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» El litoral Corrientes
Fecha: 04/11/2024 03:52
Maldita muerte. Bendita muerte. La partida al plano etéreo de una persona representa el final de un ciclo biológico y la comprobación de que la vida, entendida como la existencia terrenal, es una oportunidad que se renueva cada día, como también se diluye cada día. La defunción de Silvestre Fogel, un periodista que prestó sus servicios profesionales en Corrientes y que hace varios años militaba en la comunicación de la vecina provincia del Chaco, golpeó por debajo del cinturón a quienes supieron disfrutar de su prosa inteligente y de sus investigaciones comprometidas, al mismo tiempo que movió la estantería emocional de quien esto escribe. Primero que nada pido disculpas por la primera persona del singular, pero la ida de Silvestre -a quien no volví a ver desde que se marchó a Resistencia- me cayó como una pesa de plomo en el esternón. No tanto por su partida en sí misma, sino por el contexto en el que le tocó viajar hacia el otro lado. Apenas pude ensayar unas breves condolencias a sus amigos cercanos por las redes, junto con el deseo íntimo de que haya tenido una vida feliz, incluso en su lucha contra el cáncer que doblegó su salud. La pesadumbre vino por el lado de su mirada social, porque Silvestre no era un pequeño burgués capaz de acomodarse a los vientos epocales, sino todo lo contrario. Lo sabíamos consciente de la problemática social, adolorido por la pobreza y -seguramente- preocupado por las nuevas ideas de la libertad. Esas que pregonan la virtud de un mundo sin organización estatal, sin un eje equilibrador de las dos grandes mitades en las que se divide la civilización humana desde que las cosas comenzaron a valer en metal: los que, motivados por un legítimo apetito de prosperidad, buscan constantemente ascender hacia un estrato de tranquilidad económica y los que, ya encaramados en la abundancia, buscan afanosamente conservar tal posición mediante la acumulación de bienes, divisas, inversiones y negocios de toda laya. Es fácil saber de qué lado estaba Fogel si miramos el horizonte social desde una perspectiva binaria a esta dicotomía de pobres condenados a seguir siéndolo y ricos beneficiados por decisiones gubernamentales que garantizan el crecimiento a perpetuidad de sus fortunas. Silvestre era uno en una enorme minoría, valga el oxímoron. Como él, hay sin dudas otros miles, otras decenas de miles y otros centenares de miles de personas afligidas por un modelo económico que prioriza la concentración de riquezas en los sectores que se niegan a tributar en forma proporcional al calibre de sus réditos. Empresas superpoderosas que aprovechan exenciones impositivas sumamente generosas y cuyos titulares se van del país para no afrontar sus obligaciones ante el fisco, al mismo tiempo que vuelcan millones al gran circo de la Fórmula 1. La idea de esta columna no es caer en una moralina filoprogre, pues no está mal que las potencias económicas privadas de la Nación auspicien a un deportista merecedor de dicho apoyo. El meollo de esta disquisición es una pregunta sin respuesta, un interrogante que me sobrevoló desde que leí los obituarios de mi antiguo compañero de redacción, con su estricta chomba de piqué, sus alpargatas y su sonrisa rotunda: ¿Fogel fue feliz? ¿Son felices los miles de argentinos ubicados en su misma línea de pensamiento?. Por supuesto, debe asumirse que la felicidad no es un objetivo unitario y definitivo, sino la suma de buenos bocados que uno pueda asestarle al ecosistema de adversidades que habrá de presentarse -en mayor o menor rigor- durante el tiempo que toque permanecer dentro del propio cuerpo, bajo las formas tridimensionales de hueso y carne. Quiero creer que Silvestre (así como todos los que en él se hallan representados en este panegírico) fue feliz a pesar de que en los últimos lustros sobrevino un clima de involucramiento cero. Una reconfiguración del tejido social que volvió demodé el sentido gregario de las organizaciones civiles, reemplazado por un nuevo concepto de verdad personalizada según la cual todo está bien mientras lo mío esté bien. ¿Qué es la verdad? La única verdad es la realidad, decía un general. Pero el problema es que ahora no hay una sino miles de realidades distintas, segmentadas en subcomunidades que practican la opinión endogámica. En cada una de esas celdas de la colmena no hay certezas sino dudas zanjadas por una superficialidad noticiosa que no sacia ni nutre, sino que engaña los estómagos mentales, lo que da como resultado la extinción del sentido filosófico de la vida periodística de un tipo como Silvestre Fogel. Hablamos de uno, pero ese uno se multiplica y abarca al conjunto de periodistas íntimamente comprometidos con el dato extraído de las fuentes más creíbles, esforzado hasta los límites del insomnio en la hechura del informe más completo, más veraz y más representativo del sentimiento popular. La conclusión es de cajón: para todos ellos la realidad que les toca vivir conspira contra el oficio de la divulgación indubitada, pues a muy pocos consumidores les importa hoy en día si tales producciones se traducen como lo que el redactor quería. Es decir, como una suma de aportes enriquecedores del discernimiento colectivo que proporcione herramientas para conjurar la adhesión irreflexiva a las corrientes ideológicas de moda. Silvestre pertenecía a ese conjunto de bienpensantes. Escribía crónicas y análisis que se caracterizaban por llevar en cada palabra su alma enfocada en la necesidad de contar la verdad al solo y único efecto de que los lectores bebieran contenidos chequeados, prolijos y nutritivos desde el punto de vista intelectual. Con lo cual, conociéndolo como lo conocí en aquellos años lejanos que compartimos en la redacción de un extinto rotativo, podría asegurar que se murió disconforme con lo que veía, que se fue queriendo algo mejor para sus compatriotas. Le tocó mirar cómo un presidente del ultraneoliberalismo hace trizas las relaciones diplomáticas, domina el monstruo inflacionario a costa de una caída fulminante de ingresos medios y bajos, redefine como héroes a los grandes evasores y tergiversa la historia con un relato fantástico en el que Raúl Alfonsín, incuestionable padre de la democracia moderna, aparece retratado cual mero golpista. Lo grave de todo esto es que sin elementos de análisis, llevados por las verdades opacas de las redes sociales, las nuevas generaciones adhieren a la doctrina de romper todo que puso en práctica Javier Milei sin discriminar lo que está bien, como las universidades y el Garrahan, de lo que está mal, como el espeluznante legado de inoperancia que dejaron Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, grandes justificadores de las razones por las cuales mi amigo Silvestre fue menos feliz en sus últimos días.
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