un hobby con tu profesión y te salió muy bien. ¿Alguna vez pensaste que estudiar japonés te podía llevar tan lejos? —No y la verdad es que agradezco muchísimo la posibilidad que me dio el gobierno japonés de acceder a una beca. El Derecho, cuando uno empieza a estudiarlo, es muy territorial. Yo soy penalista, pasé por todo lo que es Derecho de Familia, Derecho Civil y el programa de la carrera es bastante nacional. Recién se extiende a lo que es cruce de fronteras cuando llegás a las últimas instancias de la carrera. Por eso ahora me postulé a un doctorado. Son tres años más. La verdad es que tenemos mucho acceso para hacer investigación, algo que en Argentina debería fomentarse un poco más. —Además de estudiar, ¿tuviste tiempo de recorrer? —Sí, por supuesto. Acabo de volver del norte de Tokio, de una ciudad muy chiquitita que se llama Ouchi Juku. Fui a un festival de la nieve. ¡Un frío! Hacían 12 grados bajo cero. Para sumar un dinero extra que le permite viajar, Magalí tiene un trabajo part time en la oficina de turismo de la estación de Shibuya —A diferencia de la Magalí que llegó a Tokio en 2023, ¿Ahora te sentís un poco más parte de la cultura japonesa? —Sí. Lo noté cuando vinieron a visitarme amigos argentinos. Adopté un montón de costumbres sin darme cuenta. Por ejemplo, esto de agendar las salidas. Otra cosa: hace un montón que no cocino comida argentina. Principalmente, porque no encuentro los ingredientes. Entonces estoy consumiendo mucho más pescado y arroz, que es lo que consigue en el supermercado. Igual, nunca me falta el mate.
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