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  • Prosa y argumento: ética para el discurso

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 18/01/2025 05:09

    Discurso (imagen ilustrativa creada con IA) En el campo académico, político y cultural, resulta relevante la diferencia entre una buena prosa u oratoria elocuente y un argumento válido. Mientras que las primeras pueden emocionar y persuadir, sólo el segundo puede resistir el escrutinio racional y universalizarse. La prosa u oratoria, aunque efectiva para conectar con audiencias a través de su estética y empatía, puede instrumentarse para manipular la opinión pública si carece de sustancia argumentativa, tal como lo advierte George Orwell en su ensayo La Política y la Lengua Inglesa. Un argumento válido se basa en la estructura lógica que, sumado a la verdad de sus premisas, su conclusión así lo será, como lo establece Aristóteles en el “Órganon”. Sin estos elementos, la prosa puede ser falaz, es decir, psicológicamente convincente pero racionalmente inválida. Actualmente esta confusión es frecuente, influyendo indebidamente las narrativas personales en políticas públicas. Y ello es porque la emotividad es un recurso comunicativo poderoso cuyo abuso compromete la objetividad necesaria para decisiones que afectan a la sociedad. Por eso la educación desempeña un rol crucial en la formación del pensamiento crítico y la capacidad para discernir entre lo emotivo o estético de una buena prosa o discurso elocuente, y la solidez de un argumento válido con premisas verdaderas. Porque si bien el uso de narrativas personales en debates sobre políticas públicas, mediante historias conmovedoras, puede iluminar problemáticas sociales, no necesariamente proporciona una base suficiente que amerite soluciones estructurales, y menos para diseñarlas. Esta capacidad de discernimiento no sólo mejora la calidad de los debates públicos, sino también contribuye a fortalecer la democracia al fomentar una ciudadanía mejor informada y capaz de tomar decisiones racionales. Para esto, se deben evaluar cuatro factores: a) El objetivo, evaluando si el contenido busca conmover, persuadir, o en cambio demostrar; b) La evidencia, evaluando si apela a la experiencia subjetiva o se fundamenta en datos verificables; c) La estructura, apreciando si es flexible y creativa o lógica y coherente; y d) La universalidad, midiendo si el contenido es contextualmente limitado o se aplica más allá del contexto específico. Este criterio evita el peligro de legislar mediante discursos emotivos tomando decisiones basadas en impulsos o sensaciones empáticas más que en análisis racionales. Similarmente sucede en contextos académicos, donde la confusión entre una prosa elegante y un razonamiento sólido socava la calidad del conocimiento producido. Similarmente, una ley bien redactada pero carente de una base argumentativa sólida corre el riesgo de ser ineficaz o de generar conflictos interpretativos, cuando no divisiones y disputas sociales. Por ejemplo, si bien la Declaración Universal de los DDHH combina un lenguaje inspirador con una base filosófica y jurídica que otorga su universalidad, en debates políticos y legislativos sobre derechos humanos, frecuentemente las exposiciones redundan en narraciones o anécdotas sensibilizantes, en lugar de argumentos fundados en principios jurídicos, datos empíricos y razonamientos válidos. Un caso ilustrativo reciente es el debate legislativo sobre la IA. Mientras que varios discursos focalizaron en visiones utópicas y fantasías apocalípticas, desatendieron argumentos que consideraban riesgos concretos como la transparencia algorítmica y principios fundamentales como la no discriminación, garantizando la auditabilidad y que sean responsivos ante errores o sesgos. La ausencia de estos temas sumado a la falta de tratamiento de la actualidad laboral en diversos rubros manifiesta los peligros de legislar sin argumentos ni consideración de datos empíricos, desatendiendo además los efectos potenciadores de la IA. En la bioética, la influencia de discursos emotivos en lugar de argumentos es particularmente relevante en debates sobre la eutanasia, el aborto y la identidad de género, entre otros. Estos temas suscitan sentimientos profundos y opiniones polarizadas que a menudo conducen