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  • A 33 años del secuestro de Macri: un viaje en ataúd y catorce días “en una caja”

    Parana » AnalisisDigital

    Fecha: 24/08/2024 08:12

    A 33 años del secuestro de Macri: un viaje en ataúd y catorce días “en una caja” Lo primero que pensó Mauricio Macri dentro del ataúd fue “soy claustrofóbico”. Lo segundo que pensó, inmediatamente, fue “¿y eso qué importa, si de esta seguro no zafás?”. El 24 de agosto de 1991 acababa de empezar y el vicepresidente de Sociedad Macri (SOCMA) ya era rehén del último secuestro que cometería la llamada “Banda de los Comisarios”. El último y el más resonante: el inventor de SOCMA, Franco Macri, era ya uno de los magnates más importantes de la Argentina y había construido un imperio. Mauricio era su primogénito y, a juzgar por el deseo y el mandato de Franco, sería su sucesor. En cambio, el futuro le deparaba la Presidencia de la Nación, pero esa noche de invierno, en Tagle y Figueroa Alcorta, todavía nadie podía imaginarlo. Apenas unos minutos antes del encierro en el ataúd que medía ocho centímetros menos que su cuerpo, Mauricio Macri vio cómo dos hombres se le venían encima. Estaba por entrar al edificio en que vivía, a metros de la entonces ATC y del mítico Rond Point, en el corazón de Palermo Chico. Creyó que iban a robarle, así que sacó la billetera del bolsillo de atrás del pantalón y mostró las llaves del auto del que acababa de bajarse sin mostrar resistencia. Pero una trompada seca en la cara le hizo saber que eso era más que un robo y lo desestabilizó. Muchos años después, frente a las cámaras de televisión, Mauricio Macri recordaría el farol público deliberadamente apagado para que el ataque pasara lo más desapercibido posible en la noche porteña. “Empecé a forcejear, me empezaron a ahorcar, sentí que me ahogaba, pensé que me moría”, le diría décadas después a Baby Etchecopar en una entrevista. Pidió ayuda. Le gritó al hombre que vio parado a unos quince metros: “Me están secuestrando”, rogó. En su canal oficial de YouTube, en la mesa de Juana Viale y en su diálogo con Baby Etchecopar reconstruiría esa súplica riéndose un poco, con la revelación obvia ya de su lado. “Era el campana de ellos”, repetiría una y otra vez. Macri volvía de jugar a las cartas con sus amigos. Tenía 32 años y tres hijos. No quería ser el sucesor de su padre y su padre no quería que él, su primer hijo -y varón, encima- hiciera algo distinto a lo que le había construido. No quería que Mauricio hiciera lo que quisiera. Ese primogénito no sabía que faltaban apenas horas para contarle su verdadera voluntad a un desconocido a través de un agujero en el techo de un subsuelo por el que pasaban palabras y comida una o dos veces por día. “Yo quiero ser el presidente de Boca”, le diría Mauricio a “Mario”, como se hizo llamar el captor que se comunicaría con él durante los 14 días que duraría el secuestro extorsivo. Pero antes, el viaje en ataúd en el que Macri (hijo) empezó a preguntarse si viviría o lo matarían. “Me empujan para subirme a una de esas MiniVan Volkswagen, yo resisto con las piernas y los brazos para que no me metan pero me ahorcan, medio que me desmayo y ahí me terminan de subir”, contó Macri en esa conversación con Etchecopar. Cerca de la camioneta blanca había un Fiat y un Ford Falcon: eran autos de apoyo del secuestro. Con cinta adhesiva y alambre, los secuestradores le ataron las manos a Macri para que quedaran delante de su cuerpo, como rezando, y le taparon la cara. Lo dejaron en calzoncillos y tiraron la ropa por la ventanilla. Y entonces sí, lo metieron en un ataúd: había sólo diez centímetros entre su nariz y el cajón. Para que nada complicara sus planes, dos de los secuestradores se sentaron encima. Macri forcejeó desde dentro del ataúd en los primeros minutos de la media hora que recorrió la camioneta. Cuando abrieron la tapa en un destino para él incierto, estaba inmóvil. El amedrentamiento ya era total. Catorce días “en una caja” Era un subsuelo con olor a humedad en un caserón de la avenida Garay casi Chiclana. Justo donde Parque Patricios y San Cristóbal se tocan. Las reconstrucciones posteriores, en medio de la investigación por el secuestro extorsivo de Macri, determinarían que allí mismo había estado secuestrado Sergio Meller, otra víctima de la “Banda de los Comisarios”. Por tratarse de un subsuelo, justamente, Meller había tenido que sobrevivir encima de muebles en alguna inundación durante sus cuatro meses de cautiverio. “Era como un pequeño obrador de los que hay en las construcciones, con