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  • Una mujer grita “Devuélvanme a mi hijo”... y no es América latina

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 13/01/2025 04:49

    Así es: la mujer está en el hospital porque se subió a los escritorios y rompió la comisaría a patadas, hasta que le sangraron los pies. Y había llegado a la comisaría con otras madres de desaparecidos porque se habían parado a protestar, con pancartas, cuando el responsable de la desaparición de sus hijos pasaba con el coche. Y ahora que está en el hospital, la mujer se sube a la terraza y grita como loca, porque está tan loca como para gritar pero con esa locura que apunta a la verdad sin medir consecuencias. “¡Devuélvanme a mi hijo! ¡Arranquémosle a jirones la piel al asesino Chun Doo-hwan!”, es lo que dice. Chun Doo-hwan era el dictador surcoreano que ordenó una represión violentísima contra un levantamiento estudiantil. Y todo esto se lee en Actos humanos, un libro de la Premio Nobel Han Kang. Pero, ay, no es ficción. O no del todo. Actos humanos Por Han Kang eBook $ 9,99 USD Comprar Es que esa masacre hecha con toda la crueldad del mundo tiene mucho que ver con Han Kang. Ocurrió en 1980 en la ciudad de Gwangju, justamente donde la escritora nació. Ella tenía 9 años y hacía pocos meses se había mudado con su familia a Seúl. Hasta ahí también había llegado la persecución: una noche irrumpió en su casa un grupo de militares que buscaba a un conocido de su padre. A ella le dijeron que eran “de la inmobiliaria”. Pero de las charlas entre los adultos ella oía, sueltas, frases extrañas: “Le rajaron el pecho con un cuchillo”. O “También dicen que le arrancaron el bebé a una mujer embarazada”. La familia de Han Kang le había vendido la casa a una familia. Uno de ellos es Dongho, uno de los asesinados. Quince años tiene Dongho cuando lo matan y ya ha visto morir en medio de la calle a su mejor amigo y ya ha estado limpiando y organizando cadáveres. Para esa época, Corea del Sur venía de una dictadura tras otra, desde 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial acabó con la ocupación japonesa del país. En 1980, Chun Doo-hwan dio un golpe de Estado y así llegó al poder. Desde el principio se manejó a represión limpia. Pero cuando el 18 de mayo de 1980 los estudiantes de la Universidad de Chonnam, en Gwangju, junto con algunos sindicatos, se organizaron para exigir la democracia, se desató la furia. El gobierno habló de unos 200 muertos, los civiles, de unos 2.000. Tortura, sadismo, ejecuciones. Algo de eso había visto Han Kang a los 12 años, en un libro de fotos que su papá trajo a la casa y que ocultó. Pero, ya se sabe... la chica lo buscó y supo lo que había pasado con esos cuerpos. Jurgen Hinzpeter, el periodista que reveló al mundo la masacre de Gwangju, con el taxista Kim Sa-bok, que lo llevó desafiando las restricciones militares. Muchos años después Han Kang volvió a Gwangju, revisó materiales, no le salía nada. Hasta que empezó a soñar. Por ejemplo, que la perseguían y le atravesaban el cuerpo con una bayoneta. O que le avisaban que iban a ejecutar a los detenidos de 1980, que habían estado ocultos 33 años. ¿Qué podía hacer ella? Tal vez escribir para que no se los olvidara, que no se los volviera a matar. En Gwangju, Han Kang se encontró con el hermano de Dongho. Le dijo que quería contar la historia. El hombre no dudó pero tenía condiciones: “¿Que le dé permiso? Claro que se lo doy. Eso sí, tiene que escribirla bien. Que sea una historia recta y cabal. Escríbala de tal manera que nunca más puedan injuriar a mi hermano”. ¿Qué es lo que había hecho Dongho? Primero buscar a su amigo desaparecido; después ayudar en la identificación de cadáveres. De que no lo injuriaran, entonces, se ocupó Han Kang, pero no con una crónica. Actos humanos está escrito en seis capítulos que son seis miradas, puntos de vista como el del amigo de Dongho, ya cadáver, que habla desde la pila de cuerpos que se pudren. No es un libro ligero. Habla, también, una mujer a la que le piden que dé su testimonio. Alguien está haciendo un libro y le insiste, es valioso. Pero ¿cómo hacer eso? ¿Testimoniar que te metieron dentro una regla de madera de treinta centímetros hasta traspasarte el útero infinidad de veces? ¿Que te hicieron jirones la boca del útero con la culata de una pistola?” Y es conmovedora la historia de la mujer que era una chica menor de veinte años en un levantamiento anterior y trabajaba en una fábrica: quince horas de trabajo al día con dos días de descanso al mes. La mitad del sueldo de sus compañeros varones. Las revisaban al terminar el turno y, con esa excusa, las toqueteaban: “Tomabas dos pastillas de cafeína al día para mantenerte despierta, pero de todas formas te morías de sueño. Cuando el capataz te descubría dormitando de pie, te insultaba o te pegaba una bofetada”. Pero había una compañera que repetía una frase: “Todos poseemos dignidad”. La amiga está en el sindicato, la invita, ella va. Allí aprende a leer en caracteres chinos. Pero sobre todo aprende eso que parece increíble tener que refirmar: “Según la Constitución, nosotras poseemos dignidad como todo el mundo”. Así que cuando se quieren llevar a sus dirigentes, las obreras hacen un cordón y los defienden. Creían, así lo cuenta Han Kang, que no se atreverían