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  • “La bestia de Auschwitz”, la cruel mujer que fue condenada por haber matado a 500 mil personas durante el Holocausto

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 12/01/2025 03:23

    Asesina y melómana: María Mandel ordenó formar la “Primera Orquesta de Mujeres de Auschwitz” El gran escritor estadounidense John Steinbeck, Nobel de Literatura en 1962 y autor de novelas extraordinarias como “Viñas de ira” y “Al Este del Paraíso”, sostenía, en esta última novela para ser precisos, una teoría inquietante. Decía que algunos seres humanos nacen con malformaciones físicas, graves o leves mutilaciones, visibles al resto del mundo, que para bien o para mal condicionan su vida y la de quienes lo rodean. Pero que otros seres humanos nacen con malformaciones psíquicas, invisibles al resto del mundo, mutilaciones del alma, que también condicionan su vida y la de los demás en general para mal y no para bien. Esa es, de alguna forma, parte de la base argumental de “Al Este del Paraíso.” Cuando el 24 de enero de 1948, a casi tres años de terminada la Segunda Guerra Mundial, ahorcaron en Polonia a María Mandel, pronto se cumplirán setenta y siete años de aquella ejecución y siempre es bueno recordar un acto de justicia que ayuda a que el mundo viva un poco mejor, también se perdió la posibilidad de descubrir, si ese hallazgo servía para algo, la magnitud, la hondura y el alcance de su alma mutilada. Mandel, a quien llamaron “La bestia de Auschwitz”, fue la oficial nazi de tres campos de concentración, el de Ravensbrück, el de aquella fábrica de la muerte que fue Auschwitz y el de Mühldorf, una filial del campo de concentración de Dachau, adonde llegó cuando la guerra ya estaba perdida para Alemania, y cuando los nazis intentaban borrar la dimensión del genocidio que habían llevado adelante en nombre de una raza superior. A Mandel se la responsabiliza de haber enviado a la muerte a más de quinientas mil personas, de haberse encargado, sólo movía un dedo a la derecha o a la izquierda, de enviar a las cámaras de gas de Auschwitz o de destinarlos al trabajo forzado, a las miles de personas que llegaban a diario, la mayoría judíos deportados de los territorios europeos ocupados por los nazis. También participó de espantosas torturas, de increíbles experimentos médicos que costaban la vida de los prisioneros sometidos por la fuerza a indecibles pruebas humanas. Los testimonios denunciaron que también se excitaba con el sufrimiento y, sobre todo, cuando ella misma era quien aplicaba los tormentos. La responsabilizaron de haber enviado a las cámaras de gas a las embarazadas que llegaban a Auschwitz y pasaban apenas minutos entre la tan temida “Die Rampen”, que funcionaba al final de los andenes, hasta la inmediata eliminación en las cámaras de gas. A Mandel la vieron ahogar a recién nacidos en cubos de agua, someter a la esclavitud a chicos y adultos hasta que se hartaba de ellos y ordenaba eliminarlos. Y todo, y más, lo hizo Mandel con la tranquilidad y acaso la jovialidad con la que se despliega la perversión brutal cuando la ampara la impunidad. María Mandel fue detenida en agosto de 1945. Fue juzgada en noviembre de 1947. En diciembre de 1947 fue condenada. En enero de 1948 fue ejecutada en la horca Este trozo de escoria humana, sin embargo, alguna vez fue una chica bella y locuaz. Acaso con su alma mutilada, pudo ser otra cosa. Hubiese sido raro, pero pudo ser. Si es que no nació con el alma mutilada, es imposible y en cierto modo frustrante, intentar descubrir cuando y por qué un ser humano que se convierte en un torturador que se excita frente a la carne lacerada, un asesino impiadoso que exhibe una escalofriante sangre fría, un emperador del mal en un reino de horror como era un campo de prisioneros, un ser humano que jamás, mientras duró su enorme poder, mostró un gesto de agobio, de pena, de arrepentimiento. También es verdad que bucear en semejante personalidad es fatuo e inútil. Mandel había nacido el 10 de enero de 1912 en la ciudad austríaca de Münzkirchen, en la Alta Austria y no lejos de la frontera con Alemania. Fue la menor de cuatro hermanos, los tres mayores varones, de un matrimonio de artesanos: el padre era zapatero y la madre llevaba adelante un pequeño negocio de herrería. Su condición de única mujer entre cuatro hermanos, la convirtió en una chica mimada y consentida, de caprichos