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  • Godot nunca llegó, pero Beckett todavía tiene mucho para decir

    Gualeguaychu » El Dia

    Fecha: 04/01/2025 10:51

    El 5 de enero de 1953, en el pequeño Théâtre de Babylone de París, sucedió algo inesperado. Esa noche, un grupo de espectadores se reunió sin saber que estaban siendo testigos del nacimiento de una obra que cambiaría para siempre la historia del teatro. La puesta en escena era austera, casi desnuda; el guion, un juego de diálogos desconcertantes. Pero “Esperando a Godot”, de Samuel Beckett, traía consigo una revolución silenciosa: una nueva forma de ver el mundo. Era el inicio del teatro del absurdo, una corriente que no sólo desnudaba el sinsentido de la existencia, sino que lo convertía en un espejo donde todos podíamos reconocernos. Desde ese primer estreno, la obra trascendió las fronteras del escenario. Ya no era únicamente teatro, era un símbolo. A lo largo de las décadas, “Esperando a Godot” se ha transformado en un reflejo universal, capaz de adaptarse a cualquier tiempo y lugar. Y aunque cada época lo interpreta a su manera, su esencia permanece intacta: la espera. La Argentina de hoy no es ajena a esta metáfora. En medio de incertidumbres, fracasos y esperanzas que nunca parecen concretarse, nosotros también somos Vladimir y Estragón, sentados mirando hacia el horizonte en busca de un Godot que no llega. El teatro del absurdo, del cual Beckett es uno de sus pilares fundamentales, nació en el desconcierto de la posguerra. Era una respuesta visceral a un mundo que había perdido su brújula moral y emocional tras años de violencia y caos. Este movimiento rompió con las narrativas tradicionales; abandonó los finales felices y las historias lógicas. Autores como Eugène Ionesco, Jean Genet y el propio Beckett se atrevieron a explorar lo irracional, lo fragmentado, lo aparentemente inútil. Así, sus obras se convirtieron en una representación fiel de la condición humana en su estado más vulnerable y auténtico. En “Esperando a Godot”, este absurdo toma la forma de dos personajes que esperan a alguien –o algo– indefinido. No sabemos quién es Godot, ni por qué vale la pena esperar. Pero esa falta de respuestas es precisamente el punto. Beckett nos obliga a habitar ese vacío junto a Vladimir y Estragón, a enfrentarnos a nuestra propia relación con la incertidumbre. Cuando Vladimir dice: “No pasa nada, nadie viene, nadie va, es terrible”, no sólo está describiendo su situación; está encapsulando esa mezcla de aburrimiento y ansiedad que todos hemos sentido alguna vez. El escenario, con su único árbol seco y su paisaje desolado, refuerza esta sensación de estancamiento. Todo parece inmóvil, casi irreal. Y, sin embargo, es profundamente humano. Beckett explicó alguna vez que su obra no trataba de un tema concreto, sino de “la penumbra donde terminamos, si nos arrancan las certezas”. Esa penumbra se hace palpable en cada diálogo, en cada silencio. Los personajes, atrapados en un limbo existencial, son al mismo tiempo trágicos y cómicos. Su angustia es nuestra angustia, pero su absurdo también nos arranca una sonrisa amarga. En este sentido, la mención de Estragón al estar sentado sobre un “monte de mierda” adquiere un peso simbólico. Es una imagen cruda, incluso grotesca, que sintetiza la desesperanza del momento. Pero también es un recordatorio de que incluso en lo más bajo, en lo más degradado, seguimos siendo humanos. Seguimos esperando, seguimos soñando, seguimos viviendo. Beckett nunca quiso explicar quién o qué era Godot. En una ocasión, dijo simplemente: “Si supiera quién es, lo habría dicho en el texto”. Esta ambigüedad es lo que hace que la obra sea tan poderosa. Godot puede ser Dios, un cambio político, una solución mágica, o simplemente un pretexto para seguir adelante. Lo importante no es Godot en sí, sino la espera. Y en esa espera, Beckett encuentra belleza, humor y, paradójicamente, esperanza. El lenguaje de la obra es otro de sus grandes aciertos. Con frases repetitivas, silencios estratégicos y un ritmo que parece diluir el tiempo, Beckett construye una experiencia que trasciende lo narrativo. No se trata de entender, sino de sentir. Al final, el espectador no sólo observa a Vladimir y Estragón; los acompaña, comparte su incertidumbre, su cansancio, su absurda fe en algo que no llega. Y, sin embargo, en medio de la oscuridad, hay destellos de humor. Beckett decía que “no hay nada más cómico que la desgracia”, y en esta obra esta idea cobra vida. Reírnos de lo absurdo, de nuestra propia fragilidad, es quizás la mayor lección de la obra. No porque minimice el sufrimiento, sino porque lo humaniza, lo hace soportable. Hoy, a más de 70 años de su estreno, “Esperando a Godot” sigue siendo tan relevante como siempre. En un mundo que enfrenta nuevas crisis –económicas, climáticas, sociales–, la sensación de espera es universal. En los tiempos que nos tocan vivir, esta obra resuena con una fuerza especial. Esperamos que mejore la economía, que desaparezca la corrupción, que llegue un cambio. Pero, como Vladimir y Estragón, estamos atrapados en la espera. Aquí es donde la obra nos interpela. ¿Qué hacemos mientras esperamos? Beckett no nos da respuestas fáciles, pero nos deja pistas. Nos invita a mirar a nuestro alrededor, a encontrar sentido en los pequeños gestos, en los vínculos, en el presente. Nos recuerda que, aunque Godot nunca llegue, la vida sigue. Y quizás esa sea la verdadera enseñanza de “Esperando a Godot”: la capacidad de seguir adelante a pesar de todo. Beckett decía: “Intenta de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”. Es un llamado a la acción, a no quedarnos paralizados por la incertidumbre. En la Argentina de hoy, marcada por la polarización y el desencanto, esta obra puede ser un faro para entender que la esperanza está en lo que hacemos aquí y ahora, en el acto mismo de seguir esperando, de seguir luchando.

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