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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 22/12/2024 02:44
En el collado del Cerro Seler Leandro Seoane, emergentólogo y deportólogo; Adrián Ruggero, generalista y emergentólogo; Andrés Florio, pediatra y deportólogo; y Martín Diana Menéndez, médico generalista y uruguayo de nacimiento (Ignacio Arrieta) Dejaron sus ambos celestes y se calzaron las botas, crampones y antiparras; tomaron sus mochilas y piquetas, y allí fueron. El grupo conformado por experimentados montañistas y médicos del Hospital Universitario Austral se embarcó en una audaz expedición hacia el collado del Cerro Seler, en medio de la cordillera de Los Andes, con el objetivo de llegar al lugar del trágico accidente aéreo para honrar la memoria de quienes perdieron la vida tras el impacto ocurrido el 13 de octubre de 1972. Luego de ocho días de una travesía agotadora, el 22 de diciembre de ese año, Roberto Canessa y Fernando Parrado lograron lo que parecía imposible: establecer contacto visual con unos arrieros chilenos. Ese encuentro marcó el final de 72 días de supervivencia en condiciones extremas en el Valle de las Lágrimas, lugar al que llegó el grupo médico conformado por una diversidad de profesionales de la salud: Leandro Seoane, emergentólogo y deportólogo; Adrián Ruggero, generalista y emergentólogo; Andrés Florio, pediatra y deportólogo; Martín Diana Menéndez, médico generalista y uruguayo de nacimiento y su compañero patagónico, Ignacio Arrieta, licenciado en turismo. “Teníamos ganas de conocer este lugar y de palparnos con toda esa dificultad de lo que ellos vivieron. Como destino de montaña era difícil y un lugar hermoso para ver”, cuenta Seoane por qué fueron hasta allí. El médico, nacido en 1973, creció escuchando la historia de ese grupo humano que desde siempre lo impactó, al punto de leer todos los libros escritos al respecto y de ver todo lo que se produjo en base a la tragedia más impactante en una montaña. El impactante santuario (Ignacio Arrieta) La inolvidable experiencia “Es muy impactante estar en el lugar 52 años más tarde porque están los fierros ahí, hay ventanas del avión y parte del fuselaje; porque están los cuerpos y es como caminar por un cementerio”, describe el deportólogo sobre la expedición que iniciaron el pasado 15 de noviembre y que duró 4 días. Luego de un recorrido de 1.200 km por ruta pavimentada, el grupo de especialistas en la salud, y a la vez pacientes por distintas dolencias y afecciones físicas, llegó a El Sosneado, el pequeño pueblo donde gestionaron los permisos para el esperado ascenso a la cordillera de Los Andes. Desde allí, iniciaron el camino a la montaña a través de 70 kilómetros de ripio hasta el puesto abandonado de Gendarmería, Comandante Soler. En este punto, la aventura se hizo intensa debido al crecimiento de río Atuel. Río Atuel y Cerro Sosneado (Ignacio Arrieta) “El Valle de las Lágrimas se encuentra profundamente enclavado en la cordillera, cerca del valle del río Atuel, un lugar paradisíaco. El río Atuel, que está en el límite entre Argentina y Chile, tiene una extensión considerable, lo que imposibilita cruzarlo a pie. Entre diciembre y marzo, su caudal aumenta significativamente”, describe. Del otro lado de las caudalosas aguas, iniciaron un ascenso de diez horas, hasta llegar a los 2.600 metros de altura, donde está el campamento base conocido “El Barroso”. Siguieron el camino costeando otros dos ríos de aguas gélidas, provenientes de glaciares superiores. “Abonado el permiso de ascenso, se puede dormir en carpas y cocinar en esas instalaciones. En este punto, hay que hidratarse muy bien para ir previniendo el apunamiento o ‘mal agudo de montañas’”, explica el médico deportólogo. La segunda jornada fue para el grupo una verdadera prueba de resistencia. “Con nuestras mochilas cargadas hasta el tope, carpas, crampones y piquetas, todo pesaba unos 18 kilos. Avanzamos lentamente hacia el campamento ubicado a 3.100 metros. El