escasos, todos satisfechos, y de cierto encanto personal. Popular en su escuela, con un buen dominio del lenguaje, educada en la religión católica, acompañaba siempre a su familia a la misa dominical. Cuando terminó sus estudios medios, pasó a lo que en Alemania se llamaba “Bürgerschule”, centros de formación para jóvenes que querían dedicarse al comercio o a las artesanías. Belleza, simpatía, locuacidad, que le serían útiles en el nazismo ya convertida en “La Bestia de Auschwitz”, la ayudaron también a llevar adelante aquellos difíciles años de tránsito entre la adolescencia y la juventud. A los diecisiete años, algo ya se había roto en su persona: se enfrentó con terrible dureza con su madre (nunca trascendieron los motivos) y fue expulsada del hogar al que jamás regresó. Empezó entonces a deambular por el mundo laboral alemán, en aquellos años terribles que marcaron el final de la República de Weimar y el advenimiento del nazismo. El padre la cobijó por un tiempo en el negocio familiar, pero Mandel fue de fracaso en fracaso: cocinera en Suiza, empleada en un mercado, dependiente en un almacén, nada. Ya con el nazismo en alza, fue empleada de correos de donde fue despedida por no simpatizar lo suficiente, o por no expresar sus simpatías, con las ideas nacionalsocialistas. Mandel se iba encargar desde ese día de ser una nazi fiel y dedicada. Era ya una mujer cuando, a los veintiséis años, encontró su mal destino. En 1938, cuando ya la guerra era inminente y Adolf Hitler ensayaba su papel de rey de Europa, Mandel entró, por recomendación de un familiar, en el centro de prisión de Lichtenburg, en Sajonia, que era a la vez cárcel e instituto de enseñanza para guardiacárceles. Mandel fue el mejor promedio de entre cincuenta mujeres, considerada por sus profesores y en el punto de atención de los líderes nazis que empezaban a buscar guardiacárceles para los campos de concentración que ya existían en Alemania, y que luego se multiplicarían en el este de Europa. En 1939, después del estallido de la guerra con la invasión alemana a Polonia, Mandel fue a parar al campo de Ravensbrück, a noventa kilómetros de Berlín, que en principio fue destinado solo a mujeres. Recién en 1941 albergaría las barracas destinadas a prisioneros varones. Fue en Ravensbrück, Puente de los Cuervos en alemán, donde Mandel exhibió su brutalidad y su sadismo. El campo obligaba a las prisioneras a trabajar en la industria armamentista alemana, pero era tal la cantidad de mujeres que llegaban cada día, que la eliminación de gran parte de ellas en las todavía incipientes cámaras de gas era también una rutina diaria. Las vías que llevaban a los prisioneros al campo de concentración y exterminio de Auschwitz. Allí también mató María Mandel (AP Photo/Markus Schreiber) Allí se llevaron a cabo experimentos médicos y ginecológicos sin ningún tipo de higiene y, en muchos casos sin erudición, entendimiento o previsión, mucho menos sensatez, en la aplicación de los principios médicos. Los nazis provocaron centenares de abortos, ensayaron inyecciones destinadas a eliminar la menstruación, provocaban heridas que suturaban en carne viva y sin anestesia para igualar las condiciones de un combate, entre otras espantosas prácticas supuestamente científicas. Los cálculos dicen que cincuenta mil mujeres murieron en esos experimentos y cerca de tres mil fueron asesinadas en las cámaras de gas. Fue en Ravensbrück donde descolló Mandel. Sorprendió a sus jerarcas por su frialdad y sus técnicas de castigo a los prisioneros. No toleraba que la miraran a los ojos: quien lo hacía, era enviado a la muerte. Mandel de eso hizo un juego sádico. Era capaz de pasar horas de pie, frente a un prisionero que estaba condenado a no mirarla; también ordenaba asesinar al recién llegado que enfrentara sus ojos en el playón ferroviario donde Mandel decidía quién vivía y quién era enviado a las cámaras de gas. Había logrado armar en el campo un bunker propio de castigo adonde iban a parar quienes cometían la menor falta. Allí eran castigadas en persona por Mandel, que manejaba un látigo y obligaba a las desdichadas a contar uno a uno los latigazos que, según la falta, se dividían en veinticinco, cincuenta, setenta y cinco o cien golpes. Nadie pasaba de contar más que los diez primeros hasta caer agotadas y destrozadas. En muchos casos, las prisioneras eran abandonadas allí mismo, sangrantes y semidesnudas, a temperaturas que superaban