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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 14/11/2024 05:13
Algunas persona creían que Anne Hamilton-Byrne era sólo una profesora de yoga con una inclinación por la cirugía plástica. La veían con su cara estirada, sin arrugas. Y pensaban que ese era su mayor placer en la vida. Tratar de derrotar el paso del tiempo. Para otros, era la líder malvada de La Familia, una secta apocalíptica con unos 500 seguidores y más de 28 niños que habían sido arrancados de sus hogares. Muchos de esos chicos eran recién nacidos de madres solteras engañadas para que pensaran que sus bebés irían a buenos hogares, algunos fueron robados. Ahora, esos niños crecieron y denunciaron el intento de Hamilton-Byrne de construir una raza perfecta a través de un grupo de niños, algunos de los cuales fueron obligados a teñirse el cabello de rubio, fueron educados aislados del mundo e con LSD como parte de un ritual de iniciación. La vida cotidiana en La Familia Durante casi tres décadas, Anne armó esta organización que ocultó sus actividades más inquietantes a plena luz del día, en las afueras de Melbourne, Australia. Esta mujer sostenía que era la reencarnación de Jesucristo y convencía a sus seguidores de estar destinada a salvar el mundo. Pese a que la agrupación que lideraba Hamilton-Byrne era conocida como La Familia, el nombre contrasta con los abusos sistemáticos, el adoctrinamiento y las crueles manipulaciones que marcaron a sus miembros para siempre. Antes de erigirse como líder de culto, Anne Hamilton-Byrne —quien nació como Evelyn Edwards en 1921— había tenido una infancia marcada por la inestabilidad y el abandono. Su madre, diagnosticada con esquizofrenia paranoide, murió internada en un sanatorio. Su padre, incapaz de hacerse cargo de su hija, dejó que pasara gran parte de su niñez en orfanatos, sin rumbo, hasta que el destino la llevó a Melbourne, donde su vida daría un giro inesperado. Casada joven, quedó viuda tras la muerte de su esposo en un accidente, y poco después dio a luz a un único hijo. Fue en esos años que Anne encontró en el yoga no solo un refugio, sino una herramienta de poder. Aún desconocido en Occidente, esta actividad fascinó a Anne, quien empezó a enseñarlo a las mujeres de clase media que buscaban algo más en su vida cotidiana. En los años 60, la moda del misticismo oriental y la espiritualidad alternativa comenzaban a ganar terreno en occidente. Una de las premisas de esa década era el clásico viaje iniciático a la India. Anne supo capitalizar esta tendencia. Su vida dio un vuelco en 1963, cuando conoció al físico Raynor Johnson, un científico con fama en círculos académicos que quedó impresionado por el carisma de Hamilton-Byrne. Solía describir a su esposa como “el alma más sabia, serena y generosa que jamás había conocido”. El hombre, quien buscaba respuestas espirituales más allá de la ciencia, llegó a ver en ella la guía que tanto anhelaba y se convirtió en su primer reclutador para La Familia. Unos 28 niños vivieron aislados en La Familia durante más de dos décadas La mujer que se creía Jesús Anne usaba “Santiniken”, el campo de Johnson en las afueras de Melbourne, como un centro de convenciones y refugio espiritual. Allí, organizaba encuentros semanales para adoctrinar a sus seguidores. En sus discursos, mezclaba enseñanzas de hinduismo, budismo y cristianismo, y poco a poco convenció a su grupo de que ella era una encarnación divina en el nivel de Jesús, Buda y Krishna. Una vez bajo su influencia, sus seguidores comenzaron a entregarle no solo su fe, sino también sus bienes materiales. Para 1968, Anne Hamilton-Byrne ya acumulaba fortunas, propiedades y el control casi absoluto de sus discípulos. Para Hamilton-Byrne, su misión en la Tierra incluía la creación de una “raza superior” que encarnara sus ideales, y ese plan debía comenzar con los niños. Por su ascendencia sobre médicos, abogados y enfermeros miembros de su secta, conseguir niños para este fin resultó sorprendentemente sencillo. Algunos provenían de otros miembros de La Familia y otros fueron adoptados de manera ilegal. Para estas maniobras usaron documentos falsificados y la ayuda de médicos corruptos. En total, se llevaron a 28 niños, quienes fueron obligados a creer que Anne era su madre biológica. Estos niños fueron completamente aislados del mundo exterior. Sus nombres y apellidos se cambiaron a Hamilton-Byrne y sus cabellos fueron teñidos de rubio, en un