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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 30/11/2024 02:40
Winston Spencer Churchill fue el hombre que enfrentó a solas al nazismo y que logró salvar a Inglaterra de las garras de Hitler Cambió el destino de Europa, sombrío ante la cruel aventura nazi; galvanizó a su nación para que enfrentara con decisión y heroísmo a las huestes de Adolf Hitler, a quien odiaba con obstinada lucidez; mientras los nazis se adueñaban de la Europa continental, Winston Churchill, desde Londres, asumió en soledad la sangrienta lucha contra la Alemania que aspiraba a invadir su orgullosa isla; fue un estratega brillante, astuto y decidido; sus artes políticas, desplegadas dos veces como primer ministro y durante más de medio siglo en el Parlamento, también arrullaron los oídos de la entonces joven reina Isabel II, cuando en 1952 y a los veinticinco años, fue coronada para seguir una vida planificada por palacio y por la entonces reina madre, que colocaba a la monarca poco menos que en una jaula de cristal a la espera de un buen esposo. Fue el primer ministro Churchill el educador político de la reina, quien le descubrió a su majestad el intrincado laberinto de la política británica y el de un mundo que cambiaba por horas; Churchill fue para Isabel II una figura paterna a quien aconsejó con sutileza y olfato, sin desterrar la ironía que era una de sus armas favoritas; la reina confió en él, en su seriedad, en su seguridad, y hasta en el aura romántica y épica que exhibía con astucia y que se extendió también a gran parte de la realeza británica. Mientras fue primer ministro durante la Segunda Guerra, se puso al frente de una idea hasta entonces insospechada: unir en un solo bando, para vencer a Hitler, a los Estados Unidos, remisos a enviar de nuevo tropas a Europa, como lo había hecho en la Primera Guerra, y a la Unión Soviética de José Stalin: fue Churchill la cabeza que imaginó y el alma que bregó para que los aliados se aliaran. Para eso, negoció sin temor y sin reparos con Stalin, a quien también despreciaba como despreciaba al comunismo: creía que el fascismo de Hitler y el comunismo de Stalin eran lo mismo. Lo dejó escrito: “Los dos sistemas están en los extremos opuestos de la Tierra. Pero, si mañana uno se despertara de pronto, sin aviso, en cualquiera de ellos, le sería imposible saber en cuál de los dos está”. Con la misma lucidez, a menos de un año de terminada la Segunda Guerra, vaticinó con acierto el mundo que se avecinaba: habló de una “cortina de hierro”, la de la URSS, que había caído en el Este europeo. Era un orador brillante, apasionado y poderoso. Fue su voz y su estilo los que mantuvieron a Inglaterra unida en “su hora más oscura”, y fue su voz y su estilo los que convencieron a toda una nación que podían ganar, que sobrevivirían, que Hitler sería vencido. Junto con esa vibrante cualidad de tribuno romano, derrochó infinidad de frases brillantes, sabias, corrosivas, mordaces, oportunas, irónicas, humorísticas, punzantes, afiladas, envenenadas o elegantes que o bien sí dijo, o le atribuyen o escribió en su larga vida y que retratan una época, un mundo, un estilo. Escribía sus propios discursos, improvisaba con sorprendente astucia y retrataba hechos y personas con la calidad de un cronista: lo había sido, había viajado a Cuba en 1835, como militar británico, a atestiguar la lucha por la independencia de ese país y se había convertido en corresponsal de guerra. Su extraordinarias Memorias de la Segunda Guerra le valieron el Nobel de Literatura en 1953 y son aún hoy material de consulta y ejemplo de crónica periodística. Era también un bebedor empedernido; desayunaba con un dedo de whisky y soda hasta arriba de un vaso largo; el trago se repetía por la noche, sin soda, siempre de una botella de Johnnie Walker Black Label; sus almuerzos, que eran abundantes, estaban regados con champagne francés, Pol Roger era su marca preferida, que también bebía en la cena que culminaba con una copa de coñac. Fumaba a diario un par de largos puros que se convirtieron en un símbolo de su personalidad, lo mismo que su sombrero bombín o su galera y sus dedos en V, presagiando la victoria. Churchill hizo famoso ese símbolo; empezó a difundirlo