a decisiones políticas y legislativas basadas en narrativas conmovedoras, bajo un emotivismo mediático, más que en principios bioéticos y datos objetivos. Y cuando la legislación se funda en la emotividad en lugar de la argumentación, surgen riesgos significativos que afectan la estabilidad jurídica y social. Entre ellos, la falta de universalidad provocada por leyes basadas en emociones respondiendo a situaciones particulares o intereses inmediatos, dificultando su aplicación en contextos diferentes y generando desigualdades. También la legislación precipitada por decisiones emotivas sin argumentación sólida y análisis de consecuencias produce inestabilidad normativa y desconfianza en el sistema legal, sancionando leyes más propensas a ser cuestionadas, objetadas o derogadas. Esto además dificulta el consenso generalizado resultando en la polarización social. Respecto de la eutanasia, las narrativas a favor suelen enfatizar historias individuales de sufrimiento extremo, apelando a la compasión y al eventual derecho a finalizar su propia vida. Si bien estos relatos son válidos en su capacidad para generar empatía, el proceso legislativo debe considerar principios bioéticos fundamentales como la autonomía, la beneficencia, la no maleficencia y la justicia. Un marco argumentativo sólido incluiría también información sobre cuidados paliativos e implicancias socioculturales y multidisciplinarias en caso de permitir la práctica eutanásica. Similarmente ha ocurrido con el aborto, cuyos debates estuvieron dominados por narrativas emocionales, basadas en historias de vidas en situaciones extremas. Sin embargo, las leyes que regulan el aborto hubieran debido equilibrar estas consideraciones con argumentos sobre el estatus científico y jurídico del feto, el impacto sociocultural del aborto a demanda, la objeción de conciencia profesional e institucional más la resolución y protección de derechos en conflicto. La bioética, aunque desoída, ofreció marcos para evaluar estos aspectos mediante sus mencionados principios brindando alternativas superadoras a las finalmente legisladas. El debate sobre las teorías de género también ilustra cómo la prosa emocional y las narrativas individuales excedieron la visibilidad de realidades, influyendo por sobre argumentos válidos y datos verificables, provocando una deficiente legislación y erróneas políticas públicas. Y así se ha comprobado en casos de menores de edad con disforia de género y los procedimientos irreversibles de cambio de sexo por cirugía y supresores hormonales; problemas en el ámbito educativo y adoctrinamiento ideológico; socavamiento de la potestad parental; conflictos en derechos laborales; en equidad deportiva; en acceso a espacios públicos como baños y uso fraudulento de la ley en lo civil, económico y penal con resultados gravísimos. Esto, sumado a la inmensa cantidad de dinero y recursos destinados a que el Estado provea los tratamientos mencionados, en un país que, en el 2012, cuando sancionada la ley tenía 27% de pobreza y actualmente más del 50%. Carente además de recursos esenciales como cloacas y agua potable más dificultad en acceso a medicamentos, son sólo algunos de los problemas y contradicciones resultantes, además de falsear la propia realidad pretendiendo que el sexo como rasgo biológico se asigna en lugar de constatarse al nacer. Legislar desde la emocionalidad, sin un marco argumentativo válido, genera leyes inconsistentes, desigualdades y polarización social. Aunque la empatía es fundamental para visibilizar injusticias, debe complementarse con racionalidad para garantizar soluciones equitativas y sostenibles. Esto no significa eliminar la prosa inspiradora, sino integrarla de manera armónica con argumentos válidos logrando empatía y fundamento al servicio de la verdad y la justicia. Porque las leyes basadas en principios universales y datos empíricos tienen mayores probabilidades de ser aceptadas y aplicadas de manera efectiva, promoviendo la estabilidad social y jurídica. La combinación ética y equilibrada de ambas modalidades tiene el potencial de enriquecer el discurso y fomentar tanto la comprensión emocional como la claridad racional. Pero nunca debe sacrificarse el argumento en el altar de la elocuencia.

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