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Gualeguaychu » El Dia
Fecha: 08/02/2025 11:45
El 5 de febrero de 1868, todo el pueblo de Gualeguaychú marchó en procesión por los alrededores de la Catedral llevando en andas a la Virgen del Rosario. La súplica era una sola: que la patrona de la ciudad interceda por ellos ante Dios para poner fin al terrible flagelo del cólera, la peste que asoló ese verano a toda la región y que en cuestión de semanas ya se había cobrado la vida de por lo menos 22 vecinos. Entre los fieles, se encontraba un joven Gervasio Méndez, quien escribió unos versos a modo de plegaria en los que refleja el carácter despiadado de la enfermedad: “De ese pueblo que la muerte, iracunda, lo convierte, en tenebroso panteón; de ese pueblo arrepentido, que pide al Dios que ha ofendido: ¡misericordia y perdón!”. Mientras la multitud elevaba sus cantos y oraciones, era muy probable que en la otra punta de la ciudad lo que se escuchaba era el sonido de las palas que excavaban fosas comunes. Y es que para aquel punto, Gualeguaychú atravesaba el momento más crítico de esta breve, pero implacable epidemia. Hacía menos de una década que el cólera había llegado por primera vez al Río de la Plata, luego de hacer estragos de carácter pandémico en Europa y el sur de Asia, principalmente en India, donde se originó. Llegado el caluroso verano de 1868, la región del Litoral no pudo escapar a este mal. La enfermedad, caracterizada por diarrea acuosa profusa, vómitos y entumecimiento de las piernas, llevaba a una rápida deshidratación, postración y, sin tratamiento adecuado, a la muerte en cuestión de horas. Dado que la bacteria que la produce se aloja en el intestino de la persona infectada, la principal vía de contagio es la ingesta de agua o alimentos contaminados con desechos humanos. Es por eso que en aquellos tiempos, cuando las condiciones sanitarias distaban mucho de ser las que tenemos hoy, la aparición de un brote de cólera era una verdadera bomba de tiempo. En el caso de Gualeguaychú, la situación desesperante no paralizó a los vecinos, sino que los organizó. De inmediato se conformó la Sociedad “Salud y Socorro” para asistir a los enfermos, para enterrar a los muertos y para ayudar a las viudas y huérfanos desprotegidos. Desde el 15 de enero, la ciudad –dividida en 6 cuarteles, establecimientos saladeros y distritos del Departamento– se puso bajo la coordinación de una Comisión Central presidida por Bernardo R. Goyri, al que acompañaban V. Martínez Fontes, Juan P. Haedo, Juan Mac Dougall, el presbítero Vicente Martínez, el doctor Luis F. Faldella y Mariano R. Jurado. Mientras algunos médicos huyeron del pueblo –según menciona la Sociedad “Salud y Socorro” –, otros tantos se quedaron a salvar vidas: ellos fueron los doctores Francisco Bergara, Enrique Wels, Ignacio Zas, Fernando Muncheberg y Miguel F. Fernández junto al homeópata Jorge González Jaime y los farmacéuticos Félix Ramallo (padre e hijo), Juan Manzoni y Miguel Arriola. De acuerdo con los registros de la época, la epidemia aumentó su fuerza día tras día. Los casos fatales eran muchos; las fosas, que los zanjeros cavaban diariamente, no alcanzaban; y se necesitaba una mano de obra que escaseaba. Para este punto se tomó una decisión drástica: hacer una común y dejar allí los cadáveres cubiertos con cal viva y luego taparlos con tierra; todo esto después de doce horas de ingresados al cementerio, sobre todo si habían entrado en descomposición. Esta última acción se debió a que en aquella época predominaba la “teoría miasmática”, que entendía que el aire podría encontrarse envenenado de sustancias atmosféricas invisibles (conocidas como “miasmas”), producidas por la putrefacción de materia orgánica o las emanaciones de los cuerpos. En otras palabras, se creía que el contagio era a través del aire y el mal olor. El personal empleado en esta tarea estaba obligado a dar los datos de cantidad de fallecidos y sus nombres, en medio de comentarios y rumores alarmantes y escabrosos. Por otro lado, quienes fallecían en zonas rurales debían ser enterrados allí mismo para evitar los riesgos que implicaba su traslado a la ciudad. Por aquel entonces, Gualeguaychú tenía alrededor de 9.500 habitantes y un casco urbano de casas bajas –por lo general, de techo a dos aguas– con grandes patios que daban a la calle con tapiales de ladrillo. Aún había chacras junto a la zona urbanizada, que ya requería el trazado de nuevas calles. La ciudad crecía hacía el oeste y las viviendas se levantaban sobre las actuales 25 de Mayo y Urquiza, sobrepasando la Calle Ancha (Av. Rocamora) y conformando el barrio conocido como “Nueva Ciudad”. Un poco más allá, sobre “La Loma”, se erigía el cementerio, donde hoy está emplazado el Hospital Bicentenario. Luego de un mes de pesadillala epidemia comienza a ceder. Se realizaron colectas populares y se destinaron esfuerzos de todo tipo para ayudar a las familias más vulneradas, como aquellas que habían perdido padres y madres. Un hecho destacado es que varias de las víctimas del cólera fueron vecinos y médicos que murieron demostrando su vocación de servicio, como Don Francisco Lapalma –alcalde de uno de los cuarteles que se montaron para dar respuesta a la crisis sanitaria– o la maestra T. Both. Otros, igualmente involucrados, lograron sobrevivir y recibieron –en algunos casos– medallas y notas de reconocimiento por su compromiso. Aquel trágico episodio quedó en la memoria colectiva del pueblo y llevó a que se tomase mayor conciencia sobre la salud pública. A partir de los nuevos descubrimientos de la ciencia y la medicina –que demostraban cómo se propagaban estas enfermedades– y en línea con las acciones impulsadas por los “higienistas” en Europa para sanear las ciudades, en los años siguientes se tomaron medidas como el traslado del cementerio hacia el Norte, donde está ubicado en la actualidad.
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