esfuerzo por hacerlos parecer una “familia” unificada y “perfecta”. Su vida transcurría bajo el control de mujeres llamadas “tías”, adultas leales a Anne que cuidaban a los menores. Según el relato de Sarah Moore, una de las sobrevivientes que había nacido dentro del culto, “Hamilton-Byrne tenía una obsesión por crear niños perfectos con ropa impecable, cabello rubio bien peinado y sin expresión alguna de individualidad o rebeldía”. Para los menores, sin embargo, la vida en La Familia era una pesadilla. Cualquier acto de insubordinación era castigado en forma severa. O los dejaban sin comida o eran golpeados por Anne con uno de sus zapatos de taco aguja. Dave Whitaker, otro de los niños criados dentro de la secta, recuerda que todo estaba bien, siempre y cuando se obedeciera cada palabra de Anne. “No era alguien con quien discutir. Sólo hay una regla: haz absolutamente todo lo que ella te diga”, admite Whitaker muchos años después ya a salvo de la mirada de Anne. Tres sobrevivientes contaron el horror y ayudaron a terminar con los horrores de la secta Los ritos de iniciación con LSD El control de Anne sobre los niños no se limitaba a los castigos físicos; también recurrió a métodos de tortura psicológica. A medida que los menores crecían, Anne y sus “tías” los mantenían drogados con dosis regulares de valium para mantenerlos dóciles. Además, en la adolescencia, eran sometidos a extraños rituales iniciáticos donde se les administraban LSD en grandes cantidades. En esa especie de bautismo, los chicos quedaban encerrados en una habitación a solas, enfrentaban alucinaciones aterradoras mientras Hamilton-Byrne se presentaba como una figura mesiánica que afirmaba ser la reencarnación de Cristo. Este proceso tenía como objetivo quebrar su voluntad y asegurarse de que no desarrollaran la capacidad de pensar o cuestionarse fuera de los confines de la secta. Este régimen de aislamiento y abuso era reforzado con la doctrina de La Familia: “invisibles, desconocidos, inaudibles”. Para los menores y adultos por igual, cualquier contacto con el exterior era prácticamente inexistente, y cualquier intento de rebelión se reprimía severamente. Pero en 1987, el régimen de terror que Hamilton-Byrne había instaurado comenzó a desmoronarse. Sarah Moore, entonces de 14 años, fue expulsada de la secta debido a su rebeldía constante y sus preguntas incómodas. Al salir, acudió a la policía y reveló los detalles de lo que había vivido en ese campo en las afueras de Melbourne. La chica detalló con detalles los abusos y el trato inhumano que había sufrido. “Durante mi parto, a mi mamá le pusieron una almohada sobre la cabeza. Le dieron tranquilizantes fuertes. Y en cuanto nací me llevaron al instante. Ni siquiera le permitieron verme”, pudo contar la chica muchos años después. Los policías la miraban sorprendidos y no atinaban a interrumpirla. Todo cambió cuando Sarah alertó que otros chicos seguían en poder de Anne y sus “tías”. La confesión desencadenó una investigación oficial, que culminó en una redada de las fuerzas de seguridad en la sede del culto el 14 de agosto de ese mismo año. Durante el allanamiento, los niños fueron rescatados y puestos bajo custodia protectora. Para entonces, Hamilton-Byrne ya había huido del país. Escapó a Estados Unidos. Se ocultó en la zona de Catskill, en Nueva York, donde continuó manipulando a sus seguidores desde las sombras. Sin embargo, las autoridades australianas y estadounidenses siguieron con la investigación. El cerco se cerraba sobre Anne. Después de varios años prófuga, Anne Hamilton-Byrne fue arrestada en 1993, acusada de múltiples delitos, incluido fraude. Sorprendentemente, apenas cumplió muy poco tiempo en prisión y, aunque se le ordenó pagar indemnizaciones, muchos sobrevivientes nunca recibieron un sólo dólar. Hamilton-Byrne pasó sus últimos años en un asilo, sumida en la demencia, lejos de los recuerdos de las atrocidades que había cometido. Los sobrevivientes de La Familia, por su parte, viven con las secuelas de los abusos en sus cuerpos y mentes. Algunos narran las pesadillas recurrentes, otros no pueden olvidar las alucinaciones impuestas por la ingesta forzada del LSD, y algunos como Sarah Moore encontraron la fuerza para hablar y exponer las cicatrices psicológicas que los años en La Familia dejaron en su vida. “Ella simplemente cambiaba tu mundo. Lo volteaba de cabeza de la noche a la mañana”, resume la mujer.
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