con el dorso de la mano al frente, hasta que le dijeron que, en algunos sitios de la Gran Bretaña, ese gesto era grosero, vulgar y chusco, una especie de “fuck you” inglés. Desde aquel día, la V se hizo para siempre con la palma de la mano hacia el frente. Era un bebedor empedernido, fumaba a diario un par de largos puros que se convirtieron en un símbolo de su personalidad e impuso una firma: sus dedos en V, presagiando la victoria (AP Photo, File) Hoy, su estatua, vecina al Parlamento, los hombros algo inclinados, el bastón en la mano derecha, que mira con sus ojos de bronce el Big Ben, es el recordatorio de un pasado heroico, ilustre, tal vez añorado. Decenas de libros recorren su vida, interpretan sus discursos, deshilvanan sus decisiones de gobierno, desmenuzan su pasado, cuando ya todo parecía haber sido escrito, en busca de inspiración o de guía. El ex primer ministro Boris Johnson, que soñaba imitarlo sin más atributos que su profusa imaginación, escribió al menos un libro entretenido sobre su vida y figura. Más allá del amateurismo, los historiadores desgranan hoy aspectos poco conocidos de su personalidad, de su pensamiento y hasta de su vida, lo que humaniza más el bronce. En suma, Churchill es hoy, a un siglo y medio de su nacimiento, el primer ministro británico más famoso en la larga historia de esa nación. Sin embargo, cuando llegó al poder en plena guerra, en mayo de 1940, nadie daba un centavo por él. Lo veían como a un sesentón fracasado y chapucero. Tal vez lo era. Había nacido en el palacio de Blenheim el 30 de noviembre de 1874, hijo de Lord Randolph Churchill, séptimo duque de Marlborough y de Jennie Jerome. Fue un chico tímido, de fácil emotividad, pésimo alumno, azotado en las nalgas por sus rígidos maestros con una vara de mimbre como era costumbre, esa pedagogía conocida como “el vicio inglés”, y que muy joven también ingresó en la vida militar. Viajó a Cuba, India, Sudán y, en 1890, a Sudáfrica a escribir crónicas de la guerra contra los Boers para el periódico Morning Post. En 1901 entró a la vida política, ganó un escaño en la Cámara de los Comunes por el Partido Conservador. Se unió a los liberales en 1904, en 1910 fue designado ministro del Interior y al año siguiente Primer Lord del Almirantazgo hasta el estallido de la Primera Guerra, en 1914. Su campaña militar en los Balcanes, en especial en la península de Gallipoli, fue tan desastrosa que Churchill renunció al gobierno en 1915 y fue a luchar a Francia. El primer ministro David Lloyd George lo nombró ministro de Municiones y secretario de Estado para la Guerra en 1919, cuando la guerra ya había terminado. En 1924 volvió a su viejo amor, el Partido Conservador, del que ya no se iría más y vivió varios años como periodista, escritor y conferencista. Se había casado en 1908 con Clementine Hozier, una bellísima mujer de escasos recursos, como Winston. Tuvieron cinco hijos. Con los años, Churchill iba a ironizar sobre su vida y sus logros políticos, como lo hacía con casi todo: “Mi logro más brillante fue mi habilidad para convencer a mi esposa de que se casara conmigo”. Churchill con su esposa, Clementine Hozier, con quien se casó en 1908 y tuvo cinco hijos: Diana, Randolph, Sara, Marigold y Mary Uno de los costados menos conocidos de Churchill lo define como un opositor al voto femenino. Lo era. Las mujeres británicas luchaban por acceder al mismo derecho que tenían los hombres y varios actos de Churchill fueron interrumpidos por protestas de las sufragistas, como se llamaba el movimiento pro voto de la mujer. Churchill creía que las mujeres casadas y con hijos ya tenían una “adecuada representación” electoral por parte de sus maridos. Y llegó a decir una vez, con cierta aprensión: “Si se le da el voto a la mujer, en último término será obligatorio permitir que también ocupen un escaño en el Parlamento”. Su posición dio un giro total luego de la Primera Guerra, enterado del apoyo que la mujer británica en la retaguardia y de cómo habían ocupado los puestos de trabajo de los hombres que peleaban en el frente. Churchill nunca tuvo reparos en cambiar de opinión, lo que también lo destaca entre el común de los políticos. El voto femenino en Inglaterra fue sancionado en 1928. A propósito de su postura