08/02/2025 06:40
08/02/2025 06:40
08/02/2025 06:39
08/02/2025 06:34
08/02/2025 06:34
08/02/2025 06:31
08/02/2025 06:23
08/02/2025 06:22
08/02/2025 06:22
08/02/2025 06:21
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 08/02/2025 04:38
“El mundo del hoy te come la cabeza, si te alejás las cosas se ven de otra forma” (Foto: Diego Barbatto) “Cada cual tiene su forma”, dice Gustavo Ferreyra. La suya: escribir a mano, recostado en la cama o en un sofá, de lunes a viernes, jamás un fin de semana. Nunca muestra manuscritos, ni a sus amigos, porque “después dudás entre el criterio de los otros y el tuyo, y tenés una puja que te amarga la vida”. Empieza un capítulo y, asegura, “no tengo ni idea de qué va a pasar”: a veces la escritura fluye, otras se estanca, pero él se queda ahí, permanece ahí. No tiene celular, evita distracciones. Así, en ese estado de concentración absoluto, alejado de los flashes, de los cócteles, de las redes sociales, de la figuración constante, Gustavo Ferreyra escribió una quincena de libros: todas novelas, salvo El perdón, de relatos, del año 1997. Ediciones Godot está reeditando toda su obra. Ese es el motivo de esta conversación y de este recorrido. “Llegué con la miseria bajo el brazo”, dice y se echa a reír. Nació el 4 de enero de 1963. Su padre venía de una familia de estancieros cordobeses que, antes de que él naciera, venden el campo y repartan la torta. La parte de su padre la pone en una financiera que, para resumir, lo estafa. En enero la financiera quiebra y se queda sin nada. Al igual que su hermana mayor, iba a nacer en una clínica privada, “pero con ese desastre mi viejo dijo: ‘ni loca vas a ir, no tenemos plata, te vas al hospital público’. Y mi vieja se empecinó y fue. Y mi viejo nunca me fue a ver. Ella estuvo sola todo ese tiempo en la clínica y cuando vuelve a mi casa conmigo, ahí él me conoce”, cuenta Ferreyra, distendido, casi recostado en el sillón de su casa, en Colegiales, Ciudad de Buenos Aires, un mediodía soleado sin demasiado calor. En su casa había libros, pero sobre todo fascículos. Compraban las Selecciones del Reader’s Digest, consumo habitual en cierta clase media porteña de la época. ¿Qué leía ahí? “Artículos muy variados, la vida con frases de Oscar Wilde, cosas así. Había una sección donde los órganos hablaban en primera persona. Después una nota contra algún tirano. Todo para difusión de la ideología norteamericana”. El libro favorito de su padre —trabajaba en una empresa automotriz— era El día del Chacal de Frederick Forsyth. Su mamá, maestra de profesión, en la lectura, “era más amplia”. Gustavo, con 16, se topa con Kafka: algo extraño, imbricado, oscuro. Su padre vio el libro, lo agarró, lo ojeó y no dijo nada. “Con el tiempo algo dejó deslizar: que eso no lo entendía, era algo totalmente incomprensible para él”, recuerda. "Piquito en los vientos" y "El amparo", reeditados por Ediciones Godot (Foto: Diego Barbatto) “En esa época la lectura era más común: un prestigio estamental de la clase media, un poco honor social. Leer el diario era algo de rigor”, y recuerda las colecciones de Robin Hood y de Iridium que su madre le compraba. “De chico me encantaba leer. Me formé como lector en esos libros de aventuras de Salgari, de Tarzán. Mis compañeros de primaria no leían. Yo recuerdo una primaria estatal acá cerca, en Villa Ortúzar: del grado, seríamos veinte, era el único que leía. Después empecé a leer el diario. A los trece leía La Nación. Recuerdo los comienzos de la dictadura y estar leyendo ‘Cayeron tres subversivos en enfrentamiento’, porque limpiaban todas las desapariciones con supuestos enfrentamientos. Y leía el suplemento cultural de La Nación: nombraban a Kafka, Arlt, Sábato. Así leí El túnel, a los trece o catorce”. Concluido el secundario, donde terminó como técnico en electrónica, eligió Sociología. “Yo pertenecía a un grupito de estudiantes de técnica que odiábamos la técnica y que nos habíamos politizado. Habíamos editado en un colegio técnico una revistita que se llamaba El Castillo Circular, una referencia a Kafka y Borges. Publicábamos poesía, una mía, otra de un compañero. Publicamos el Plan de operaciones de Mariano Moreno. Queríamos ir contra los milicos, pero teníamos miedo. Era el año 81. Le hicimos un reportaje a Horacio Sueldo, que era un político de la democracia cristiana, que había ido en la fórmula Allende-Sueldo en el 73 del Partido Intransigente. Él era del ala izquierda del Partido Demócrata Cristiano. Era primo de mi papá y accedió