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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 15/11/2024 05:21
La Sala de Audiencias de la Cámara Federal, en el Palacio de Tribunales, fue el recinto en el que se realizó el histórico Juicio a las Juntas (TELAM) Fue un juicio histórico, valiente, único que, en un continente acosado por dictaduras, se atrevió a juzgar a sus propios dictadores. El juicio a las tres primeras juntas militares del llamado “Proceso de Reorganización Nacional”, que había derrocado al gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón y se había retirado del poder en 1983, tras la derrota militar en Malvinas, dejó al descubierto el terrorismo de Estado orquestado por aquellos jefes militares que con la excusa de combatir a los grupos guerrilleros peronista y marxista que actuaban en el país desde finales de los años 60, habían desplegado una gigantesca operatoria de secuestros, torturas, asesinatos y ocultamiento de cadáveres a lo largo de todo el país. Como dice la sentencia que los condenó, “con todos los instrumentos legales y los medios para llevar a cabo la represión de modo lícito, sin desmedro de la eficacia, optaron por la puesta en marcha de procedimientos clandestinos e ilegales sobre la base de órdenes que, en el ámbito de cada uno de los respectivos comandos, impartieron los enjuiciados”. Fue un juicio ejemplar, pero mudo. Y casi sin imágenes. Su carácter de público quedó circunscripto a la capacidad de la Sala de Audiencias de la Cámara Federal, en el Palacio de Tribunales, que es hoy un sitio histórico. Y recién hace veinte años, en noviembre de 2004, el público tuvo acceso masivo a parte de los dramáticos testimonios que se oyeron en 1985, gracias a un trabajo meticuloso y también valiente que quedó reflejado en un documental censurado, o archivado, durante diecinueve años. Presiones para silenciar el juicio Si el juicio fue mudo, sin imágenes, limitado en las audiencias públicas, lo fue porque el propio impulsor del enjuiciamiento a los ex comandantes del “proceso”, el entonces presidente Raúl Alfonsín, y quienes lo sucedieron, temieron dos reacciones tal vez previsibles e indeseadas: la de la sociedad, al enterarse de los crímenes de la dictadura, y la del poder militar que en 1985 todavía conservaba su capacidad de alterar, o al menos de intentarlo, el orden constitucional. Dos años después de la condena a los ex comandantes, empezaron los alzamientos carapintadas que se prolongaron durante todo el gobierno de Alfonsín y durante el primer año y medio del primer mandato de Carlos Menem. Los fiscales Julio Strassera Luis Moreno Ocampo y los militares de la dictadura acusados (EFE) El 16 de noviembre de 2004 se emitió el programa inicial de un ciclo de diecisiete con una duración de cuarenta minutos cada uno, que por primera vez reprodujo el sonido original de aquellas sesiones históricas. Eran en total once horas que pretendían sintetizar ocho meses de audiencias, incluida la última en la que se leyó la sentencia a los condenados. Hasta entonces, sólo se habían visto fragmentos de aquellos testimonios en un programa especial conducido en 1998 por Magdalena Ruiz Guiñazú. Tan conscientes eran las autoridades, presidía el país Néstor Kirchner, del agujero histórico que el juicio mudo había dejado en la sociedad, que el ciclo se llamó: “Juicio a las Juntas – La deuda con la Historia”. Fue puesto en el aire por “Ciudad Abierta”, el canal del entonces Gobierno de la ciudad de Buenos Aires y fue auspiciado por Abuelas de Plaza de Mayo, Madres de Plaza de Mayo, Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, Hijos y la Subsecretaría de Derechos Humanos del Gobierno porteño. Uno de los protagonistas del juicio, el fiscal Julio Strassera, que murió en febrero de 2015, celebró entonces el ciclo televisivo: “Lo más importante, es que la