un pequeño agujero en el techo. Lo llamaban ‘la caja’. Había una camita, un inodoro químico y yo estaba encadenado al piso”, reconstruyó Macri. Se aseaba con un trapo rojo y azul, el inodoro era beige, le habían dejado una radio Noblex para que las horas le pasaran lo más rápido posible. Había una mesa y una silla, la comida, en general, provenía de una rotisería vecina, y apenas llegó, vio que en una especie de mesa de luz le habían dejado “pastillas de todo tipo”. “Si yo empiezo a tomar esto me vuelvo loco. Tengo que tener disciplina y esforzarme para dormir como sea”, contó que pensó ese 24 de agosto, delante de los blisters. Y contó también que dormía, cree, cuatro o cinco horas por día y pasaba otras tres o cuatro “inmóvil en la camita”, imaginando que al prender la luz a su alrededor estaría su casa y no el espacio que habían preparado para convertirlo en rehén y en el que, a cada rato, pensaba que lo matarían. Por el mismo agujero que le pasaban comida le hablaba uno de sus captores. “Te voy a llamar Mario”, le dijo el secuestrador a Mauricio. Él le respondió que entonces también iba a llamarlo a Mario. El captor resultó ser, además de criminal, fanático de Boca. “Yo le dije que mi sueño era ser presidente de Boca”, recordó Macri en varias entrevistas. En 1991, Mauricio soñaba con el puesto que conseguiría cuatro años después. No decía nada, todavía, del que ocuparía a partir de 2015 en Balcarce 50. Síndrome de Estocolmo y pasión xeneize Siempre según el recuerdo de Macri, Mario se convirtió en “su cuidador”. “Había uno bueno y uno malo, como en las películas. Uno me decía que me iba a matar, otro me decía que cómo iba a dejar que mataran al futuro presidente de Boca”. El sótano en el que Macri escuchaba al policía bueno y al policía malo era a menos de 5 kilómetros de La Bombonera. “Con Mario tratábamos de generar empatía. Me decía que me iba a defender, que yo iba a hacer grande a Boca. Diría que desarrollamos un síndrome de Estocolmo para un lado y para el otro”, le contó Macri a Etchecopar. Por el mismo agujero de “la caja” por el que escuchaba a sus captores y por el que recibía comida, Macri recibía también el grabador en el que registraba mensajes para su padre. Franco Macri nunca escuchó la voz de los secuestradores durante la negociación: todo lo grababa Mauricio de acuerdo a las instrucciones que los criminales le daban. “Viejo, he sido secuestrado. No te preocupes. Estoy en manos de profesionales… Vos seguí las instrucciones y no vamos a tener problemas. Decile a la señora de la casa que no comente nada a nadie. Papá, es importante mantener máxima reserva. No hables con nadie por mi seguridad personal”, fue lo primero que escuchó el patriarca desde su casa en Barrio Parque. Los captores ya habían llamado, pero había atendido su pareja de entonces, Evangelina Bomparola: rogó a los gritos que volvieran a llamar, que en diez minutos Franco atendería sí o sí, que por favor repitieran el llamado. De esa comunicación, sabía ella y sabían ellos, dependía la supervivencia del primogénito. Como si se tratara de una película, Franco recibió de parte de su hijo la instrucción de ir a una plaza cercana -la plaza Alemania, frente al Jardín Japonés- y buscar un mensaje al pie de un tobogán. Las grabaciones siguieron: Mauricio leía títulos de los diarios como prueba de vida. Los diarios que, con el correr de los días, empezaron a publicar en sus tapas las novedades (o la falta de ellas) sobre el secuestro del hijo de uno de los empresarios más importantes de la Argentina. “Papá, dicen que tenés que cumplir, que no vayas a la Policía, contestá ahora qué vas a hacer”, grababa Mauricio. Franco escuchaba, respondía y entonces los secuestradores lo escuchaban y daban nuevas instrucciones en plena negociación extorsiva. Ese fue el modus operandi de la banda durante las dos semanas de cautiverio. El pánico y la liberación “El peor momento es cuando sabés que el que está afuera ya pagó, porque los secuestradores ya no te necesitan más. Entonces te preguntás lo de siempre pero como nunca: ¿me van a soltar? ¿me van a matar?”, le contó Macri a Etchecopar. Entre 48 y 72 horas antes de su liberación, Mario le confirmó que habían pagado su rescate, aunque recién se enteraría afuera de la suma que presuntamente desembolsó su padre para recuperarlo con vida: seis millones de dólares. “Hay varios que te quieren boletear, está complicada la cosa”, le decía Mario a Mauricio después de confirmarle el pago. Los captores habían empezado a perder la paciencia el sexto día del secuestro, cuando se supo