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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 22/12/2024 03:09
Alois Alzheimer Tan familiarizado estaba con el mal, que le dio dos nombres, uno científico y otro coloquial, tierno y amable, como para deshojar el daño terrible que provocaba. El 3 de noviembre de 1906, en la XXXVII Conferencia de Psiquiatría del Sudoeste alemán, el médico Alois Alzheimer presentó un informe que tituló: “Sobre una enfermedad específica de la corteza cerebral”. En confianza y para sus colegas la llamó “Enfermedad del olvido”. Alzheimer fue un visionario. En el espinoso camino del descubrimiento y tratamiento de las enfermedades mentales, el médico alemán sentó las bases para el estudio de un extraño mal que, con los años, llevaría su nombre, y que atacaba a los pacientes con un arsenal de síntomas terribles que crecían con desesperante lentitud y que incluían, dijo Alzheimer aquella tarde, pérdida de memoria, desorientación, alucinaciones, delirios, estados vegetativos temporales, insomnio, incapacidad cognitiva; todos, diría esa tarde el científico, empeoraban con el paso del tiempo y llevaban de modo irremediable a la muerte. Era el mal de Alzheimer en la voz de su descubridor. Alois tenía cuarenta y dos años aquel noviembre de 1906. Murió por una falla cardíaca el 19 de diciembre de 1915, hace casi ciento diez años. Había nacido el 14 de junio de 1864 cerca de Wüezburg, Baviera, no demasiado lejos de Fráncfort, Stuttgart y Núremberg. Su padre escribano lo quiso médico y Alois fue a Berlín para estudiar e integrarse a la elite científica de su país. Volvió, escaldado tal vez, al año siguiente para estudiar medicina en la universidad local. Era un muchacho brillante y pendenciero: en esos años de juventud alocada, estudios y jaleos, se trenzó en un duelo a sable que le dejó una cicatriz en la cara que supo lucir con el raro orgullo de los duelistas y el más común desdén de los jóvenes. Fue médico a los veintitrés años con el beneplácito de sus profesores que le adivinaron la chispa de la inteligencia. Se especializó en psiquiatría y en el estudio de las enfermedades mentales. A fines de 1888 concursó para ocupar un cargo de asistente en el Instituto para Enfermos Mentales y Epilépticos de Fráncfort. Lo eligieron. Valoraron de modo muy especial la especialidad del joven y su extraordinaria habilidad frente al microscopio en el que analizaba cortes histológicos de cerebros humanos. Él se definía como neuropatólogo y con la ácida arrogancia de la juventud, y un humor de sepulturero, hay que decirlo, agregaba: “Ayudo más a mis pacientes una vez que han muerto”. Compartió ese humor corrosivo con otro famoso neuropatólogo, Franz Nissl, con quien entabló una estrecha amistad, además de trabajar en conjunto. Alzheimer tomó de Nissl el método de teñir los cortes del cerebro con anilinas para desentrañar patologías cerebrales. Auguste Deter, la mujer alemana que fue la primera persona en ser diagnosticada con la enfermedad de Alzheimer (The Grosby Group) A los treinta años se casó con Cecilia Geisenheimer, viuda de Otto Geisenheimer, un acaudalado alemán que comerciaba con diamantes que había sido paciente de Alois. Tuvieron tres hijos y fueron felices por pocos años: Cecilia murió y Alois quedó solo a los treinta y seis años: en su casa se instaló entonces su cuñada, Elizabeth, que se encargó de criar a los chicos. En 1901 irrumpió en la vida de Alzheimer otra mujer: una paciente. Era Auguste Deter, había nacido en 1850 en Fráncfort del Meno y estaba casada con Karl Deter, con quien tenía una hija. A fines de 1890, Auguste empezó a mostrar síntomas de demencia, o de lo que entonces se tomaba como demencia: pérdida de memoria, delirios, estados vegetativos temporales, insomnio; solía arrastrar las hojas de los árboles por el interior de la casa y gritaba durante horas en medio de la noche. Su marido, Karl, que era un trabajador de los ferrocarriles, le dijo, desesperado, a Alois: “Mi esposa ya no es más mi esposa”. La propia Auguste solía murmurar: “Me perdí a mí misma…”. Auguste fue admitida en la Institución para Enfermos Mentales y Epilépticos Irrencloss, de Fráncfort, el 25 de noviembre de 1901. Allí la conoció Alzheimer. Para rozar una idea de cómo eran vistas las enfermedades mentales de la época, los vecinos de Irrencloss llamaban a la institución “El castillo del demente”. A Alzheimer le avisaron del caso. Le dijeron que había sido internada una mujer de cincuenta y un años a la que había enviado su