frente a la actuación de la mujer en política Churchill tuvo épicos encontronazos verbales, cargados de malicia, humor, ingenio y mala uva, con Nancy Witcher Langhorne, vizcondesa Astor, conocida como Lady Astor. Era una mujer brillante, luchadora por el voto femenino, bella y de lengua afilada y encantadora; los conservadores la hicieron de su partido y fue una de las primeras mujeres en llegar al Parlamento, pese a los viejos vaticinios de Churchill. Dos ejemplos del ingenio de Lady Astor: “De paso, me gustaría decir que, en la primera oportunidad que tuvo, Adán le echó la culpa a una mujer”. Y luego: “Las mujeres tenemos que hacer el mundo más seguro para los hombres, ya que los hombres lo han hecho tan inseguro para las mujeres”. El duelo con Winston parecía inevitable. Sobre todo porque Lady Astor estuvo sospechada de simpatizar con Hitler, sospechas que resultarían no muy fundadas. Algunas de las anécdotas entre ambos les son atribuidas; otras están documentadas. Churchill le dijo una vez a Lady Astor que tener en el mujer en el Parlamento “es como tener a una intrusa toqueteándole a uno en el baño”. Y Lady Astor: “Usted no es tan atractivo como para tener que preocuparse por eso”. En otro encuentro, Churchill, tal vez en tren de acercar posiciones, le preguntó cuál disfraz debería usar él en un baile de disfraces. Y Lady Astor: “¿Por qué no prueba a venir sobrio, Primer Ministro?”. La última y tal vez la más famosa: una noche, harta de tanta porfía y tanta camorra, Lady Astor le dijo a Winston: “Si usted fuese mi marido, le envenenaría el té”. Y Churchill: “Señora, si usted fuese mi esposa, me lo bebería”. La eventual admiración de Lady Astor por Hitler bien pudo ser un mal de la época. El entonces embajador de Estados Unidos en Gran Bretaña, Joseph Kennedy, también se había sentido sintió atraído por aquel alemán, rimbombante y descarado, que había irrumpido en la política europea, que escalaba a fuerza de gritos y a golpes de efecto, también con la ayuda de un brazo armado, vestidaos sus tropas con camisas pardas, que la emprendían a golpes con los opositores. El hijo del embajador americano en Londres, el joven estudiante John Kennedy, también recorrería Alemania interesado por la explosiva personalidad de aquel caudillo. En 1932, un año antes de la llegada de Hitler al poder, Churchill viajó a Berlín con la esperanza, que no el ansia, de conocer a Hitler. Pero el líder nacionalsocialista faltó a la cita. Winston diría después: “Así fue como Hitler perdió su única oportunidad de reunirse conmigo”. Escribía sus propios discursos, como escribió sus propias “Memorias de la Segunda Guerra Mundial”, un conjunto de crónicas periodísticas excepcionales que le valieron el Nobel de Literatura en 1953 Fue el drama de la Segunda Guerra el que llevó a Churchill a la gloria. Cuando asumió el cargo, en mayo de 1940 y cuando nadie daba un centavo por él, ni por Gran Bretaña, ni por gran parte del ejército británico encerrado en la bolsa de Dunkerque, su visión de estratega y su osadía hicieron que diseñara el operativo naval para evacuar a aquellos hombres en peligro; de la partida, que consistía en ir a buscarlos en barcos a Francia y devolverlos a Inglaterra, participaron incluso pequeñas naves civiles, de pescadores, de deportistas, que lograron la hazaña. Fue el primer paso hacia la recuperación de la fe. Fue entonces cuando apareció su porte de orador, el 13 de mayo, cuando dijo en la Cámara de los Comunes: “Sólo tengo para ofrecerles sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”, que pasó a la historia como “sangre, sudor y lágrimas”, porque la medida y el ritmo lo son todo en una frase. Y menos de un mes más tarde, el 4 de junio: “No vamos a flaquear, ni vamos a fallar. Seguiremos hasta el final. Lucharemos en Francia, lucharemos en los mares y en los océanos, lucharemos con confianza y fuerza cada vez más crecientes en el aire, defenderemos nuestra isla cueste lo que cuesta; lucharemos en las playas, lucharemos en los desembarcaderos, lucharemos en los campos, en las calles y en las casas. ¡Jamás nos rendiremos!”