los treinta grados bajo cero. Ninguna sobrevivía. Los testigos de aquella locura aseguraron que Mandel usaba unos níveos guantes blancos, al inicio del día, que al atardecer quedaban tenidos con la sangre de las prisioneras y daban cuenta del esmero de la jefa de todas las guardianas. Una de esos testigos fue Neus Catalá, una española nacida en Tarragona en 1915, que había sido miembro de las Juventudes Socialistas Unificadas de Cataluña durante la Guerra Civil, y fue una de las pocas sobrevivientes de Ravensbrück. Murió en abril de 2019, a los 103 años, tras décadas de testimoniar los horrores nazis. Ella contó sobre Ravensbrück: “Muchos días nos quedamos allí hasta las nueve de la mañana desde las cuatro de la madrugada. Sin haber bebido más que un agua que no era ni tan siquiera caliente. Un agua a la que llamaban café, una cosa amarga que debía de ser ortigas secas, yo qué sé. Y nada más. Con eso en el cuerpo, vestida de aquella manera en la que nada te abrigaba… Cada día caían mujeres, cada día caían mujeres muertas. Cada día. Un día llegamos a estar a treinta grados bajo cero”. María Mandel nació el 10 de enero de 1912 en Austria Mandel trepó con velocidad en el escalafón nazi. Los prisioneros le temían, y acaso también sus jefes que valoraban su crueldad y su falta de piedad. Tuvo a su cargo a otras mujeres, guardianas como ella, como Irma Grese, por la que Mandel sintió una inocultable atracción, Dorothea Binz o Juana Bormann. El 7 de julio de 1942, con un nuevo rango en las SS, el de Oberausfsherin, supervisora, fue enviada a ese gran complejo industrial de la muerte que fue Auschwitz-Birkenau, donde fue ascendida de inmediato como Lagerführerin, jefa de campo, un cargo apenas por debajo del comandante de campo, el temido Rudolf Hoss. Se llevó con ella a Grese, a quien promovió como jefa del campo de judíos húngaros de Auschwitz. Fue allí donde se ganó el apodo de “La Bestia”. Su poder sobre los prisioneros y sobre sus subordinados fue absoluto. Tenía el dominio total sobre la vida de los internos porque su cargo le daba “licencia para matar”, que antes había ejercido con igual celo. Luego de su juicio, celebrado en Cracovia en 1947, se descubrió que había firmado o avalado al menos quinientas mil órdenes de muerte de los prisioneros judíos. El cálculo no cuenta los asesinatos que Mandel cometió por placer, por sadismo. En el invierno de 1942-1943, por ejemplo, Mandel pasó revista en un pabellón de prisioneras un domingo a las cinco de la madrugada, bajo una temperatura de veinte grados bajo cero. La inspección, lenta, morosa, se alargó por una imprevista desinfección. Cerca de mil mujeres murieron congeladas y muchas otras fueron asesinados de un balazo, al azar, por el brutal capricho de Mandel. Su desvarío la llevaba a brutales contradicciones. Amaba la música, era capaz de emocionarse con las notas escritas por el genio de Giacomo Puccini, aunque era incapaz de sentir algo por los prisioneros a los que asesinaba o enviaba a la muerte. Su odio visceral a los judíos, sin embargo, hizo que una prisionera, Alma Rosé evitara la cámara de gas. Rosé era sobrina del compositor Gustav Mahler y una famosa violinista. Mandel hizo que Rosé formara una orquesta de mujeres, así la llamó, la “Primera Orquesta de Mujeres de Auschwitz”, que llenaba de música clásica la selección de prisioneros destinados a las cámaras de gas, la llegada de los desdichados a Auschwitz, los mortales pases de revista e inspecciones y, por añadidura, las sesiones de tortura. Rosé murió en Auschwitz, de tifus, el 4 de abril de 1944, a los treinta y siete años. María Mandel antes de ingresar a las filas del nazismo Mandel también participó en Auschwitz de los espantosos experimentos médicos de Josef Mengele. Uno de ellos, estuvo destinado a investigar los efectos de la sulfamida, que sería de importancia vital en los primeros auxilios a los heridos en combate. Hombres y mujeres eran inyectados con bacterias o neurotoxinas como los que provocan la gangrena gaseosa o el tétanos. La circulación de aquellos cobayos humanos era interrumpida por el bloqueo de los vasos sanguíneos en ambos extremos de la herida, para crear una condición similar a la de una herida en el campo de batalla. La infección era agravada por la introducción de virutas de madera y vidrio y luego tratada con sulfamida y otras drogas para determinar su efectividad. Muy pocos sobrevivían al experimento, y a