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  • La vida salvaje del anarquista italiano que proclamaba a una revolución violenta y la crónica de su ejecución escrita por Roberto Arlt

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 01/02/2025 03:07

    Severino Di Giovanni migró de Italia a la Argentina en la década del 20 para huir del fascismo El día que iba a morir Severino Di Giovanni agradeció. El destinatario de sus palabras era el defensor oficial que le habían designado, el teniente Primero Juan Carlos Franco, quien había desplegado una encendida defensa en su favor tras su captura. Se despidió de su primera mujer —que era su prima—, María Teresa Masciulli, de los tres hijos que tuvieron juntos, y de su compañera hasta ese momento, América Scarfó —o Josefina, según otras fuentes—. Pocas horas antes de morir Severino Di Giovanni pidió un café dulce que devolvió tras el primer sorbo —”Pedí con mucha azúcar… No importa, será la próxima vez”—. Y escribió un último mensaje: “(…) No busqué afirmación social, ni una vida acomodada, ni tampoco una vida tranquila. Para mí elegí la lucha. Vivir en monotonía las horas mohosas de lo adocenado, de los resignados, de los acomodados, de las conveniencias, no es vivir, es solamente vegetar y transportar en forma ambulante una masa de carne y de huesos. A la vida es necesario brindarle la elevación exquisita, la rebelión del brazo y de la mente. Enfrenté a la sociedad con sus mismas armas, sin inclinar la cabeza, por eso me consideran, y soy, un hombre peligroso”. Pocos minutos antes de morir Severino Di Giovanni gritó “venda no”, cuando su verdugo procedía a taparle los ojos. En el momento de morir Severino Di Giovanni gritó: Evviva l’Anarchia! (¡Viva la anarquía!). La crónica de la muerte El 1 de febrero de 1931, día que se ejecutó la sentencia de muerte de Severino Di Giovanni, el anarquista italiano radicado en el país en la década del 20, que proclamaba una revolución violenta y se había convertido en una de las figuras más buscadas por la policía después de realizar varios atentados, el escritor y periodista Roberto Arlt “entra, desencajado, a la redacción del diario El Mundo, donde escribe sus deslumbrantes Aguafuertes Porteñas”, narraba el periodista Alfredo Serra en Infobae hace algunos años. Arlt venía de la Penitenciaría Nacional, ubicada en la calle Las Heras (donde hoy es el Parque Las Heras). “Se sienta a la máquina y escribe: ‘Hoy he visto hombres que se ponen guantes blancos para matar a otro hombre’”. Es el comienzo de su crónica sobre el fusilamiento del anarquista y terrorista Severino Di Giovanni, condenado a muerte por cuatro atentados en los que han muerto once personas. Terminada la crónica, el jefe de redacción tacha ese comienzo. Arlt dirá mucho después: –Fue la primera y única vez que me censuraron. La crónica del escritor, que fue testigo de la ejecución de Di Giovanni, se publicó con este comienzo: “Las 5 menos 3 minutos. Rostros afanasos tras de las rejas. Cinco menos 2. Rechina el cerrojo y la puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos de culatas. Más sombras que galopan. Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir”. Y más adelante lo describe: “El oficial bajo la pantalla enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que parece embadurnado en aceite rojo. Unos ojos terribles y fijos, barnizados de fiebre. Negro círculo de cabezas. Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huída hacia las sienes como la de las panteras. Labios finos y extraordinariamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas. Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso cuello desnudo. Pecho ribeteado por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte. (...) Di Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la voluntad que lo mantiene sereno. (...) El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quién sabe! El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate. Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar. Ha formado el blanco pelotón de fusileros. El suboficial quiere vendar al condenado. Este grita: -Venda no”. Severino Di Giovanni fue fusilado el 1 de febrero de 1931 ante numerosos testigos entre los que se encontraba el periodista y escritor Roberto Arlt que publicó una crónica de su muerte Los comienzos de la causa que defendería hasta su muerte Severino Nivangio Di Giovanni había nacido en Chieti —a menos de 200 kilómetros de Roma—, Italia, el 17 de marzo de 1901. Había crecido bajo el impacto de la posguerra siendo testigo de la hambruna, la pobreza y los soldados abandonados a su suerte por las calles. Quizás eso fue lo que encendió una chispa rebelde en él, desde pequeño: siendo un niño no toleraba ninguna orden de ninguna autoridad. En su juventud estudió para convertirse en maestro y empezó a enseñar antes de graduarse, en una escuela de su pueblo. Al mismo tiempo aprendió el oficio de tipógrafo de manera independiente, mientras se nutría con las ideas revolucionarias de filósofos anarquistas como Bakunin, Malatesta, Proudhon, Kropotkin y Élisée Reclus. A sus 19 años quedó huérfano y, en 1921, a los 20, decidió dedicarse por completo a proclamar, difundir y poner en práctica las ideas anarquistas. Era 1922 cuando el fascismo, ya forjado, y los Camisas Negras de Mussolini avanzaban y se apoderaban de Italia, cuando Di Giovanni se casó con su prima, María Teresa Masciulli, con quien tendría tres hijos. Con el totalitarismo en el poder y la persecución a los anarquistas la pareja resolvió exiliarse con su familia en la Argentina, gobernada entonces por el radicalismo de Hipólito Yrigoyen y Marcelo T. de Alvear. Tierra fértil para inmigrantes que buscaban mejor suerte, nueva vida y hacer comunidad en otro suelo. En el país de la carne —aún no era el de la soja— se asentó en la ciudad de Morón, en la Provincia de Buenos Aires, desde donde viajaba a diario a la Capital para trabajar como tipógrafo. Ahí —acá— conoció a Paulino Scarfó, un anarquista argentino con raíces italianas, y a su hermana —hay versiones que dicen que era su hija— América Scarfó, también anarquista y menor de edad —tampoco hay acuerdo: en algunas fuentes aparece con 14 años y en otras con 18, en algunas se llama América y en otras, Josefina— quien se volvería su compañera, con quien tendría un vínculo amoroso hasta el fin de sus días. Eran tiempos en los que a la ciudad porteña arribaban olas de inmigrantes italianos, hacia ellos, especialmente, Severino comenzó a dirigir las ideas anarquistas que derramaba en un periódico propio: Culmine. Lo empezó en agosto de 1925 y lo escribía por las noches quizás insomnes, quizás tomadas por el fervor de sus deseos revolucionarios. El objetivo de ese periódico era claro: “Difundir las ideas anarquistas entre los trabajadores italianos; contrarrestar la propaganda de los partidos políticos pseudorrevolucionarios, que hacen del antifascismo una especulación para sus futuras conquistas por sufragio; iniciar en el medio de los trabajadores italianos agitaciones de carácter exclusivamente libertario para mantener vivo el espíritu de aversión al fascismo; interesar a los trabajadores italianos en todas las agitaciones proletarias de Argentina; establecer una intensa y activa colaboración entre los grupos anarquistas italianos, los compañeros aislados y el movimiento anarquista regional”, definió. María Teresa Masciulli, esposa de Severino Di Giovanni, y sus tres hijos. (Foto: Caras y Caretas) Acción y reacción Sus palabras hicieron mella en muchos de sus compatriotas recién llegados y comenzaron a organizarse. Argentina se convirtió en el país de Sudamérica más fecundo para el anarquismo, que, como la mayoría de las corrientes de pensamiento, no era un bloque sin matices. Di Giovanni abrazaba el ala más radical, que se nucleaba en torno a los sindicatos independientes y al periódico La Antorcha, bajo la dirección de Rodolfo González Pacheco y Teodoro Antilli. Esta facción, a su vez —como casi todo en la historia de Argentina, madre de los binarismos—, tenía sus contrincantes: el sector “moderado” —que no por llevar ese nombre descartaba totalmente el uso de la violencia— agrupado en