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    » Comercio y Justicia

    Fecha: 31/01/2025 18:48

    Por Luis R. Carranza Torres No sabía que sería de mí en breve, cuando el tribunal pronunciara la sentencia. Terminada la vista de la causa, se habían demorado ya unas seis horas en llegar a un veredicto. Tiempo que rumié sin paciencia alguna, encerrada en una celda, un piso por debajo de la sala de audiencias. Esperé y desesperé, hasta que uno de los policías militares me ordenó que me parara contra la reja y extendiera los brazos. Me esposaron antes de abrir la puerta y situarse cada uno a un lado. No llevaban armas, pero sí una cachiporra blanca pendía de un grueso cinturón del mismo color. Traté de mantenerme serena mientras subíamos por las escaleras y caminábamos por el piso de mármol ajedrezado que llevaba a la sala del juicio. Escondí la vista de los muchos que caminaban a esa hora por la sede del tribunal militar. Desde hacía tiempo, nadie me dirigía más que miradas de reproche. Me dejaron enfrente del estrado de los jueces, en el centro de una sala inmensa. A un lado se hallaba mi abogado defensor, de impecable uniforme oliva. Pude masajear las muñecas luego de que me quitaran las esposas. El ponérmelas apretadas, como otras mil pequeñas cosas que me hicieron desde que fui puesta en detención preventiva, eran la muestra de lo mucho que todos adoraban a la única y real victima en todo el asunto. Todos la querían. Y yo más que cualquiera. Ése precisamente había sido el problema. La quise mucho más de lo que ella a mí. No tuve que esperar mucho allí parada. Los tres jueces del tribunal, de riguroso uniforme de servicio, entraron por una puerta lateral. Todos llevaban sus gorras con viseras de laureles puestas. Uno de los policías militares gritó “¡atención!” y todos en la sala -fiscal, defensor y yo misma- nos pusimos firmes hasta que el presidente del tribunal nos ordenó tomar asiento. Tras sentarse ellos y poner sus gorras por delante en el estrado, el más antiguo de los tres, situado al medio, me mandó ponerme de pie. Quedé justo enfrente de la bandera por detrás del tribunal, roja amarilla y azul. Eso hice, pegando los brazos al cuerpo, las palmas de las manos abiertas contra la pollera verde de mi uniforme de servicio y la vista al frente, con expresión seria. Había peinado con gel hacia atrás mi corto cabello rubio, tenía aros discretos, de perla, en los lóbulos de las orejas y sólo me había puesto base por todo maquillaje, tal como marcaba el reglamento. No quería aparecer con nada indebido que los enemistara conmigo. Procuraba parecer tranquila pero no lo estaba en lo absoluto. Mi futuro dependía de lo que esos tres hombres de uniforme decidieran sobre mí. -”Infante especialista Carla Bagen -me dijo con voz marcial- este tribunal, luego de examinada la evidencia, no puede tomar otra decisión que sobreseerla por aplicación de la duda en el caso de la muerte de la infante especialista Lidia Ramos”. Apreté con fuerza los puños, sin poder reprimir una mueca de alivio. Veo entonces la dureza del presidente del consejo y bajé la vista, avergonzada. Él intuye lo que yo sé: que soy culpable. Pero no han podido probarlo. -La acusada será liberada de inmediato y deberá reintegrarse a su destino el día de mañana. Se levanta la sesión. Los veo salir a los tres jueces, con caras largas. Un poco más allá de nosotros, el fiscal junta sus papeles, no sin dirigirme una mirada de enojo. Me vuelvo a mi abogado defensor, un oficial jurídico nombrado de oficio por la corte. Nadie ha querido defenderme y él menos que nadie. Pero ha planteado lo que técnicamente debía y por eso salgo sin esposas de allí. Intento agradecerle, pero rechaza mis palabras con un ademán brusco en el aire. -No se gaste, Bagen. Ambos sabemos lo que pasó. Aunque me haya mentido desde el principio. Solo cumplí con mi deber. Espero no volver a verla ni saber de usted en mi vida. Tiene razón. Ni aun dependiendo mi libertad de eso, no he sido sincera con él. Le he dicho lo mismo que a todos. Una versión que nadie cree, pero que mantengo a rajatabla. El oficial defensor tomó su maletín y salió de la sala, con la gorra de plato verde bajo el brazo. Quedé sola allí, a excepción del policía militar en la puerta