. Así fue. Pero pudo no haber sido. Días antes de ese discurso, el 27 de mayo, Churchill había comentado a los miembros de su gabinete de Guerra que estaba dispuesto a alcanzar la paz con Hitler, aunque debiera entregarle a los alemanes Gibraltar, la isla de Malta y algunos territorios africanos. Lo pensó, pero en público siempre hizo todo para mantener en alto la moral de guerra de los británicos. No todo era cuestión de moral de guerra; era imprescindible evitar el derrotismo. Churchill admitió coartar algunas libertades civiles para no ceder a la tentación del abandono. Se arrestó a británicos que se quejaron por el desabastecimiento, o por el incremento de los precios; un tipo que en Leicestershire dijo en un pub que no sabía cómo Gran Bretaña podía ganar la guerra, fue condenado a dos años de cárcel. Churchill creía que, en una emergencia como la de la guerra y la de la posible invasión nazi, debía regir “la subordinación completa del individuo al Estado”. En los años previos a la Segunda Guerra, Churchill había dado muestras de cierto racismo, no equiparable al racismo homicida de Hitler y sus nazis. En 1937 dijo: “No admito, por ejemplo, que se haya infligido una gran injusticia contra los Indios Rojos de América y el pueblo negro de Australia. No admito que se haya cometido una injusticia contra estos pueblos por el hecho de que una raza superior, una raza de grado superior, una raza con más sabiduría sobre el mundo por decirlo de alguna manera, haya llegado y haya ocupado su lugar”. Creía en las jerarquías raciales y en la superioridad de la raza blanca. La Reina Isabel II y el Primer Ministro Winston Churchill, junto al Príncipe Carlos y la Princesa Ana, en una foto del 24 de noviembre de 1954. Churchill fue el educador político de la reina, una figura paterna a quien aconsejó con sutileza y olfato (AP Photo, File) John Charmley, autor de Churchill: The End of Glory (Churchill: el final de la gloria), sostiene: “Churchill se veía a sí mismo y a Gran Bretaña como los ganadores en una jerarquía darwiniana”. Para el historiador Richard Toye, autor de Churchill´s Empire (El imperio de Churchill): “Como atenuante hay que decir que sus ideas no eran muy singulares; pero había mucha otra gente que no las compartían”. Nicholas Soames, nieto de Churchill y miembro del Parlamento, cree que es ridículo atacar al ex primer ministro por eso: “Estamos hablando de uno de los mejores hombres que el mundo ha visto nunca, hijo de la época eduardiana y que hablaba el idioma de su época”. En ayuda de Churchill no acuden sus sentimientos hacia Mahatma Gandhi, el padre de la independencia de la India del imperio británico. En plena lucha pacifista del líder indio, Churchill dijo en 1931: “Es alarmante y nauseabundo ver al señor Gandhi, un abogado sedicioso, posando ahora como un faquir, dando zancadas medio desnudo subiendo las escaleras de la casa del virrey (…) Gandhi no deberá ser liberado sólo porque amenaza con el ayuno”. Esas ideas del Churchill de los años 30 cambiaron a raíz de la Segunda Guerra y mostraron a un político que ni le temía al cambio de sus convicciones, ni veía una claudicación alguna en la admisión de sus propios errores. Si Churchill es hoy un ejemplo para los estadistas del siglo XXI, es porque creía que la educación y la cultura eran dos armas poderosas para ganar la guerra y, luego, para fomentar el desarrollo de las naciones. Su particular visión de ciertas jerarquías sociales le hizo ver a los alemanes de Hitler como a unos bárbaros y a Inglaterra y Francia como últimos y único baluarte en defensa de esa cultura, base de la civilización occidental. Max Hastings, en su libro La guerra de Churchill, narra una anécdota ilustrativa. Una tarde, el gabinete de guerra del primer ministro lo visita en su despacho. Le llevan una propuesta audaz: recortar el presupuesto educativo para destinar los fondos a solventar los gastos de guerra, que eran muchos. Y Churchill: “¿Recortar el gasto en educación? ¿Para que estamos peleando entonces esta guerra?”