camino, bordeando el helado río de las Lágrimas, era un laberinto de mallines y puentes de hielo. Cada paso era un desafío y la altitud comenzaba a hacer sentir su efecto”, revive la extraordinaria experiencia. Con el Glaciar las Lágrimas de fondo (Ignacio Arrieta) Leandro es celíaco desde hace 25 años; Adrián es trasplantado renal y en la expedición aportó su experiencia en el manejo de pacientes crónicos. Andrés superó cuatro cirugías de cadera y fue un verdadero ejemplo de resiliencia. Martín, que no tiene dolencias físicas, quiso estar en el lugar donde hace más de 50 años perdieron la vida sus compatriotas. Este grupo de amigos y colegas, realizó su primera expedición en Alta Montaña en 2009, cuando ascendieron el majestuoso volcán Lanín. La experiencia continuó y luego de seis horas de esfuerzo, finalmente llegaron a destino: un paraje agreste donde la naturaleza imponía sus propias reglas. “Aquí sólo había nieve para fundir nieve, y unos playones naturales para instalar las carpas. Armarlas en esas condiciones fue una tarea ardua y las acciones más simples, como cocinar o hidratarse, requerían un esfuerzo extra. Gracias a unas comidas liofilizadas fabricadas en la Argentina, pudimos saborear nuestra cena en medio de estos paisajes monumentales: comimos arroz con verduras y guiso de lenteja, que solo hidratamos con agua hervida”, describe. Ya habían pasado dos días y el ascenso final era la prueba de fuego. Leandro Seoane, Adrián Ruggero, Andrés Florio, Martín Diana Menéndez e Ignacio Arrieta en unas de las paradas para descansar “El tercer día arrancamos a las 4:00 AM y nos adentramos en el corazón del glaciar, donde cada paso fue un desafío. Con los crampones clavados en el hielo y las piquetas en mano, asegurando nuestro camino, avanzamos zigzagueando por la pendiente. El viento helado azotaba nuestros rostros mientras escalábamos hacia el santuario del avión. Cinco horas más tarde, alcanzamos los 3.600 metros. Allí, entre los restos oxidados de la aeronave y la inmensidad de la cordillera, sentimos la presencia de aquellos que habían luchado por sobrevivir en este lugar”, dice emocionado. Aquel 13 de octubre de 1972, el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya salió del Aeropuerto Internacional de Carrasco con destino a Santiago de Chile, se estrelló con 45 personas a bordo: 40 pasajeros y 5 tripulantes. Después de 72 días inimaginables, sólo 16 sobrevivieron. Esa experiencia pasó a la historia como la Tragedia de los Andes. “Este valle es un punto inalcanzable en medio de la Cordillera. Aquí yacen los restos del avión a sólo 1000 metros del límite con Chile”, cuenta. Diecinueve de aquellas personas formaban parte del equipo de rugby de Old Christians que viajaban para jugar un partido contra los Old Boys de la ciudad de Santiago. Camino glaciario entre el campamento uno y dos (Ignacio Arrieta) Estar allí, llenó de múltiples sensaciones a los médicos. “Es impactante. Genera tristeza pensar que ahí hubo un grupo de personas que tuvo que organizarse para poder sobrevivir; pensar que a los 12 días escucharon por radio que, después de unos 150 rastrillajes por avión que no los encontró, habían dado por terminada la búsqueda habrá sido desolador. ¡Qué desesperación! ¡Es tremendo! Esta historia es tremenda. Pero es la historia de la supervivencia, de cómo obtener agua, de cómo obtener alimento a partir de los cadáveres de sus compañeros que estaban ahí”, dice. Repasando esa historia, que sabe casi de memoria, describe: “Esta tragedia ocurrió por error de cálculo del piloto y el avión Fairchild Hiller 227 impactó sobre el collado del cerro Seller deslizando parte de su fuselaje hasta la altura de los 3.600 metros. Las misiones de rescate insumieron 142 horas de vuelo y concluyeron definitivamente el 21 de octubre. Cerca de los sobrevivientes yacían los cuerpos sin vida de sus amigos, tapados debajo de un manto blanco”. Los que pudieron sobrevivir, comenzaron a padecer las secuelas del paso de los días y llegaron a bajar