otros ensayos, de los que Mandel participaba de buena voluntad: decía gozar de cierta excitación sexual, junto a Mengele, probablemente su amante ocasional. En aquel mundo de horror del nazismo, Mandel fue tal vez la mujer más poderosa de la Alemania nazi. No se le conoce un solo caso de compasión. Por el contrario, seguía los pasos dictados por el jefe de las SS y responsable de los campos de concentración del Tercer Reich, Heinrich Himmler: “Hasta el niño en la cuna debe ser pisoteado como un sapo venenoso”, había dicho Himmler, y Mandel se encargó de asesinar a los recién nacidos en Auschwitz ahogándolos en tachos con agua. En un periodo, escaso, de compunción, salvó a un chico gitano de cuatro años al que cuidó, según los testigos, como si se tratara de su propio hijo. Pero todo duró nada, pasado un lapso breve lo mandó asesinar. Mandel llamaba a los prisioneros “mis mascotas judías”. Los reducía a la esclavitud para que les sirvieran en persona, luego se hartaba con rapidez y los hacía asesinar o los destinaba a las cámaras de gas. En noviembre de 1944, con la guerra perdida, con los rusos desplegados rumbo a Berlín por el frente oriental y los aliados también rumbo a Berlín por el frente occidental, a seis meses de la derrota y del suicidio de Hitler, los nazis intentaron borrar las pruebas de sus crímenes, desmantelar los campos y tapar el sol con la mano. Ese mes, Mandel fue transferida de Auschwitz, que sería liberado por los rusos en enero, a Dachau. Allí, lejos de aplacar su instinto criminal, siguió al frente de las sesiones de tortura y de la selección de prisioneros destinados a morir. Recién en mayo de 1945, ya con Alemania rendida y ante la llegada inminente de los aliados, Mandel dejó Dachau y huyó por las montañas del sur de Baviera hacia su ciudad natal. Neus Catalá, una española que sobrevivió al campo de Ravensbrück, fue testigo de los crímenes cometidos allí por María Mendel Fue detenida en Austria por los americanos el 10 de agosto de 1945. Después de dos años en manos de los aliados, fue extraditada a Polonia. En noviembre de 1947 la juzgaron por sus crímenes en Cracovia, ciudad cercana a Auschwitz. Nunca asumió su culpa. Hizo lo que hacen casi todos: echó toda responsabilidad sobre el comandante del campo, Rudolf Hoss, que poco podía aclarar: él mismo había sido ejecutado en abril de ese año, en un patíbulo levantado cerca de los crematorios de Auschwitz. El 22 de diciembre de 1947, María Mendel, La Bestia de Auschwitz, fue condenada a morir en la horca por la muerte, directa o indirecta, de medio millón de personas. Una extraña historia echó un poco de piedad sobre su figura impiadosa. La mañana en que conoció su sentencia, Mandel y su secuaz, Therese Brandl, se toparon en las duchas del penal con una mujer polaca, Stanislawa Rachwalowa, que había estado en Auschwitz, había sufrido torturas y vejaciones de mano de la propia Mandel, con la que se volvía a encontrar ahora, desnuda y mojada, en las duchas de un penal de Cracovia. Rachwalowa había eludido la muerte en Auschwitz, pero no había zafado de Stalin: liberada de los nazis, fue encarcelada de nuevo por su militancia anticomunista. Sería liberada recién en 1956. La sufrida prisionera polaca contó que Mandel se acercó a ella, su antigua prisionera, con los ojos llenos de lágrimas y le dijo en un alemán lento y claro: “Le ruego me perdone”. Stanislawa dijo haber apartado de sí toda furia y todo rencor y también en un alemán claro y lento le respondió: “La perdono en nombre de todos los prisioneros”. Mandel se arrodilló y le besó las manos. Al marcharse, y antes de separarse para siempre, Mandel giró su cabeza y dijo en perfecto polaco: “Dzinkuje, Gracias”. Nunca más se vieron. Si la historia es cierta, muestra una sensibilidad nunca antes revelada en la vida de Mandel. Tal vez la inminencia de la muerte despierte ocultas inquietudes en los mutilados del alma. María Mandel fue ahorcada el 24 de enero de 1948. Quince minutos después de que la trampa del cadalso se abriera bajo sus pies, fue examinada y declarada muerta. Su cadáver fue enviado a la Escuela de Medicina de la Universidad de Cracovia. Allí, los estudiantes examinaron los restos de una mujer rubia, de treinta y seis años, un metro sesenta y cinco de altura y sesenta kilos de peso. No tenía en el cuerpo ninguna marca, salvo la que la soga había dejado en su cuello.

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