que me hace señas que me vaya porque tiene que cerrar. Camino por el pasillo, sin poder creer en mi suerte. Tengo que refrenarme para no saltar de júbilo. Me he librado de pasar el resto de mi vida en una prisión militar por asesinato. Pienso en Lidia, mientras bajo los escalones blancos de la entrada al tribunal. No tendría que haber pasado lo que pasó. Tampoco pude evitarlo. Simplemente sucedió. Yo no soy así. Quedé al pie de la escalera de entrada, sin poder quitarme de la mente esa cara, la suavidad de su cabello castaño, la hermosura de sus ojos grises, iguales a los míos. Ella no debió morir. Todavía no puedo creer que haya fallecido. Pero yo no soy responsable. No la maté, piensen los que piensen los demás. Fue un accidente. Veo que mis manos empiezan a temblar y siento una necesidad imperiosa de fumar. Saco uno de la etiqueta que siempre llevo conmigo, lo pongo en mi boca y palpo los bolsillos de mi guerrera buscando el encendedor. Sí, ya sé que es un mal hábito. Pero cuando el trabajo habitual de una es el manejo de explosivos, se tiene derecho a fumar uno de cuando en cuando. Lidia era mi pareja en el equipo de desminado. Desde los inicios. De hecho, hicimos juntas el curso de especialistas. En el tiempo que todo lo hacíamos de a dos, antes de que ese otro se entrometiera. Alguien delante de mí me acerca un encendedor. Veo la llama y acerco allí el cigarrillo para prenderlo, antes de levantar la vista para agradecerle. No llego a poder hacerlo. Descubro que quien tiene esa amabilidad no es otro que el fiscal de mi caso, observándome con la misma mirada de censura que ha tenido conmigo desde el inicio del juicio. -Homicidio por culpa. Tres años y un día. Ocho meses de encierro y cumple el resto en libertad vigilada. Lo miro, al principio sin entender. Todavía tengo el rostro de Lidia saturando mi mente. Mirándome con ojos agónicos, cuando fui a ayudarla. Buscando, sin fuerzas, abrazarme antes de que la muerte la tomara. Me ofrecía un trato. Otro más, como aquellos con los que antes quisieron convencerme de aceptar. Hasta mi abogado, incluso. -Acaban de declararme inocente. Él negó, enfáticamente, con la cabeza. -La liberaron por faltas de pruebas. Es algo muy distinto. Doy una calada al cigarrillo, retengo dentro el humo por unos segundos antes de soltarlo, sin saber si irme o seguir conversando. -Le estoy dando la última oportunidad de hacer lo correcto- insistió él. Observé su pecho, por sobre el bolsillo derecho de la chaquetilla. Tenía cuatro hileras completas de placas metálicas donde la balanza y la espada de la justicia militar campeaban en la mayoría. Al parecer, no se daba por vencido con nada. Ni siquiera conmigo, luego de ser exonerada de los cargos. Dije lo que siempre. Pero, esta vez, no sé por qué, me costó un poco más atenerme a tales palabras. -Yo no la maté. Tropezó con una piedra y cayó sobre una mina. -Debía haber un letrero allí. -Pues no lo había. -Usted había revisado esa parte. Superior y todo, ese tipo me exasperaba. En particular, por decir verdades incómodas. -Ustedes suponen todo eso. El me miró fumar, en silencio. Sin quitarme la mirada. -Se equivoca. Estamos seguros de eso. Pero no pudimos probarlo. -Para el caso es lo mismo, ¿no? -dije, tratando de parecer imperturbable. -Peleaban como perro y gato desde hacía tiempo. Usted la acosaba, le estaba siempre encima para reclamarle y reñirla. En la primera salida solas a desminar una franja de la frontera ella tiene un accidente. Nadie cree aquí en las casualidades. -Pues si no hay pruebas son sólo eso, ¿verdad? -Que no las haya no quiere decir que no lo haya hecho. Le esquivé la mirada, incómoda. Tiré el cigarrillo al piso, sin importarme lo que pensara de ello. Lo pisé, con fuerza, cada vez más incómoda. -Ella era todo para mí- terminé por confesar. Era la primera vez que me sinceraba en algo. Noté, al poder volver a verlo a la cara, que el fiscal castrense había dejado su animadversión para mirarme con cierta lástima. -Entonces, ¿cómo puede seguir viviendo después de lo que hizo? La voz del fiscal sonó a reproche, a pensamiento en voz alta, a falta de aceptación por lo que acababa de decirle. Estaba claro que mi caso no era una acusación más para él, como que había quedado disconforme con mi