gente va a enterarse del mayor mérito de ese juicio, el de esclarecer los hechos. Ya nadie se anima a desmentir lo que pasó aquellos años, como se hacía antes del juicio”. El buen criterio de Strassera se equivocaba: hoy, a casi cuarenta años de la condena a los ex comandantes y a veinte de la emisión parcial, con sonido, de los dramáticos testimonios que desnudaron el terrorismo de Estado, parte del espectro político, algunas figuras con importantes cargos constitucionales, se solazan en negar lo que Strassera juzgaba innegable y en prestarse, o en impulsar, a hablar de indultos a quienes purgan penas de prisión por sus crímenes. Qué dice la condena La sentencia a los ex comandantes, ratificada por la Corte Suprema, reveló: “Se han estudiado las disposiciones del derecho positivo nacional e internacional; consultada la opinión de los especialistas en derecho constitucional y derecho internacional público, la de los teóricos de la guerra convencional y la de los ensayistas de la guerra revolucionaria. Se han atendido las enseñanzas de la Iglesia Católica. Y no se ha encontrado ni una sola regla que justifique o, aunque más no sea disculpe, a los autores de los hechos como los que se ventilaron en este juicio”. Adriana Calvo de Laborde durante su testimonio en el Juicio a las Juntas ¿Por qué fue “mudo” el juicio? Cuando en 1985 el gobierno de Alfonsín sentó en el banquillo de los acusados a Jorge Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti, Roberto Viola, Armando Lambruschini, Omar Graffigna, Leopoldo Galtieri, Jorge Anaya y Basilio Lami Dozo, supo, o intuyó con acierto, que tomaba una decisión de alto riesgo. Strassera gustaba contar que Alfonsín lo había llamado para darle todas las garantías para desempeñar su trabajo: no habría presiones del Gobierno. Y que al despedirse le había dicho: “Fiscal, no se vuelva loco…” Y Strassera le había dicho: “Tarde, presidente”. Pero el fiscal no se volvió loco. Él y su adjunto, Luis Moreno Ocampo, y un equipo de jóvenes abogados integrados a la fiscalía, enhebraron en tiempo récord la madeja de la represión ilegal y lograron reunir a casi ochocientos testigos que conformaron los setecientos casos presentados ante el Tribunal. El juicio estuvo a cargo de la Cámara Federal de la Capital, después de que el Consejo Supremo de la Fuerzas Armadas se negara a enjuiciar a sus pares. La Cámara la presidió ese año León Arslanián y la integraban los jueces Ricardo Gil Lavedra, Andrés D’Alessio, Jorge Torlasco, Jorge Valerga Aráoz y Guillermo Ledesma. Los jueces deben haber interpretado la voluntad política del gobierno de Alfonsín. Una de sus acordadas de ese año, la número 14, estableció cuán público sería ese juicio público. Decía: “Se distribuirán tarjetas de acceso hasta completar la cantidad de asientos existentes en la sala, reservando hasta un quinto para las autoridades que solicitasen asistir (…)” La parte baja de la Sala de Audiencias estuvo casi siempre destinada a esas autoridades o a invitados especiales; una bandeja superior de la sala, con capacidad para doscientas personas, estuvo reservada al resto de los poseedores de la codiciada tarjeta de acceso. La Cámara también decidió, en esa misma acordada 14, cómo sería la filmación del juicio. Los seis jueces dijeron que debía ser obligatoria y que debía estar a cargo del canal estatal: “Se gestionará la instalación por ATC de dos cámaras de televisión ubicadas una en cada bandeja superior. Dichas cámaras grabarán el desarrollo completo del juicio por medio de la transmisión a los estudios centrales del canal. Por la Secretaría de Cultura de la Nación se seleccionarán las partes que resulten pertinentes difundir”. ATC, a cargo de la televisación Argentina Televisora Color (ATC), finalmente, colocó sus cámaras también en la sala de audiencia, cerca y frente a los jueces: tomaban a los testigos