a tocar los cuerpos de chicas vírgenes. Qué ilusión: las arrastraron por el suelo en ropa interior. “Tú tenías dieciocho años y te caíste al suelo cuando te arrastraban entre las últimas. Un policía vestido de civil, que parecía tener mucha prisa, te pisó el estómago y te pateó el costado”. Le había perforado el intestino. La despidieron mientras estaba internada y no encontró trabajo en ninguna otra fábrica. Cambió de ramo. Cuando sentía que no daba más aquella frase le volvía a la cabeza: “Todos poseemos dignidad”. Los relatos y las reflexiones personales se cruzan, se mezclan, con las políticas: “¿Por qué les cantan el himno nacional a esas personas que mataron los militares? ¿Por qué las envuelven con la bandera, como si no fuera la misma patria quien las hubiera matado? ”, pregunta un personaje. Y claro, ¿qué distancia hay entre lo personal y lo político en una muerte así? También, en Actos humanos, queda claro que no hay vuelta atrás de la tortura, no hay cómo regresar a un punto en que eso no haya pasado. “No hay modo de volver al tiempo anterior a la masacre y a las torturas”, dice una. Y cuenta Han Kang: “Leí que un superviviente de las torturas decía en una entrevista que la experiencia era parecida a recibir un baño de radiación. Las sustancias radiactivas se adhieren a los huesos y los músculos y permanecen durante décadas en el cuerpo produciendo mutaciones en los cromosomas”. ¿Qué puede hacer ella, entonces? Esto, cuidar que no se dé por pasado lo que sigue sucediendo, no condenar a las víctimas a la soledad y la locura de que desde afuera se niegue lo que sigue siendo realidad, no volverse una sociedad impostada, una sociedad fake que se tapa la nariz para no sentir su propio olor. Finalmente, aunque en coreano Han Kang ha titulado este libro algo así como “El niño viene”, en inglés y en español se eligió un título preventivo. Que previene contra la posibilidad de decir “qué inhumanos”, “qué monstruos”. Los que patearon las cabezas de los que se caían al piso porque no daban más, los que pusieron un lápiz entre los dedos de un prisionero y lo retorcieron hasta que se viera el hueso, los que dispararon desde las terrazas y dejaron pudrir los cuerpos, los que apagaron cigarrillos en los ojos de otros, todos ellos eran bien humanos. Y los que se reunieron por la libertad, los que salieron a ayudar, los que se quedaron en vez de huir porque creyeron que ahí tenían que estar, también. “¿Que nos perdone nuestras ofensas, así como perdonamos a los que nos ofenden?”, pregunta un personaje. “Yo no he perdonado nada ni quiero perdón de nada”. Mis subrayados Tengo entendido que Jinsu recibió más torturas fuera de lo común que el resto de nosotros. Creo que fue porque tenía un aspecto algo afeminado. (...) Me dijo que le hicieron poner el pene sobre una mesa y a continuación lo amenazaron con pegarle con una regla de madera. También lo desvistieron y lo llevaron a una zona de césped que había delante del calabozo militar. Le ataron las manos a la espalda y lo pusieron boca abajo. Así estuvo durante cuatro horas mientras unas enormes hormigas negras le picaban los genitales. Me contó también que tenía pesadillas relacionadas con bichos casi todas las noches desde que lo liberaron. En lugar de eso, luchaban poniendo en juego la vida. La señal era cuando rompían desde dentro el vidrio de una ventana de la biblioteca central y desplegaban un cartel largo que decía «Abajo la dictadura del asesino Chun Doo-hwan». Entonces algunos estudiantes se ataban con una cuerda de una columna de la azotea y se lanzaban hacia abajo. Como siempre, ella apenas abrió la boca durante la discusión, pero al final dijo con calma que quería tomar las armas. No pude darte un funeral después de que te fueras de este mundo. Y desde entonces mi vida es un funeral. Recuerdo la sed bestial que sufría hasta el punto de desear recoger la orina para bebérmela. En la habitación de Jeongdae, que estaba separada de la casa y a un lado del patio, no se oía ruido alguno, como era de esperar. Así seguiría, aunque se hiciera de noche. Tampoco nadie encendería la luz. La llave de la puerta se quedaría inerte, acurrucada en el fondo de la tinaja que estaba al lado del escalón de piedra. Dicen que van a acribillar por amotinamiento hasta a los heridos que están en los hospitales, ¿crees que van a dejar tranquilos los cuerpos y a quienes los cuidan? No pienso que esa experiencia de violencia se limite a esos diez días cortos de lucha y resistencia. Para mí es como la explosión de Chernóbil, de la que no se puede decir que sea cosa del pasado puesto que sus efectos continúan a lo largo de décadas. Piensas que ojalá empeorara tu vista y vieras borrosas incluso las cosas cercanas. Yo no pienso dar un solo paso. Voy a morir aquí con mi hijo. La siguiente frase no se había podido publicar entera debido a la censura: «Entonces la pregunta que cabe hacerse es la siguiente: ¿Cuál es la esencia del ser humano? ¿Qué tiene que hacer el ser humano para no ser otra cosa? «Nuestro ejército les disparó...», murmurabas como alelado, mientras yo te arrastraba hacia adelante, cada vez más hacia el frente de la multitud. «Nuestro ejército les disparó...» ¿Cómo se puede considerar patria a quienes hicieron semejante cosa?

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