. Sabiduría, entereza, estrategia, vigor, decisión, todo estuvo teñido por su carácter agresivo, insoportable y violento. Lo disculpaban, quienes lo querían y respetaban, por la presión a la que estaba y estuvo sometido durante toda su primera gestión como primer ministro. Pero no era sólo eso: era un tipo de genio explosivo. Tampoco hacía mucho por contenerse. Por el contrario, lo exhibía aun a su pesar, a diario. Nunca fue un tipo fácil. José Stalin, el presidente Harry S. Truman y el Primer Ministro Winston Churchill antes del comienzo de la primera sesión histórica de la conferencia de los Tres Grandes. Fue Churchill la cabeza que imaginó y el alma que bregó para que los aliados se aliaran para vencer al nazismo Con Charles de Gaulle mantuvo una relación de durísimos enfrentamientos. De Gaulle tampoco era un muchacho que criara rosas en Champs Elysses: era consciente del peligro que acechaba a Francia, con un gobierno colaboracionista enraizado en Vichy, y temía que la poderosa Inglaterra olvidara a su histórico rival y flamante aliado, Francia, en las manos de los bárbaros “hunos”, como Churchill llamaba a los alemanes. Las discusiones Churchill-De Gaulle incluyeron portazos, largos silencios, un intento de prohibirle al francés el acceso a la BBC, desde donde enviaba mensajes a la Francia ocupada, y hasta una recomendación del británico para que los jefes de sus fuerzas armadas ignoraran los pedidos y desplantes del francés. Después, a menudo gracias a los oficios de lady Clementine, la mujer de Churchill, todo volvía a la normalidad. Pero la normalidad era la discusión, la desconfianza mutua, las exigencias y los altercados que hicieron decir a sus asesores, británicos y franceses: “Los dos están completamente locos”. No lo estaban. La integración como fuerza política de los aliados, la creación de “los tres grandes”, Churchill, Franklin Roosevelt y Stalin, calmó en parte las áridas relaciones con De Gaulle, que nunca llegó a ser el cuarto hombre de los aliados. Pero el mal carácter de Churchill también afloraba a diario y para con sus colaboradores; hería a los suyos con comentarios irónicos, sarcásticos y a veces hasta ofensivos; era difícil entenderle porque soltaba gruñidos, sonidos incomprensibles, trabados por una dentadura postiza floja, desajustada y rebelde que además le hacía imposible pronunciar el francés para hablar con De Gaulle. Cuando los suyos no lo entendían, los acusaba de no haber leído lo suficiente, o de haberse educado en colegios miserables, o con profesores incompetentes. Un día, Clementine le envió una carta, porque también a ella le gustaba dejar las cosas por escrito. Le decía, piadosa, que había notado que ya no era tan amable como antes; que tal vez debía cuidar un poco más sus formas, sus modales, su verba encendida y filosa. Churchill, que podía ser áspero, duro y desagradable, pero no era tonto, admitió que podía ser brusco en exceso y en un discurso ante la Cámara de los Comunes, en 1941, cuando todavía Inglaterra luchaba sola contra el nazismo, admitió que nadie lo superaba en el lenguaje del escarnio y la severidad. Hasta en eso se consideraba el mejor. “Bien pensado -dijo aquel día- no sé por qué muchos de mis compañeros no me han retirado todavía la palabra”. Según el historiador Andrew Roberts, que es un decidido defensor de Churchill, si hoy se comportara de la misma forma que en los años 40, acabaría en la cárcel. Lo que salvaba a sir Winston era que, así como era cruel y ofensivo, te untaba después con una dosis de encanto y bonhomía que favorecía el olvido de cualquier ofensa. Él mismo recibió una ofensa mayúscula de parte de los ingleses, a los que había salvado del nazismo y había llevado a la victoria. En las elecciones generales del 5 de julio de 1945, a sólo dos meses de terminada la guerra, los británicos votaron al partido laborista, contra todos los pronósticos y las escasas encuestas. El golpe fue muy duro para Churchill. El resultado se conoció recién el 26, una vez computados los votos en el extranjero. Mary, la hija de Churchill, describió el almuerzo de ese día como: “Un momento de tristeza estigia”. Usó un término, estigia, vinculado a la mitología religiosa: es una laguna del infierno. Ante la mesa, Clementine, piadosa y tal vez sabia, dijo a su marido que la derrota electoral bien podía ser “una bendición disfrazada”. Y Churchill recurrió al sarcasmo: “Por el momento, parece disfrazada de modo muy eficaz”. Otra postal de Franklin D. Roosevelt, Joseph Stalin y Winston Churchill en Teheran, en 1943 Su médico, sir Charles McMoran Wilson, primer barón Moran, escribió en su libro The Struggle for Survival (La