a darnos una entrevista. Teníamos 17”, cuenta. Al terminar la conversación, apagaron el grabador y “el tipo de despachó”: “En el 81 ya estaba negociando la salida democrática con los milicos. Él participaba de todo eso. Ahí no nos blanqueó como venía todo: los radicales, los peronistas, los demócratas cristianos, todos ya estaban arreglando una salida a lo Pinochet. ‘El tema derechos humanos no se toca’. Nosotros, obviamente, éramos más radicales que el tipo, que quería negociar a los desaparecidos. Dijeron: ‘ese tema no se va a tocar, eso es carpeta cerrada. Esto es así y vamos a negociar’. Eso nos pareció débil, una ruina. Estaban negociando los cadáveres de los desaparecidos. Era previo a Malvinas. Lo que estaba dispuesta a hacer la clase política era lo que hizo Chile. Obviamente fue off de récord, no salió, pero esas negociaciones impuras ya estaban”. Ya en la adolescencia, literatura y política eran dos zonas unificadas. Entonces empezó a militar en la Universidad de Buenos Aires. Fueron unos años hasta que se volvió “una exigencia bestial para mi ánimo”, porque “las reuniones eran todo un día de discusión infinita”: “Vi que no tenía carácter para militar. Era demasiado inocente, creía en la gente. Cuando vi que toda la política universitaria era tramoya y rosca, dije: no, esto no es para mí. El tiempo que te insumía... Leía y escribía o me dedicaba a la política. Y dije: no, leo y escribo. Además, era muy neurótico para la política. Porque la política justamente es eso que se te escapa de las manos todo el tiempo. No tenés control sobre ese grupo colectivo. Para un neurótico la literatura era algo más viable, porque tenés el texto ahí, bajo control. La lapicera la tenés vos”, dice. “En esta sociedad donde la literatura es tan inexistente, ser escritor es como una petulancia” (Foto: Diego Barbatto) —Tu primera novela, El amparo, sale en 1994, a tus 31 años. Ya recibido de sociólogo, ya ejerciendo la docencia, ya declinado el camino de la militancia. ¿Cómo llegaste, entonces, a ese texto? —Venía escribiendo cuentos, más relatos en realidad, en el sentido que no tenía una técnica ni tampoco un procedimiento, cosa que el cuento supone. Relatos que venía pergeñando y corrigiendo. Relatos que después los retomaba y los agrandaba, los extendía. Todo eso es impublicable. Aunque hubo un cuentito que salió en una antología porque gané un concurso, pero era muy flojo. Fueron diez años, porque empecé a los catorce, quince, a escribir, y a los 26 empecé El amparo con un sesgo: venía de la política: trata todo el tema de las relaciones de poder. En realidad no hice mayor esfuerzo por publicar, no estaba vinculado tampoco para nada al mundo literario. Y en ese momento me pareció que estaba publicable. Alcanzo, creo, un estilo, más malo que bueno será, pero era algo que iba con el texto. Un texto atemporal en un espacio también indeterminado. La prosa puede que no responda al hoy, a la contemporaneidad, tiene ciertas reminiscencias y arcaísmos del siglo XIX y del XX... y me gustó ese estilo. Después lo fui alivianando. Me pareció que alcanzaba cierta seriedad con la prosa. Y pegué ahí un golpe de suerte con Luis Chitarroni en Sudamericana. —¿Ahí él te dice que te quiere publicar el libro? —Sí, pero apareció tres años después. Se demoró muchísimo en salir, pero salió. Después de dos meses me llama y me dice: ‘Tengo un informe de lectura buenísimo. Yo lo estoy leyendo. Me encanta tu novela, la quiero publicar’. Ah, bueno, no seré tan flojo, pensé. Tuvo buenas críticas. Obviamente me afianzó y yo creí en mí mismo también a partir de eso. Tengo a Luis Chitarroni por mi mentor: el tipo que me descubrió y me dio el lugar para sentirme un escritor, igual hasta diez libros después. Me cuesta mucho decir que soy escritor todavía. Cuando me preguntan, digo soy profesor, y chau. Nunca digo: soy escritor. En esta sociedad donde la literatura es tan inexistente, ser escritor es como una petulancia. ¿Qué ganás como escritor? No vivo de eso. Está tan frágil la literatura hoy, tan evanescente para la gente. Recuerdo que mi vieja estaba internada y tenía que ir a un reportaje en una radio y le digo a mi mamá: ‘me voy porque me hacen un reportaje en la radio’. La otra vieja que estaba en la cama al lado escucha. ‘¿Te hacen un reportaje en la radio?’ ‘Sí'. ‘¿Por qué?’ ‘Porque soy escritor’. ‘¿Y cómo te llamás?’ ‘Gustavo Ferreyra’. ‘Ah, yo no te conozco. Entonces sos un fracaso’. Me dice así, directamente. Si no te entrevista a Mirtha Legrand sos un fracaso. "Después del nazismo, la idea de salvar la humanidad con la literatura es delirante" (Foto: Diego Barbatto) —En algún momento ser escritor tenía su peso. Cuando eras chico, cuando empezabas a leer, cuando empezaste a escribir... —Sí, existía la salvación por el arte: le daba a la vida un sentido. En los sesenta y setenta eso estaba en el aire, en el clima de época. Ser escritor era importante y tenía un sentido tu existencia, más allá de la fama o del prestigio. El arte importaba realmente, la literatura importaba. Se venía de esos cien años donde la literatura tuvo un rol en la vida social, que no lo tuvo nunca, ni antes, porque antes estuvo más ligada a las élites cortesanas, y en 1820 se transforma en ese fenómeno más de masas que es Balzac, Gogol, los rusos, los franceses, Dickens, Víctor Hugo, que a su funeral van dos millones de personas. Eso existe hasta 1950, 1960. Entregar tu vida al arte, a la literatura, dar todo por eso y encontrar una especie de salvación personal. Simone de Beauvoir, que nace en 1908, se pergeña en su imaginación como futura escritora y cree que va a salvar a la humanidad con sus libros. En el final, ella se piensa fracasada. Ella ya era Simone de Beauvoir. Era el narcisismo del artista, desde ya, pero también un clima de época. Después del nazismo, la idea de salvar la humanidad con la literatura es delirante. —A partir de ese momento, queda la salvación personal... —Claro. Por lo menos individual. El escritor se realiza como tal y su existencia se vincula a ese arte, a un estilo, tener una obra, tener un mundo literario. Todavía lo siento en mí eso. Siempre pienso que haber vivido la niñez en los sesenta y setenta me marcó: me dio algo de esa libertad, ese absurdo, esas pretensiones, todo eso que estaba en el aire, y me llenó los pulmones. Me gusta sentir que de alguna manera está en mi pasado, porque me dio cosas que hoy son inactuales completamente, pero que reivindico. En última instancia, Simone de Beauvoir, Sartre, Henry Miller, la gente que escribía en esa época, sentían algo: hay una densidad en la escritura de esos tipos que después se va perdiendo. —Vivían para la literatura. Hoy quizás sigue estando, pero de otra forma. Por ejemplo, la posibilidad de salvarte es que tu novela se vuelva una serie de Netflix.. —Claro. Por eso la salvación que yo estoy planteando es estratosférica. Es mucho más abstracta. En mi imaginario jamás hay una serie de Netflix. Ni siquiera una película. O sea, la transformación en algo audiovisual de mis libros es algo que no es ni siquiera fantasía. Jamás. No me interesa. Sí traducciones, por ejemplo. Me gustaría que se traduzca a otras lenguas. Pero la salvación no era ni económica ni del orden de la fama. Era más de tipo existencial: encontrar un sentido de la vida. Sentía que la literatura te podía dar eso. Una verdadera vocación de placer y de felicidad. Porque si no tenés felicidad cuando escribís... "La salvación que yo estoy planteando es estratosférica" (Foto: Diego Barbatto) —Ahora se ha profundizado, creo yo, la construcción de la figura del escritor. Quizás al decaer esa salvación existencial, que se da en el acto mismo de la escritura, se eleva una salvación que tiene que ver más con la fama, con una trascendencia efímera, pero trascendencia al fin. —No tengo celular, con eso pinto mi penosa situación de tipo primitivo. Pero hay gente que en su bagaje como persona están esas figuraciones. Lo hacen porque les sale. No digo que sean villanos o seres viles que hacen de este oficio hermoso y angélico algo canalla, no: quizás les sale así. Me acuerdo que Canela, una mujer inteligente aunque parezca muy naíf, yo la tenía por naíf, en el año 94, apenas terminamos la entrevista, me dijo: ‘En este país lo único que funciona es el autobombo’. Lo tenía muy claro y un poco me recomendaba eso. ‘Tenés que hacer autobombo, sino vas muerto’. Un poco traté, hice unos manotazos torpes, pero no me salió. Estaba impedido por mi timidez. Incluso ella me propuso escribir para chicos como una forma de abrir a un público, porque le gustó mucho ese libro. Ella era editora en Sudamericana de infantojuvenil. Le dije: ‘sí, lo voy a pensar, lo voy a hacer’. Y cuando me proponían esas cosas, yo decía: ‘sí, sí', como los paraguayos. ¿Viste que los plomeros paraguayos te dicen ‘sí, sí', nunca te dicen que no? Por corteses te dicen que sí y después no aparecen. Son geniales [Risas]. —Tu obra se destaca por la prosa pero también por las ideas. ¿Cómo hacés que florezca y se