sobreseimiento por duda. No esperó mi respuesta. Se fue por donde había venido, sin darme siquiera tiempo de hacer la venia. Quedé allí, tratando de no pensar. Miré hacia arriba, al frontón triangular en donde morían, en lo alto, las inmaculadas columnas de la entrada. “Todo por la Patria” se leía primero. Por debajo, en letras más pequeñas decía: “La justicia debe imperar en los ejércitos de tal modo que nadie tenga que esperar nada del favor ni temer de la arbitrariedad”. Era curioso. No se había hecho justicia conmigo. Me libré de ser castigada por un tecnicismo. Pero las palabras del fiscal no me permitían sacudirme la culpa. Por algún extraño sortilegio, desempolvaron sentimientos varios en mí. Esos mismos que, en mi desesperación por salvar el cuello, había hecho a un lado durante todo este tiempo. Volví al alojamiento en la base, al que antes compartía con ella. Estaba situado dentro de un monoblock de paredes de ladrillo rojizo y marcos blancos en puertas y ventanas que se elevaba cuatro pisos al cielo. Crucé la puerta de entrada como una autómata. Desde arriba de una repisa en la sala, los ojos de Lidia en una foto de ambas me interpelaban. Yo sonreía, a su lado, con el brazo cruzado por detrás y mi mano colgada de su hombro. Ella, apenas. Más bien miraba de un modo extraño a la cámara. Tal vez allí ya sentía lo que me dijo después, que la asfixiaba. Ambas vestíamos el uniforme de combate. Nos la habían tomado el día que terminamos el curso sobre desminado. Supongo que fue el último día feliz entre ambas. A ello siguieron los planteos, las distancias, los reclamos míos por tenerme abandonada, las excusas de ella. Su indiferencia. Vivíamos juntas y me evadía. Trabajábamos juntas y apenas me dirigía palabra. Podía ser mordaz con ella, gritarle, insultarla, sin que se le moviera un pelo. Como si yo no existiera, estando a un paso. Creía que no podía mortificarme más, hasta que la vi ese día con ese chico, un especialista como nosotras, pero de la otra compañía. En esa jornada que supe lo que era que a una la destrozaran por dentro. Por eso no le dije nada, cuando fue hasta ese lugar del camino, en nuestra última salida juntas. El mismo sitio que había inspeccionado antes, cuando ella estaba ocupada con otra parte, sin colocar a la distancia de reglamento el cartel indicativo de la existencia de minas. Había descubierto, a un lado del camino, que la hierba se veía alta e intacta. Nadie había pisado por allí, como sí alrededor. Las habían enterrado bien, cubiertas por un pastizal en el centro de la cuneta. Solo se veían si uno estaba prácticamente sobre ellas. Estaba resentida con ella. Pensaba en esperar a que llegara hasta el borde mismo del terreno minado, antes de gritarle que parara. Justo al límite del camino. Una forma de dejarle en claro las cosas, que no podía vivir sin mí. Que debía agradecerme por salvarla. Por seguir viva. Volveríamos a ser inseparables como antes, cuando eso pasara. Pero no llegó a suceder. Ella tropezó con algo y cayó hacia adelante. En la cuneta. De pleno sobre una mina. El cuerpo se sacudió y saltó, breve, por los aires antes de caer nuevamente, casi sin vida. No quería pensar en eso, pero lo hacía. Rumiaba en la mente mil veces esa tarde. Una y otra vez la veía ir a su muerte. Sin que los tragos de media botella de vodka, el preferido de Lidia, me anestesiaran los sentimientos en absoluto. Me levanté con dificultad del asiento y tomé la foto antes de salir del cuarto. Como pude, subí por las escaleras hasta la azotea, con el portarretratos en una mano y la botella en la otra. Subí al pequeño muro que cerraba ese terrado. Me senté allí, con los pies colgando al vacío. Tomé otro trago para darme valor, en tanto miraba la foto de nosotras dos. Era un día tranquilo, sereno. Ni fresco ni caluroso. El cielo estaba límpido, sin un atisbo de nubes. Pero no me interesaba ver a lo alto. Inseparables. Había una sola forma de seguirlo siendo, estando como estábamos. Miré entonces hacia abajo. Le eché una última mirada a la foto, la besé, antes de llevar a cabo lo que tenía en mente. Estaba tranquila, sin dudas ni miedo. Me pregunté entonces en cómo haría para encontrarla, cuando llegara más allá de ese suelo.

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