hasta 30 kilos. Cuando ya no pudieron más con la idea de morir allí arriba, en medio de la mismísima nada, el 12 de diciembre, Fernando Parrado, Roberto Canessa y Antonio Vizintin (con los pedazos de carne que pudieron cortar de algunos de los cuerpos sin vida, ropa extra y agua) emprendieron rumbo al que pensaron era el camino más corto, pero tomaron la ruta más larga hacia Chile. Vizintin regresó al Glaciar de las Lágrimas luego de resistir tres días. Fernando y Roberto continuaron tres días más hasta el filo de los 4.400 metros y sin conocer de andinismo y usando los cinturones de seguridad de los asientos del avión como soga de contención”, describe el médico que desde hace 25 años practica actividad en la montaña. Foto comparativa (Ignacio Arrieta) “Imaginarlos caminado por allí es darse cuenta de que afrontaron un desafío enorme porque no tenían crampones, no tenía las botas adecuadas, no tenían equipamientos, no tenía nada. Sólo el deseo de sobrevivir. Considero que ese fue el desafío más grande que hubo en la historia del montañismo”, reconoce. Al décimo día de una caminata desgastante, los sobrevivientes se toparon con lo impensado, el milagro, lo que pareció una alucinación: tomaron contacto con unos arrieros chilenos que, al verlos desgarbados frente a un río, se quedaron pasmados. En un papel envuelto y arrojado con una piedra, Canessa escribió: “Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. En el avión quedan 14 personas heridas”. Al día siguiente, el Glaciar de las Lágrimas fue testigo del momento en que los 14 sobrevivientes escucharon el sonido más hermoso y emotivo de sus vidas: el motor del helicóptero salvador. Así pusieron fin a los 72 días de agonía. “Nuestro grupo de escaladores no se querían quedar solo con este relato y las imágenes de los restos del avión, y del monolito del santuario. Por eso, decidimos alcanzar el filo del cerro Seler, donde impactó aquella aeronave uruguaya 52 años atrás. Fueron 4 horas de caminata y una pendiente de hasta 50°. Llegamos al collado del cerro a 4.300 metros. Allí, se vislumbraba perfectamente la división de altas cumbres entre la Argentina y Chile. Realizamos una apacheta (montículo de piedras colocadas en forma cónica) y agradecimos a la Pachamama con vino tinto y hojas de coca”, relata el deportólogo. Los médicos Leandro Seoane, Adrián Ruggero, Andrés Florio, Martín Diana Menéndez y el licenciado en Turismo, Ignacio Arrieta Durante el descenso, el grupo vivió un momento de gran introspección. ”Fue bastante silencioso, porque a cada uno le pegó de diferente forma. Cuando estábamos saliendo del valle, cada uno se fue relajando y empezamos a comentar un poco lo que habíamos vivido. Eso me llamó la atención porque el descenso es en plena diversión y festejo por el logro, pero esta vez no había nada que festejar. Esta experiencia quedará en nuestras memorias como una de las más sentidas en la montaña”, confiesa. Emocionado, adelanta que con el material grabado de la expedición que emprendió con sus amigos, realizará un documental que presentará en la próxima edición del Festival de Cine de Montaña de Canadá (Banff) y el Mini Banff, que se hace en la Argentina. “Le escribí a Canessa, le conté sobre el documental que estamos realizando y le pedí que me grabara unas palabras. Me pidió que cuando lo tuviera se lo envíe y él me manda un video. Me emociona eso”, reconoce. Respecto del final de la travesía cuenta que pese al cansancio, el descenso que realizaron fue tan rápido como épico, y también extraño. “En tan solo dos días, retornamos al inicio del río Atuel. Cada uno de nosotros con la satisfacción de haber superado un desafío inimaginable. A pesar de las ampollas y la pérdida de peso habitual de la alta montaña, la sensación de triunfo era palpable. Para este grupo de médicos montañistas, esta aventura deja una huella imborrable, una prueba de que el espíritu humano puede trascender cualquier límite”, finaliza.
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