renueve ese “jardín de ideas exóticas”, como escribís en Piquito en los vientos? No creo que sea con autobombo, sino más bien recluido, refugiado, concentrado, ¿no? —Estás acertando. Intuitivamente, observo tu intuición y digo: sí. El hecho de estar en casa, replegado en esa catacumba, incluso un repliegue de la actualidad, te puede lo permitir. Yo venía de la política y ahora directamente no sé un pomo de lo que está pasando. No escucho la radio, no veo la televisión, no leo los diarios. En realidad lo sé, porque uno ya sabe, ganó tiempo. Ya sabe qué está pasando. Pero no estoy para nada en el día a día. Y esas ideas exóticas se van haciendo hasta más exuberantes. Crecen mejor en ese jardín con altos muros. La actualidad, que es el hoy, que es el momento, te absorbe en términos temporales y estás en qué dijo la Lemoine, por ejemplo. El mundo del hoy te come la cabeza. En ese estar afuera tenés una visión menos actual. El presente es una polvareda confusa. En cambio, si vos te alejás las cosas se ven de otra forma, existen a otra escala también. "De joven era más cercano a las bellezas abstractas y formales de Borges. A los 18 años pensaba que era extraordinario, hoy lo encuentro frío y, sobre todo, impugnador de la vida" (Foto: Diego Barbatto) —Apostás a la desmesura en su escritura, a cierta exageración, pero no a una exageración entendida como algo sucio, sino exaltado. ¿Por qué ese trabajo con el lenguaje? ¿Por qué ese tono? —Yo soy realista. Creo que soy más bien tendiente al realismo. Esa exaltación viene a cuento de esta oposición con lo real. Viene de Celine, de Gombrowicz, de Kennedy Toole. Esos personajes me dieron la posibilidad de decir salgo de mí mismo: vamos a meterle signos de admiración. De joven era más cercano a las bellezas abstractas y formales de Borges. A los 18 años pensaba que era extraordinario, hoy lo encuentro frío y, sobre todo, impugnador de la vida. Me he hecho más nietzscheano en ese punto. Hoy te reivindico mucho más a Arlt que a Borges. ¡La vida y el cuerpo! ¿Qué me venís con que el espejo reproduce al hombre? Esa vitalidad la he querido plasmar también. En La familia, el protagonista termina planteando, en un ensayo que escribe en la cárcel, que en última instancia hay dos tipos: los servidores del sujeto y los servidores de la vida. Divide la historia humana en estas dos cosas. Bueno, Borges es un servidor del sujeto. Los filósofos racionalistas siempre fueron impugnadores del cuerpo. ¿Viste que todo lo que le gustaba a Borges eran los tipos que decían que la realidad no existe? Ahí me pego más a los vitalistas, al cuerpo, a los materialistas. —¿Es una mirada más optimista del mundo? —Puede ser. El sujeto siempre fue aquello que te envanecía la especie, en tanto que el cuerpo era servidor del alma, servidor de la razón y en última instancia la realización humana estaba siempre en el mundo del más allá del sujeto como tal. La idea de racionalidad de Hegel: el espíritu absoluto: todo se justificaba en función de la astucia de la razón. Pero había un optimismo en eso también. En última instancia, todos éramos servidores del sujeto, del hombre como algo trascendente que se realiza en el espíritu. No sé si es optimista, porque Nietzsche hablaba de la insignificancia de la rana, del haz lo que quieras. Él decía: se acabaron las morales, somos libres. También es aceptar que somos unos bichos que de casualidad sacamos alguna idea de mundo. Es renunciar a esa trascendencia que nos habíamos autoimpuesto. En algún punto es tranquilizador. Y peligroso: la desacralización de la vida humana puede llevar al extremismo. El nazismo fue un estallido de vida cruda que toma el Estado y lo utiliza como instrumento. La vida cruda es así: es racista y etnicista porque el otro es el diferente. Es un estado de salvaje naturaleza salvaje. A veces se confunde el franquismo, el fascismo y el nazismo. Me parece que hubo matices. El nazismo fue mucho más vitalista. En algún punto la moral sexual, por ejemplo, era mucho más libre en el nazismo. Favorecía a las mujeres solteras, las relaciones extramatrimoniales, la desnudez de los cuerpos, festejaban un día que era el de las amazonas y llevaban minas en bolas a los caballos. El fascismo y el franquismo fueron el Estado aplastando a la sociedad civil. Es en última instancia esto que Hegel también veía: la racionalidad está en el Estado. Si vos sacás el Estado, yo me tiro arriba del primer tipo que me dice que le gusta Milei y le aplasto la cabeza [Risas].
Ver noticia original