de espaldas o, en ocasiones, de un forzado perfil. La Secretaría de Cultura, entonces a cargo del dramaturgo Carlos Gorostiza, jamás se ocupó de ninguna selección de testimonios. A ATC llegó una orden que fue cumplida al pie de la letra: “Sin audio, sólo un compacto diario en los noticieros de tres minutos y los testimonios también sin audio”. Así se hizo con una sola excepción: la audiencia final en la que Arslanián leyó la parte resolutiva de la sentencia y la condena a los comandantes. Una de las sesiones del juicio contra los miembros de las tres primeras Juntas que detentaron el poder a partir de 1976 (EFE/Archivo) Cuando el juicio terminó, después de más de ochocientos dramáticos testimonios, se elaboró con el monumental archivo fílmico de las noventa audiencias un valioso documental de once horas que fue guionado por el dramaturgo Carlos Somigliana, que era también empleado del Poder Judicial y había colaborado en la redacción del alegato de Strassera. Su hijo Carlos, “Maco”, era uno de los jóvenes profesionales de la fiscalía. El documental buscaba, además de dejar testimonio del proceso judicial, dejar al desnudo las formas operativas que había adoptado el terrorismo de Estado luego del golpe militar de marzo de 1976. Somigliana, murió en enero de 1987, jamás vio su trabajo en el aire. En principio el documental estuvo programado para salir al aire en diciembre de 1986, pero las presiones militares, el alzamiento carapintada de Semana Santa de abril de 1987, la sanción de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, y el debilitamiento del gobierno de Alfonsín cerraron todos los caminos para su emisión. El gobierno de Carlos Menem, entre 1989 y 1999, tampoco lo puso en el aire. Uno de los jueces, Ricardo Gil Lavedra, presidente hoy del Colegio Público de la Abogacía de la Capital Federal y autor de un valioso retrato íntimo del juicio, “La hermandad de los Astronautas”, dijo cuando se emitió el primer capítulo: “Me da una gran satisfacción que se puedan ver y escuchar parte de las audiencias del juicio. La Argentina de 2004 no es aquella del 84, del 85, que eran años muy difíciles en los que la democracia naciente buscaba puntos de apoyo. Hoy no se viven las dificultades de aquella primera administración democrática.” El primer programa del ciclo evocó un testimonio valioso, el de Ítalo Luder, ex presidente provisional de la Nación durante el tormentoso 1975, que había perdido las presidenciales de 1983 a manos de Alfonsín. El peronismo no estaba de acuerdo con el juicio a las Juntas; había avalado la llamada Ley de Autoamnistía con la que la dictadura intentó retirarse del poder y borrar las huellas de sus crímenes y no había aportado a ninguno de sus dirigentes para integrar la CONADEP (Comisión Nacional sobrea la Desaparición de Personas). Fueron los defensores de los comandantes quienes lo citaron como testigo, porque Luder había firmado bajo su breve presidencia (Isabel Perón estaba de vacaciones en Ascochinga junto a las mujeres de los comandantes que iban a derrocarla) uno de los decretos que ordenaba a las fuerzas armadas “aniquilar el accionar de los elementos subversivos”. Sin embargo, Luder no siguió el plan de los defensores de los comandantes. Dijo a los jueces que el decreto en cuestión, que también firmaron los entonces ministros Manuel Aráuz Castex, Tomás Vottero, Carlos Emery, Carlos Ruckauf, Antonio Cafiero y Ángel Federico Robledo, ordenaba inutilizar la capacidad de combate de la guerrilla y no el aniquilamiento físico de sus miembros, ni el quiebre de la legalidad en el país. Entre los dramáticos testimonios que el ciclo de 2004 rescató del olvido y que dio voz al juicio “mudo”, uno de los más aterradores fue el de Adriana Calvo de Laborde. Fue la primera testigo convocada por la fiscalía de Strassera, una vez que hubieran pasado por el estrado los testigos