la Federación Obrera de la República Argentina (FORA) y el periódico La Protesta, dirigido por Emilio López Arango y Diego Abad de Santillán. Una noche de 1929 Arango escuchó que tocaban la puerta de su casa. Abrió y tres balas le cruzaron el pecho. Nunca se supo quién las disparó pero la historia dice que todas las sospechas apuntan a Di Giovanni, que lo había acusado de fascista infiltrado. Los primeros años de su accionar anarquista Di Giovanni los dedicó a las palabras, a los panfletos y periódicos que difundía, hasta que en 1925 decidió que era hora de su presentación en sociedad. De poner en práctica lo que escribía. Era 6 de junio y en el majestuoso y joven Teatro Colón se realizaba una función de gala para celebrar el vigésimo quinto aniversario de la posesión del trono de Italia de Vittorio Emanuele III. Estaban ahí el presidente Alvear y el embajador fascista, conde Luigi Aldrovandi Marescotti. En medio de ese esplendor un puñado de militantes anarquistas, dirigidos por Di Giovanni, irrumpió la función y arrojó volantes al grito de “¡Asesinos, ladrones! ¡Viva la anarquía!” destinado especialmente a las autoridades italianas. Hecho que desató un enfrentamiento con los Camisas Negras que escoltaban al embajador y terminó con los anarquistas en prisión. Dos años después, en 1927, encabezó y participó de varias protestas contra el arresto y la sentencia de muerte de Sacco y Vanzetti, dos inmigrantes italianos, trabajadores y anarquistas, que fueron juzgados por el presunto robo a mano armada y el asesinato de dos personas, patrones de una fábrica, en Massachusetts, Estados Unidos, en 1920. Pese a que nunca hubo pruebas y a las numerosas manifestaciones contra su condena, tanto en América como en Europa, fueron ejecutados en la silla eléctrica el 23 de agosto de 1927. Como represalia de ese asesinato y para dejar claras sus ideas respecto de que la revolución sería violenta o no sería, Di Giovanni puso su firma en una serie de atentados —algunos ajudicados a él con pruebas y otros no—. Entre ellos: la voladura del Banco de Boston, en el centro porteño, el 4 de diciembre de 1927, que dejó daños materiales; la voladura del City Bank, también en el centro porteño, el 24 de diciembre, mismo año, donde murieron dos personas y hubo múltiples heridos; la voladura de la embajada de Estados Unidos en Argentina; la voladura del consulado italiano en Buenos Aires, donde estaban reunidos los principales hombres de Mussolini en Argentina, el 23 de mayo de 1928, que dejó nueve muertos y treinta y cuatro heridos. También participó en asaltos, asesinó a un policía en su último día de servicio de un tiro en la cara. Robó un camión con 286.000 pesos y abrió, con el dinero, su propia imprenta. La suma de las muertes y la violencia causaron un rechazo creciente en el resto de las facciones anarquistas y en la prensa, desde donde se lo condenaba; sembraron el terror en la sociedad. Di Giovanni se hizo famoso: se convirtió en un enemigo público, de la policía, de gran parte del pueblo y del Estado. En agosto de 1925 Di Giovanni comenzó a escribir su propio periódico, Culmine, desde donde difundía sus ideas anarquistas Captura y condena Sabía que si lo atrapaban no habría salida. Di Giovanni comenzó a mudarse de un lado a otro, con su familia, se volvió prófugo. Aún así no dejó de ejecutar atentados con sello anarquista. En contra del fascismo. Llevando la bandera de la revolución violenta hasta las últimas consecuencias. El 6 de septiembre de 1930 el Gobierno de Hipólito Yrigoyen fue derrocado por el dictador José Félix Benito Uriburu. El golpe militar inaugural, el que abriría un ciclo de alternancias entre Gobiernos civiles, democráticos, y dictaduras. Uriburu estableció la ley marcial, las Fuerzas Armadas tenían luz verde para matar. “La dictadura de Uriburu quería presentar como un triunfo la detención de Di Giovanni y Scarfó”, cuenta el historiador Felipe Pigna. Los buscaron. Encontraron primero a Di Govanni en una imprenta de la calle Callao donde se reunían grupos anarquistas. Dos policías esperaron agazapados, el anarquista más famoso