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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 28/12/2024 04:37
Luciano Frangi tiene 46 años, es integrante de la organización "Coordinadora Cromañón" y acaba de publicar el libro "Cromañón. Las cenizas siguen ardiendo" —No hay más entradas, pibe. —Dale, dale. Te lo pido por favor. El que suplicaba del otro lado de la ventanilla era Luciano Frangi. Era el 30 de diciembre de 2004 y había llegado a República de Cromañón con Diego, un amigo y compañero de trabajo, luego de decidir casi a último momento que irían juntos a ver a Callejeros. “Él había discutido con su novia por teléfono y, para levantarle el ánimo, le propuse ir al recital”, recuerda Luciano, casi veinte años después. A las 21.40 horas se encontraron en avenida Corrientes y Pueyrredón. Pasaron por un kiosco y él se compró un pebete de jamón y queso con una gaseosa. A Bartolomé Mitre 3060 llegaron a las 22 horas. Adentro sonaban los últimos acordes de Ojos Locos, teloneros de aquella fecha. Mientras en la puerta del lugar cacheaban a los que faltaban ingresar, Lucho —como lo llaman todos— intentaba conseguir dos entradas para no quedarse afuera. Insistió tanto que lo logró. “Bueno, vendé estas dos y no vendas más porque no entra más gente”, escuchó decir desde adentro de la boletería. Pagó $10 pesos cada ticket (aproximadamente unos $17 mil de hoy) y entró. Con el diario del lunes, y aun si se las hubieran regalado, el precio terminó siendo demasiado alto. La entrada del recital que terminó en tragedia La cultura del aguante Hasta ese día, la vida de Lucho era la de un joven que vivía en el barrio porteño de Parque Chas, estudiaba Periodismo y trabajaba en una cadena multimarca de artículos deportivos. Tenía 26 años y disfrutaba de ir a la cancha a alentar a River Plate. También era “Ricotero” y seguidor de Callejeros. De hecho, aquel 2004, había ido a ver a la banda de Patricio Fontanet a Obras Sanitarias, en julio; y al Estadio Excursionistas, el 18 de diciembre. Incluso, el 28 del mismo mes, estuvo en el primero de los tres shows que el grupo brindó en el local de Once. “Ese día fui con mi hermana, mi primo y más personas. Éramos como siete. Fue tremendo porque el humo blanco de las bengalas no nos dejó ver nada. Ni el escenario se veía. Además, la capacidad estaba recolmada. Me acuerdo de que me volví a casa recaliente y, aun así, el 30 fui de nuevo. Era parte de la cultura del aguante. En ese momento, cuanto peor, mejor”, describe en charla con Infobae. De ese jueves trágico, Luciano va a rescatar dos decisiones que tomó que, a su criterio, fueron claves para que él esté hoy acá. La primera: ir al baño antes de que empezara el espectáculo. “Al principio pensé que era mejor ir cuando el recital ya hubiera arrancado porque iba a estar vacío. Pero una voz interior me dijo: ‘No esperes. Andá ahora’. Y decidí hacerle caso. Si me hubiera quedado en el primer piso, donde estaban los baños, no hubiera bajado más”, especula. La segunda: correr por debajo del foco del incendio cuando todavía nadie dimensionaba lo que se aproximaba. “Después de que tiraron la candela, pasó una milésima de segundo y se formó un círculo de fuego en el techo, parecía una hornalla. Enseguida empezaron a caer fragmentos incendiados de la espuma de poliuretano y la media sombra. Inmediatamente, la gente se abrió y se hizo un espacio en la pista por el que pasé corriendo. Sentí que era la única opción que me quedaba para acercarme a la salida”, cuenta. La militancia le devolvió la sonrisa a Luciano y le sacó la culpa por lo que no pudo hacer aquella noche del 30 de diciembre de 2004 Para ese momento, Luciano había perdido a su amigo Diego y quedó a oscuras entre el tumulto de gente. “Estaba tan aplastado que nunca pude sacarme la remera que tenía atada en la cintura para cubrirme la cara. La boca me ardía y la garganta me quemaba mal. Igual, hasta ahí, yo pensaba que iba a salir porque estaba cerca del cartel de ‘Salida’ y, de a poco, la masa avanzaba. Hasta que de pronto empecé a escuchar: ‘Abran las puertas, abran las puertas’. Los gritos eran desgarradores”, recapitula. “Ahí me di cuenta de que habíamos avanzado porque la gente se desmayaba o se caía y la pisábamos. Algunos me arañaban; otros, los que estaban más atrás, me pisaban la cintura e intentaban treparme por la espalda. Supervivencia pura”, dice Luciano y sostiene que el hecho de haber tenido algo de comida en el estómago lo ayudó “a estar más fuerte”. Por su experiencia en recitales de Patricio Rey y yendo a la cancha, Lucho dice que, de alguna manera, logró mantener la calma. Pero toda esa tranquilidad se esfumó cuando se topó con una columna y escupió un líquido de color oscuro. “Pensé que era sangre y dije: ‘Me estoy muriendo’. Después, dejé de escuchar los gritos, los llantos, los alaridos. El silencio era total: solo escuchaba el sonido de mi respiración. Ahí sentí que se me aflojaron las piernas. Le pedí a un pibe pelado que tenía al costado que no me dejara solo: ‘Loco, si me caigo, levántame’. Hasta que de repente empezó a llegar oxígeno, aire y más aire, y la presión humana comenzó a descomprimirse”. La imagen que sigue en el recuerdo de Luciano es la de un resplandor de luz y un bombero con una manguera. Las puertas se abrieron y pudo salir de República de Cromañón. “Fue un volver a nacer”, resume. Aunque su primer reflejo fue querer tirarse en el piso, se acordó de su amigo Diego y fue a buscarlo a un punto en común que habían acordado: “Fui y lo encontré. Estaba gritando mi nombre y mi apellido con la remera en la mano. Nos abrazamos y, ahí sí, caímos rendidos, pero vivos”. "Hay un antes y un después de Cromañón. Yo perdí un montón de cosas, entre ellas, la alegría. Aunque lo intento no soy el mismo", dice Lucho Dolores, alucinaciones, pesadillas y culpa Las dos semanas que siguieron a la tragedia, Luciano se la pasó escupiendo “un líquido negro”, debido al humo que inhaló en el incendio. La madrugada del 31, según relata, se acercó al Hospital Tornú donde lo desintoxicaron. “Me hicieron unas nebulizaciones, pero no internaron. Al día siguiente volví, también de manera ambulatoria. Me dolía mucho el cuerpo. Tenía un esguince de tobillo y lastimaduras superficiales: rasguños, golpes”, cuenta. Pero con el tiempo, comenzaron a aparecer otro tipo de secuelas: las psicológicas. “La alucinación era la siguiente: yo cruzaba la avenida y, cuando llegaba hasta la mitad, empezaba a correr pensando que el semáforo se ponía en verde y que los autos avanzaban. Hasta que un día crucé con alguien y me dijo: ‘Pero si el semáforo sigue en rojo, ¿para qué te apurás?’. Algo parecido me pasaba cuando veía gente que corría. Empezaba con taquicardia y muchas ganas de salir corriendo. También tenía pesadillas. Soñaba con fuego, noche, oscuridad. Todo conducente con lo que viví ahí adentro”, explica. De todas las secuelas que le dejó Cromañón, la que más le costó enfrentar fue la culpa: “¿Por qué no me morí yo?”, pensaba Lucho. La terapia, dice, lo ayudó bastante. “Sentía muchísimo remordimiento porque no pude ayudar a nadie. En ese momento, la prensa estigmatizó un montón a los jóvenes diciendo que éramos todos negros, todos borrachos y que nos matamos entre nosotros encendiendo bengalas. Pero la realidad es que hubo una juventud comprometida que salvó vidas de desconocidos. El 30% murió por volver a entrar al boliche. Además, hubo un montón de héroes anónimos”, dice. A lo largo de estas dos décadas, Luciano batalló contra el estrés postraumático como pudo. “Algunos años estaba bien; otros, no. Dejé de ir a recitales. Después volví a ir. Hubo tres o cuatro años en los que no escuché Callejeros. Estuve medicado. Actualmente sigo estándolo. Creo que el sentimiento de culpa empezó a disiparse cuando empecé a militar, allá por 2013. Hasta ahí, durante esos nueve años, los padres llevaron adelante la militancia. Los pibes estábamos debajo la alfombra. Cuando crecimos, tomamos un poco la posta“, cuenta. Luciano es uno de los miembros fundadores de la agrupación "Coordinadora Cromañón" Nadie se salva solo A comienzos de 