médico personal porque “padece serios problemas de memoria, así como de insomnio. Está confundida e inquieta; le persigue la idea paranoica de que su marido mantiene una relación amorosa con una vecina y, a veces, ya no lo reconoce”. Cuando Alzheimer la examinó, encontró un cuadro devastador. Primero le hizo una serie de preguntas y luego las repitió, para saber si la paciente las recordaba. Le pidió que escribiera su nombre y Auguste lo intentó, pero olvidó la mayor parte de las letras; repitió “Me he perdido” (en alemán: “Ich habe mich verloren”). Más tarde la paciente fue aislada por un lapso corto en un cuarto y, cuando fue liberada, corrió hacia afuera mientras gritaba “No seré cortada… Yo no me corto…”. El diagnóstico reveló los padecimientos de la mujer: “serias dificultades para recordar la información reciente (”Permanece en la cama con expresión de impotencia”, decía su historia clínica descubierta muchos años después); padece alteración la escritura, delirios paranoides y celotípicos, alucinaciones, desorientación en tiempo y espacio y dificultades para expresarse”. El caso era grave. Auguste también daba respuestas que nada tenían que ver con las preguntas que le hacían, o eran incoherentes; sus estados de ánimo variaban con rapidez entre la ansiedad, la desconfianza, la abstinencia y la lucidez para saberse perdida. Los médicos no podían dejarla andar por las salas del instituto porque temían que Auguste encarara a otros pacientes que podían lastimarla. Alzheimer estaba sorprendido. Había visto antes alteraciones complejas de la psiquis humana, pero en pacientes mayores de setenta años. Auguste era mucho más joven. Siguió con los interrogatorios, grabó sus respuestas donde se podía escuchar a Auguste murmurar: “¡Oh, Dios! Me perdí, por así decirlo…”. Parecía ser consciente por momentos de que olvidaba las cosas y sentía impotencia y desesperación. Fue entonces cuando Alzheimer llamó al cuadro de Auguste “enfermedad del olvido”. Alois Alzheimer con sus tres hijos y esposa En 1996 el doctor Konrad Maurer y sus colegas S. Volk y H. Gerbaldo redescubrieron la historia clínica de Auguste, en las que Alzheimer había escrito las preguntas que había hecho a su paciente y sus respuestas. Son las que siguen: -¿Cuál es tu nombre? -Auguste. -¿Apellido? -Auguste. -¿Es el nombre de tu marido? (Duda, finalmente responde). -Creo... Auguste. -¿Tu marido? -Oh, no. -¿Cuál es tu edad? -Cincuenta y uno. -¿Dónde vives? -Oh, ¿estás acá? -¿Eres casada? -Oh, estoy tan confundida. -¿Dónde estás ahora mismo? -Aquí y en todas partes; aquí y ahora, no tienes que pensar mal de mí. -¿Dónde estás en este momento? -Viviremos allí. -¿Dónde está tu cama? -¿Dónde debería estar? Alrededor del mediodía, Auguste comió cerdo y coliflor. -¿Qué estás comiendo? -Espinaca (estaba masticando carne). -¿Qué estás comiendo ahora? -Primero como patatas y ahora rábanos. -Escribe un 5. -(Escribe “una mujer”). -Escribe un 8. -(Escribe “Auguste” y mientras escribe, dice varias veces “me he perdido a mí misma, por así decirlo”). Auguste Deter fue la primera paciente diagnosticada con la enfermedad de Alzheimer, que todavía no se llamaba así. En 1903, Alois fue tentado por el famoso psiquiatra alemán Emil Kraepelin, para que trabajara como jefe de laboratorio y de anatomía patológica de una clínica psiquiátrica de Múnich de la que era flamante director. Allí Alzheimer investigó las demencias de origen arterioesclerótico y distintos tipos de psicosis; se especializó en psiquiatría forense y en control de la natalidad. Siempre se interesó por el estado de Auguste, internada en Fráncfort. Emil Kraepelin , el siquiatra alemán que propuso que la enfermedad descubierta por Alzheimer llevara ese nombre (The Grosby Group) El 9 de abril de 1906, le avisaron que Auguste Deter había muerto a causa de una septicemia provocada por las escaras de tantos años en cama. Alzheimer pidió que le enviaran su historia clínica y su cerebro para poder estudiarlo. Lo que Alzheimer halló en el cerebro de Auguste fueron placas seniles y ovillos neurofribilares. Las placas son como esferas, o acumulaciones extraneuronales de un material extraño, llamado en principio amiloide porque se tiñe como el almidón, pero que es de naturaleza proteica y que puede contener neuronas degeneradas o células atrofiadas. Los ovillos son acumulaciones en apariencia fibrosas en el interior de las neuronas. Alzheimer publicó sus hallazgos en 1907 con amplios dibujos de las lesiones cerebrales que había detectado y numerosos detalles