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Parana » La Nota Digital
Fecha: 03/01/2025 06:50
Un cuento para comenzar el 2025. Luz en la noche En el preciso instante en que cambia de un tema de música a otro, siente el llanto de la nena. No la había visto todavía es una suposición. La asociación había sido de inmediato por el pitido entrecortado de la queja. Se saca los auriculares al mismo tiempo y paladea el aire con el oído, como el sonar de un submarino. Persigue el sonido en lo oscuro hasta que da con ella. Está acurrucada contra una reja al final de un pasillo, alcanza a ver las piernas blancas envueltas en un short negro. Esa noche hace frío, Nahuel está abrigado y lo primero que piensa es que la criatura seguro tuviese frío. De cualquier manera, eso no era lo importante, es de noche, hay boliches cerca, terminales de colectivos, gente caminando, basura, viento y barro. Primero entra al zaguán y grita su nombre. Segundo le pregunta qué le pasa. La nena no responde. Ahora distingue que es rubia, de piel blanca, al short negro la acompaña una campera de algodón con capucha también muy delgada para el frío que hace. Llora sin consuelo mientras él se acerca y comprueba que todo aquello no fuera una trampa. El pasillo se hunde unos metros más allá, hacia lo desolado. No hay puertas ni ventanas, solo ladrillos oscuros por la reciente noche y musgo por la falta de luz. Nadie puede verlos en ese callejón, son el ejemplo del olvido -Hola – le dice – ¿estás bien? ¿Cómo te llamás? -¿Te lastimaron? – por la queja asume que algo físico le pasaba. La escena no encaja con nada de lo que está acostumbrado a ver en el barrio y se pregunta cuántas cosas así se habrá perdido por estar distraído escuchando música todo el tiempo. -Nada. Salí. – le responde la nena hundiendo su cabeza entre las rodillas. Nahuel intenta explicarle que no puede dejarla ahí sabiendo que está sola y desprotegida. Le cuenta que tiene que ir al trabajo pero que le presta el celular para llamar a sus padres. Pero la nena no responde. Escurre los mocos en la campera y llora sin consuelo. Vuelve a preguntarle si está lastimada y le responde que no, que ella no. La otra es la que se muere. Quién, le pregunta. ¿Quién se muere? Al no recibir respuesta intenta que se despabile y le toca el hombro. -¿Me puedo sentar?. Se sienta. Resopla al hacerlo y raspa la espalda contra la pared de ladrillo fría. Quedan enfrentados y se mantiene en silencio esperando a que la nena le diga algo. Le repite la pregunta y aún sin respuesta. ¿Y eso te tiene triste? ¿por eso te quedaste acá? Sí, es una tragedia. ¿Cómo pueden ser tan crueles? ¿Quiénes crueles? Ustedes, dice entre mocos y por primera vez puede verle la cara. De entre las rodillas se alza una cara rosada que lo increpa; ojos rojos, pestañas pegoteadas, mejillas enardecidas, boca con una mueca hundida en la desolación y Nahuel ahora puede apreciar el odio en su respuesta. -Ustedes, los adultos. La respuesta le hizo acordar a Greta: la nena que luchaba contra el cambio climático. Cierta determinación incompresible le llamó la atención ya que instantáneamente descubrió que tenía algo escondido entre las manos. Creyendo que es un bicho, o algún pájaro le pregunta si puede verlo pero la nena se niega agitando la cabeza en silencio. Tengo familia en el campo, le dice Nahuel, siempre andamos rescatando animalitos heridos. Una vez saqué un ternero de una laguna fangosa. La nena lo vuelve a mirar, ahora esperanzada, y Nahuel cree notar que un resplandor amarillo le roza la cara de la nena reflejándose en sus ojos húmedos. Aquel brillo lo invita de una manera irremediable a tratar de espiar qué es lo que tiene entre las manos. Fue un segundo o menos: el resplandor provenía del cuenco que formaban sus manos. Por un espacio pudo concluir que el brillo provenía de ahí. Un celular dedujo rápidamente, pero el brillo era distinto, como salubre, radiante pero agónico, realmente se desvanecía. -¿Qué tenés ahí, nena? -Nada. No te interesa. Andate. Dejame sola. Nahuel se disculpa pero necesita que entienda que no puede dejarla sola. Tiene que llamar a la policía si no le cuenta qué le pasa. Es que se muere, le dice, no hay nada que hacer. ¿Quién se muere? Vuelve a preguntar y en ese momento la nena baja las barreras de su desconfianza y abre apenas las manos. Fue durante un único segundo ya que en ese instante alguien se asoma por casualidad al escuchar sus voces y ya estaba caminando dentro del zaguán. En esa apertura repentina y milimétrica Nahuel alcanzó a ver una pierna pequeña. De mujer, grisácea o amarilla, primero había pensado en un tipo de muñeca pero el brillo que emitía le indicaba otra cosa. La pierna estaba retraída como si sintiera dolor. Pudo apreciar en esos escasos segundos que esa pierna temblaba por una fiebre reciente, o producto de algún estado de adrenalina, como si la hubieran atacado de repente. Descansaba sobre una malla de tela de tul, al igual que las alas de las libélulas: delgadas y frágiles, vibrantes y delicadas. Retiene la imagen en su cabeza reconstruyéndola de nuevo ya producto de una obsesión. Todavía había algo más que lo molestaba. No solo la sensación de liviandad que hasta ese instante había sentido sin darse cuenta, como si su cuerpo estuviera bajo los efectos de una magia que al retirarse repentinamente se esfuma sin remedio. Una sensación mágica de paz y es entonces, en ese instante, mientras la policía se acercaba y le hacía algunas preguntas de rutina, que entendió que la pierna dentro del cuenco de manos de la nena, era una personita que temblaba de dolor y sobre lo que estaba apoyada eran sus propias alas rotas. En medio de la declaración, Nahuel busca a la nena que ya estaba sentada en una patrulla y aún desde ahí, dentro del oscuro patrullero pudo sentir ese resplandor, el halo de luz que arremetía contra el vacío de la ciudad. (*) El lobo de la estepa pampeana
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