intentó fugarse cuando escuchó la orden de “alto”. Como una película en blanco y negro de policías y ladrones hubo persecusión, tiros cruzados. Una de esas balas alcanzó y mató a una niña que salía de su casa. Di Giovanni logró escabullirse unos momentos, se sumaron oficiales a la cacería. El italiano recorrió fondos, trepó techos, cayó desde la altura y volvió a evadirse en un garage donde un disparo lo tiró al suelo. Fue detenido y trasladado en ambulancia, con custodia policial, al hospital Ramos Mejía. Una vez recuperado lo condujeron a la Penitenciaría Nacional con una cápsula imposible de burlar: cuatro vigilantes con él, un camión con diez hombres armados, varios automóviles y una motocicleta con el vehículo. En el penal lo interrogaron, lo torturaron salvajemente y lograron que diera información que ayudó a dar con el paradero de su amigo, Paulino Scarfó, con quien compartiría destino. “Yo voy a declarar en una sola forma: la verdad. Sólo le pido que no me haga mentir de mi ideología. Soy anarquista y de eso no reniego, ni ante la muerte. Soy consciente de mi situación y no pienso rehuir responsabilidades de ninguna clase. Jugué, perdí. Como buen perdedor, pago con la vida”, le dijo Di Giovanni al teniente Franco, el defensor que le habían designado, según recogió Osvaldo Bayer en Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia, la biografía sobre él que publicó el escritor. Franco hizo su trabajo, declaró en favor de su defendido: “Creo que no es competencia de este tribunal el delito imputado a Severino Di Giovanni. La ley marcial sólo está prevista para los casos de conmoción interna grave, de guerra o de grandes desastres públicos que pongan en peligro la estabilidad social. La Argentina no está en el caso de una guerra. No se justifica, pues, la aplicación de la ley marcial”, cuenta Bayer. Su alegato le costó a Franco la baja del Ejército, un arresto y el destierro. El tribunal tenía órdenes del ministro de Guerra, general Medina, de “resolver el trámite” de inmediato y condenar a muerte a Di Giovanni y a Scarfó. Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó fueron capturados y ejecutados con un día de diferencia (Foto: Caras y Caretas) Una muerte narrada con poesía Cumpliendo lo ordenado por Uriburu y Medina, el tribunal dictó pena de muerte para los dos anarquistas. Di Giovanni defendió su causa hasta el final. En su último panfleto, escribió: “Sepan Uriburu y su horda fusiladora que nuestras balas buscarán sus cuerpos. Sepa el comercio, la industria, la banca, los terratenientes y hacendados que sus vidas y posesiones serán quemadas y destruidas”. El fusilamiento de Di Giovanni fue exhibido como espectáculo, él como trofeo para los generales, dirigentes y personajes importantes de la Buenos Aires de los años 30. Algunos periodistas, entre los que estaba Roberto Arlt, también estuvieron entre los testigos. Su crónica —que forma parte de su invaluable legado— trascendió en el tiempo. Arlt narró la ejecución así: “Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso. Surge una dificultad. El temor al rebote de las balas hace que se ordene a la tropa, perpendicular al pelotón fusilero, retirarse unos pasos. Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas? -Pelotón, firme. Apunten. La voz del reo estalla metálica, vibrante: -¡Viva la anarquía! -¡Fuego! Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia. Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra. Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez de Última hora, Enrique Gonzáles Tuñón, de Crítica y Gómez, de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara: -Está prohibido reírse. -Está prohibido concurrir con zapatos de baile”. Después de su muerte el cuerpo no fue entregado a su familia. Por disposición del ministro del Interior fue enterrado de manera anónima en el cementerio de Chacarita con orden de no divulgar dónde estaba su sepultura. Pero la leyenda —y Felipe Pigna— dice que al día siguiente su tumba sin nombre “apareció cubierta de claveles rojos”.

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