clínicos. Es el documento que tituló “Sobre una enfermedad específica de la corteza cerebral”. Fue el doctor Kraepelin, que había tentado a Alois para que aceptara ser jefe de laboratorio en Múnich, quien decidió llamar a la nueva patología “Enfermedad de Alzheimer” en honor a su descubridor. Dijo al presentarla al mundo: “El significado clínico de la enfermedad de Alzheimer aún no está claro. En tanto que a partir de los resultados anatómicos uno se inclinaría a pensar que en este caso se trata de una variante muy severa de demencia senil; el hecho de que esta enfermedad se manifieste a menudo en torno a los cincuenta años en cierto modo parece contradecir esta apreciación. (…) Pensaría en un diagnóstico de demencia presenil. (…) Se trata de un cuadro clínico peculiar que se presenta con relativa independencia de la edad”. Para 1920, la “enfermedad de Alzheimer” estaba ya incorporada al lenguaje médico. En 1912, Alzheimer fue nombrado profesor de psiquiatría y dirigió la clínica psiquiátrica y mental de la Universidad de Breslau. Bajo su dirección, el laboratorio de la Clínica de Múnich se convirtió en el Centro de Investigación de Histología Patológica, uno de los más famosos de Europa. Una enfermedad atentó contra su carrera profesional. A finales de 1912 y a inicios de 1913, Alzheimer estuvo hospitalizado en Breslau por una afección cardíaca que derivó también en complicaciones renales. Un año después, cuando ya algo recuperado se encontró en un congreso médico con su amigo Nissl y con Kraepelin, ambos dieron una visión opaca de su talentoso colega: “Aunque de apariencia tranquila, se lo veía decaído y compungido; afrontaba el futuro con escaso optimismo”. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, con uno de sus hijos enviados al frente. Alzheimer se volcó al nacionalismo. Una de sus conferencias, “La guerra y los nervios - Krieg und Nerven” marcó para muchos de sus colegas el declive de su carrera científica. “Si bien la guerra puede causar graves lesiones nerviosas -dijo en una inesperada defensa del conflicto- también es cierto que puede surtir un efecto fortalecedor, de modo que engendrará generaciones más voluntariosas, emprendedoras y audaces”. También desdeñó las huellas que dejaba el combate en la mente de los soldados y redujo, al menos así se entendió, esas dificultades mentales a un deseo de los afectados de obtener una recompensa. Llamó a su teoría, un poco brutal si se quiere, “Neurosis de la renta”. La definió como un trastorno por el que: “A una herida leve causada, por ejemplo, por el rasguño de una bala (…) sigue una serie de molestias subjetivas en las que una investigación del sistema nervioso no proporciona ningún resultado, y no guarda, además, proporción alguna con el carácter leve de la herida. (…) Lo hemos calificado de histeria traumática o neurosis de renta, porque es justificado pensar que la perspectiva de recibir una renta sea el factor psíquico que perpetúa los síntomas”. Cuando murió, en diciembre de 1915 a causa de una falla cardíaca masiva, Europa estaba envuelta en las llamas de la Primera Guerra. Lo despidió Franz Nissl, que había sido su amigo y compañero de investigación en tiempos no tan lejanos. Después reveló: “La ceremonia transcurrió con la misma sencillez y silencio con el que su vida se extinguió. (…) Conforme a sus deseos fue enterrado en el cementerio de Fráncfort junto a su esposa, fallecida tanto tiempo antes que él, y con quien sólo había podido vivir unos pocos años unidos en un matrimonio extraordinariamente feliz”. Alois murió sin saber, o acaso con escasa consciencia, de la importancia de sus hallazgos y en especial de sus investigaciones neurológicas. El Alzheimer no tiene cura todavía, pero los tratamientos en desarrollo pueden detener el avance del mal, o lentificar por un tiempo las duras consecuencias de su ataque despiadado. Las investigaciones rastrean en la genética, en la mutación de genes, en esos caprichos inexplicables de algunas células que se rebelan a su condición. Todo lo entrevió Alois Alzheimer y lo dejó al desnudo aquella mujer, Auguste Deter, que sabía que se había perdido a sí misma, que paseaba su mal destino por un mundo que no entendía, que llegó a la consulta médica “con los ojos llenos de angustia”, según recordó Alois, y que dejó sin escribir una esperanzada certeza en medio del pozo de sombras que es ese mal implacable: dicen que lo último que olvidan los enfermos de Alzheimer, es el amor.
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