2013, varios sobrevivientes, entre ellos Luciano, se propusieron armar una organización que nucleara a diferentes agrupaciones y, al mismo tiempo, a sobrevivientes y familiares autoconvocados con un objetivo claro: lograr una ley de reparación integral para las víctimas. Así nació la Coordinadora Cromañón, una organización que lucha de manera apartidaria para mejorar la calidad de vida de los sobrevivientes y evitar que se siguieran quitando la vida (NdR: a las 194 víctimas se suman 19 suicidios posteriores). La única condición para poder ser miembro, explica Lucho, fue dejar de lado las diferencias que había en torno a las culpabilidades. El pasado 13 de diciembre, la Coordinadora festejó junto a otras tantas agrupaciones. Es que, finalmente, la Legislatura porteña aprobó la reforma de la Ley 4.786 para transformar en vitalicia la asistencia económica a los sobrevivientes y familiares de víctimas. Hasta ahora la reparación era provisoria, por lo que las organizaciones tenían que luchar cada tres años para aprobar sucesivas prórrogas. El proyecto, que también reemplazó el concepto “tragedia” por el de “masacre”, estipula la reapertura del padrón de la reparación que, además de la asistencia económica, comprende programas de salud, salud mental y educación. “Con la militancia siento que devolví lo que no pude hacer esa noche. Creo que todos los que pasamos por esa oscura experiencia merecemos vivir mejor lo que resta de nuestras vidas”, dice Lucho. Este sábado 28 la Coordinadora Cromañón realizará su tradicional encuentro para recordar y homenajear sobrevivientes. "Esta es nuestra forma de revancha", sostienen Escribir para sanar En febrero de 2005, sin saberlo, Luciano escribiría el primer capítulo de un libro que vio la luz casi veinte años después. “Cada persona que se enteraba de que había sobrevivido a esa noche me preguntaba qué había vivido. Cada vez que lo contaba me queda sin fuerzas. ¿Qué hice? Decidí redactar mi experiencia de esa noche con un fin netamente terapéutico y también para no confundir los recuerdos”, cuenta. Para 2014, diez años después de la tragedia, el libro ya estaba en proceso. Lo presentó el pasado 11 de diciembre. Se trata de una investigación periodística a la que llamó Cromañón. Las cenizas siguen ardiendo (Editorial Jusbaires). Tiene casi 300 páginas y reúne más de 60 testimonios de sobrevivientes, familiares, psicólogos, sociólogos y médicos. “Es un trabajo que hice junto a Facundo Martínez Reyes. Lo pensamos para las futuras generaciones: cuando alguien quiera saber qué pasó en Cromañón, esto es de lectura obligatoria”, dice Luciano que, actualmente, trabaja en el Consejo de la Magistratura, en la Dirección de Prensa del Poder Judicial de la Ciudad. En familia junto a su pareja y sus dos hijos —A la presentación del libro asistieron algunos protagonistas de la serie de Cromañón, como el actor Luis Machín. ¿La viste? ¿Qué te pareció? —Yo colaboré con la serie. Desde la agrupación fuimos y tuvimos varias charlas con la productora. Hablamos con los actores durante cuatro o cinco horas y les contamos nuestra experiencia. Incluso, dos de mis compañeros viajaron a Uruguay a presenciar la filmación de lo que era el interior de Cromañón. Estuvimos presentes en casi todo momento. A mí la serie me gustó, pero entiendo que a muchos no porque les tocó una fibra íntima. Más allá de eso, lo que sí rescato es que volvió a poner sobre la mesa el tema. —Este 30 de diciembre se cumplen 20 años de la tragedia. A diferencia de otros aniversarios, ¿cómo llegás a esta fecha? —Por lo general te pega mal. Hay un antes y un después de Cromañón. Yo perdí un montón de cosas, entre ellas, la alegría. Aunque lo intento no soy el mismo. Pero trato de parecerme más al que era. Como dice Jean-Paul Sartre: “Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros”. En esa estoy: formé mi familia, tengo dos hijos y me siento feliz a pesar de un montón de cuestiones. Ya no me hago problemas por casi nada. Vivo la vida de otra manera.
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