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Parana » Ahora
Fecha: 15/01/2025 11:48
Una madre se detiene en la vereda de la heladería y acerca a su hijo de unos seis años al cordón, le indica acá y el nene saca su pito al aire y mea. Hay un poema de Jesse Lee Kercheval que habla de los mingitorios en la torre Eiffel, de una larga fila de hombres que orinan desde lo alto, de su hijo de cuatro años que hace pis de pie. En un verso resume la impresión: “es tan masculino, pienso, disfrutar de lo casi imposible”. Mientras estoy en el auto por bajar a la heladería rezongo, a los varoncitos se les enseña desde pequeños a mostrar sus genitales como si estuviera bien. Pienso en todas las veces que entre mujeres nos contamos que vimos a un tipo mostrándonos el pito sin que se lo pidiéramos. Una vez, caminaba desde la terminal a la facultad por calle Echagüe y un hombre escondido entre las chapas que cubrían un edificio en construcción se dio vuelta para mostrar que se estaba masturbando. Corrí con otra chica como si la calle no estuviese empinada en contra. De esas cosas me acuerdo y la emoción vuelve, la rabia, el temor. Un pito puede mostrarse como un disparo posible. De chica cuando me asaltaban las necesidades físicas imprevistas, mamá me llevaba atrás de un árbol o en la ruta me cubría entre las puertas del auto hasta incluso de la mirada de mis hermanos o de mi padre. Estaba claro que el pudor gobernaba el cuerpo de las mujeres, que debía hacerlo. En mi adolescencia siempre insistí en no aceptar del todo ninguna sentencia oída de la boca de los hombres, era indecente en mi forma de vestir (igual que la de cualquier otra chica), me maquillaba en exceso, fumaba a escondidas, decía groserías, eructaba delante de mis amigos. No me daba vergüenza mi cuerpo, ni mi condición de mujer me frenaba para hacer lo que quería: estar con amigas, tener novio, reirme con la boca abierta como una luna. Esa libertad duró poco y la creo exagerada, nunca fui tanto como me parecía en ese entonces. Pasa que en los pueblos la mirada es de plomo, perfora y acuña letras que duran. Las picardías que considerábamos transgresiones eran besarnos sin permiso con alguien que nos gustara, quedarnos despiertas hasta la madrugada, escribir iniciales juntas, hablar mal de otras que no nos caían bien, dibujar penes en los márgenes de las hojas de los trabajos prácticos. Me esfuerzo por recordar y no encuentro en la lista estupideces más dañinas que esas. Sin embargo, la carga negativa seguramente viene porque crecí escuchando historias sobre “las vagas”. En esa categoría entraban hasta las mujeres que hacían gimnasia regularmente, las que trabajaban en casinos de noche, las que cambiaban de novio, las que salían todos los fines de semana como los varones, las que en Bariloche tiraban cañitas al aire. Es gracioso escribir mientras le pongo caras a los varones que más escudriñaban sentencias morales. Hoy, esos han sido “atrapados” por viudas negras, literalmente el varón más vigilante de “las chicas bien” hoy está en pareja con la mujer que en el pueblo le hizo varios adn a su descendencia hasta encontrar al padre. Es irónica la vida. No pienso que esté mal que lo haya hecho, es un derecho del hijo exigir identidad y lo que eso conlleva. Pero que la tarjeta de débito del varón que se esforzó por indicar quién era la puta y quién no, hoy esté en manos de quien representa lo opuesto, me parece una especie de justicia poética. El poema de Jesse Lee Kercheval, la heladería, el nenito con el cucurucho en la mano, la memoria de los pitos al aire, la meada desde la altura, los hombres creyéndose de pie, la bragueta rajada por donde les roban cosas. La escritura es un hilván que se tira y nunca se sabe qué tajo puede terminar abierto.
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