de las defensas. Laborde había sido secuestrada en febrero de 1977, tenía dos hijos y estaba embarazada de seis meses. Era docente de Física de la Universidad Nacional de La Plata y su marido, Miguel Laborde era profesor de Química en la misma Universidad. Adriana Calvo era también miembro de la Asociación de Docentes e Investigadores de la Facultad de Ciencias Exactas. Con una voz aguda, quebrada por la emoción, potente y segura, que resonaba en la acústica impensada de la Sala de Audiencias, Adriana Calvo relató su calvario. Sus secuestradores, una de las habituales “patotas” del “proceso”, la habían tirado entre los asientos del auto que la llevaba cautiva y se sentaron en su vientre de embarazada; vendada y amordazada fue a parar a la Brigada de Investigaciones de La Plata y luego a uno de los sitios clandestinos de detención ubicado en Arana. Fue torturada, trasladada a la Comisaría 5 de La Plata y mantenida como presa ilegal durante dos meses hasta que, el 15 de abril, empezó su trabajo de parto. La llevaron hasta otro centro ilegal de detención, el Pozo de Banfield; pero su hija nació en el vehículo que la trasladaba, a la altura de los laboratorios Abbot, en lo que tradicionalmente se conoce como “Cruce Alpargatas”. La recién nacida quedó tirada en el piso y su madre gritaba, también lo hizo durante su testimonio, que la pusieran en sus brazos. En el Pozo de Banfield el médico policial Jorge Bergés cortó el cordón umbilical, le arrancó los restos de placenta, la obligó a limpiar el piso de la habitación que ofició como quirófano improvisado. Recién después, Calvo pudo abrazar a Teresa, su hija. Con la misma emoción decidida, la señora Calvo contó aquella tarde estremecida otros horrores de los que fue testigo, ante la mirada desconcertada de los jueces. Por momentos, su cuerpo adoptaba las posiciones de su cautiverio. La pareja Laborde, también su beba, fueron liberados sin cargos de ningún tipo el 28 de abril de 1977. “A mí lograron aterrorizarme, señor presidente –dijo Adriana Calvo aquel día frente a los jueces– pero, por suerte, no lograron aterrorizar a todo el pueblo. Hubo Madres, Abuelas, Familiares que los enfrentaron y hoy estoy aquí pidiendo justicia gracias a ellos”. Durante el cuarto intermedio que siguió al testimonio de aquella mujer valiente, murió en diciembre de 2010, Strassera, que solía aprovechar esos intervalos para dar una especie de improvisada conferencia de prensa, se vio sorprendido por la emoción de los periodistas que lo rodearon, algunos con lágrimas en los ojos, incluidos un par de veteranos curtidos de la sección “Policiales” de los diarios que creían haberlo visto y oído todo. “Acabo de ganar el juicio”, dijo el fiscal en un vaticinio inevitable y certero. El de Adriana Calvo y otros valiosos testimonios rescató aquel ciclo documental de hace veinte años, que no estaría mal reeditar porque refleja un hecho decisivo que retrató una etapa dramática de nuestra historia contemporánea. En 1988, los seis jueces de aquella Cámara Federal depositaron en los archivos del parlamento noruego ciento setenta y cuatro cintas de video con trescientas cuarenta y ocho horas de grabación de aquel juicio irrepetible. La sentencia dictada en noviembre de 1985 condenó a algunos de los acusados, absolvió a otros, no dejó conformes a todos, incluidos los jueces, pero hizo historia. En aquella democracia todavía flamante y esperanzada, donde no había pasado lo que estaba por venir, el juicio a las juntas militares fue, además de una inmersión aterradora en los laberintos del horror, un soplo de conciencia, uno de esos extraños y espaciados momentos en los que el país parece estar a punto de redimirse de sus males y decidido a despegar. Jorge Luis Borges lo dijo más breve y mejor: “Sé que una cosa no hay: es el olvido”.
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