lucha por la supervivencia), que se había compadecido de Churchill, y así se lo dijo, por “la ingratitud del pueblo británico”. Y aquel trueno, aquel león de las tribunas y del Parlamento, aquel tipo que ofendía con facilidad con su lengua de doble filo, murmuró: “Yo no lo llamaría así… Lo han pasado muy mal”. Con quien sí fue cruel fue con su sucesor, Attlee, que durante su gestión sentó las bases para el Estado de bienestar y creó la asistencia sanitaria universal en el Reino Unido. Churchill lo fulminó con una de sus frases envenenadas: “Al 10 de Downing Street llegó un día un taxi vacío. Y de él se bajó Clement Attlee”. Si un hombre puede ser retratado por sus frases, aquí van diez de Winston, al azar, arbitrarias y caprichosas. “En la guerra, resolución; en la derrota, desafío; en la victoria, magnanimidad; en la paz, buena voluntad”. “Si Hitler invadiera el infierno, yo haría un discurso en la Cámara de los Comunes con referencias favorables al diablo”. “El gin tonic ha salvado más vidas y mentes inglesas, que todos los doctores del Imperio”. “En el curso de mi vida, a menudo me he tenido que comer mis palabras, pero debo confesar que es una dieta sana”. “Cuando era joven, me impuse como norma no tomar nunca una copa antes de comer. Ahora, mi regla es no hacerlo antes del desayuno”. “Un fanático es alguien que no puede cambiar sus opiniones y que no quiere cambiar de tema”. “Un hombre hace lo que debe, a pesar de las consecuencias personales, a pesar de los obstáculos, peligros y presiones, y eso es la base de la moral humana”. “El problema de nuestra época consiste en que los hombres no quieren ser útiles sino importantes”. “Sería una gran reforma en la política si se pudiera extender la cordura con la misma facilidad y rapidez que la locura”. “La principal diferencia entre los humanos y los animales es que los animales nunca permitirían que los lidere el más estúpido de la manada”. En su intimidad dijeron que las últimas palabras que le oyeron decir aquel 24 de enero de 1965 fueron: “¡Es todo tan aburrido…!” (Grosby) Volvió al poder luego de las elecciones del 25 de octubre de 1951. El Partido Laborista ganó el voto popular, pero Churchill y los conservadores ganaron la mayoría absoluta de los parlamentarios. En 1952, a la muerte del rey Jorge VI, fue coronada reina Isabel II, de la que Churchill fue maestro y consejero. Le tocó administrar parte de la decadencia del imperio que había conocido en pleno esplendor. Estableció una alianza sólida con los Estados Unidos y con los presidentes que sucedieron a su amigo Roosevelt: Harry Truman, Dwight Eisenhower y John Kennedy. Lidió en esos años con el conflicto anglo-iraní, que terminó con la caída de Mohammad Mosaddeq, con la rebelión africana de los Mau-Mau y con la irrupción en Egipto del nacionalista Gammal Abdel Nasser, sostenido por la URSS. Su salud se deterioró el 23 de junio de 1953. Sufrió un derrame cerebral que le dejó un lado del cuerpo paralizado. El estado del primer ministro se mantuvo en secreto hasta su recuperación, en noviembre. Finalmente, renunció el 6 de abril de 1955 y lo sucedió Anthony Eden, que había sido su sobrino y estaba casado con una sobrina de Churchill, Anna Clarissa. Churchill murió el 24 de enero de 1965, en su casa del 28 de Hyde Park Gate, Londres. La reina le otorgó un funeral de Estado en la Catedral de San Pablo y fue la primera en llegar para rendirle honores. En un mensaje a su viuda. Isabel II escribió casi un epitafio: “El mundo entero es más pobre por la pérdida de su genio multifacético, mientras que la supervivencia de este país y de las naciones hermanas de la Commonwealth, frente al mayor peligro que jamás los haya amenazado, será un recuerdo perpetuo de su liderazgo y su coraje indomable”. Horas antes, la muerte de Churchill había sido anunciada por lord Moran, aquel médico personal que se había compadecido en la hora de su derrota electoral, con un mensaje breve, claro y conciso. Decía: “Poco después de las 8 AM, sir Winston murió en su casa. Moran”. Eso era todo. Moran había ahorrado apellido y distinciones para decir adiós a su amigo de tantos años. Tampoco hacía falta aclarar nada. Había un solo Winston. Aún hoy, no hay otro.
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