públicamente lo que pasaba. Desde “la caja”, Macri escuchaba que deshacerse de él era una opción para varios de los integrantes de la “Banda de los Comisarios”. De repente, ante la misma incertidumbre que los días anteriores, por el agujero del techo le hicieron llegar una afeitadora y un jogging. Tenía que prepararse para salir en libertad. “Me dijeron que saliera de ‘la caja’ y ahí sentí que, de alguna manera, mientras estaba ahí dentro estaba seguro. Pero cuando salí de ahí y alguien me puso una mano en la espalda y me dijo ‘te vas’, pensé que ese mismo tipo que estaba en la oscuridad me estaba apuntando y que ahí nomás me volaba la cabeza”, reconstruyó Mauricio. Le hicieron vendar los ojos, subir una escalera y meterse en el baúl de un Dogde 1500. Lo dejaron en algún lugar del sur de la Ciudad, entre la cancha de Deportivo Español y el Autódromo. A la revista Noticias, en la primera entrevista que dio después del secuestro, le dijo que le habían dejado plata para un taxi y que le habían enseñado cómo desatarse las manos usando los dientes. A Etchecopar, décadas después, le dijo que le habían dejado plata y que con esa plata en el bolsillo, corrió entre medio y un kilómetro en dirección contraria al Dodge y se tomó un colectivo que iba rumbo a Retiro. En la versión del taxi, Macri le indicó al conductor que fuera a Eduardo Costa y Ortiz de Ocampo, pero cuando se dio cuenta de que la casa de su padre estaría llena de periodistas, recalculó y bajó en Florida y Paraguay. En la versión del colectivo, brindada a Etchecopar ya como ex Presidente de la Nación, recordó bajarse cerca de allí, en Marcelo T. de Alvear y Florida. En ambas versiones recordó haber llamado a uno de sus hermanos para que lo fueran a buscar. “¿Y cómo hacemos?”, se preguntaron él y sus hermanos, ya juntos, al pensar en el operativo para entrar a la casa de su padre en medio de las guardias periodísticas. “Y mis hermanos me mandaron al baúl”, se rió Macri casi treinta años después del rapto. A la revista Noticias le dijo que el baúl del Peugeot 605 de Franco “era como un living” si se lo comparaba con el del Dogde en el que había rezado por su vida y, sobre todo, con el ataúd en el que lo habían encerrado en los primeros minutos del secuestro. Mientras tanto, en Barrio Parque… “Los secuestradores de Mauricio ya habían matado a siete personas”, dijo Franco Macri alguna vez sobre el rapto de su hijo. Pero sobre todo, en eso pensó durante los últimos días de agosto y los primeros de septiembre de 1991. El patriarca ítalo-argentino, que sabía que la vida de su primogénito estaba en juego, hizo que un equipo estadounidense especializado en el seguimiento y negociación de ese tipo de secuestros extorsivos se instalara en su oficina y lo asistiera. Franco, según hizo trascender, pagó seis millones de dólares para que su hijo mayor volviera con vida. Era lo que le habían pedido y fue lo que decidió reunir, sin intentar negociar. En una carta que hizo pública, el fundador de SOCMA definió: “No permití que nadie se interpusiera en la negociación con sus raptores, una banda de comisarios. Estuve esos 12 días sin dormir y ese hecho, junto con el posterior secuestro de mi hija Florencia, y la muerte de mi hija Sandra, fueron los dolores más grandes de mi vida”. “El recuerdo de todo aquello era la familia unida. Como en un scrum. La familia tana juntándonos a esperar. Lo más difícil del secuestro fue la incertidumbre. Recuerdo cuando pasaron tres días sin tener novedades de Mauricio. Ahí, a solas, me encerraba en un cuarto y decía ‘puta, ¿y si lo mataron?’”. Jorge Macri, el actual Jefe de Gobierno porteño, habló sobre el secuestro de su primo cuando se cumplieron 25 años de los hechos. Según le contó a Luis Novaresio en Infobae TV, la base de operaciones de la familia era la oficina personal de Franco, en el último piso de la casa de Barrio Parque. Un solo teléfono -un celular de los “ladrillo”- recibía los llamados de los secuestradores. “Cuando se hacía de noche, nadie atinaba a prender la luz. Escuchábamos a media luz a Ornella Vanoni, Fred Bongusto, o cantábamos canzonettas italianas. En esos celulares, antes de sonar, se encendía el teclado con una luz verde. Me acuerdo de esa penumbra iluminada de repente de verde y Franco hablando con los secuestradores. Todos en silencio. Todos expectantes. Recuerdo la entereza de ese padre”, reconstruyó Jorge. Su padre, Antonio Macri, era el hermano menor de Franco. Fue él el encargado de conseguir la colaboración de embajadores extranjeros y otros empresarios. En sus memorias, Franco Macri describió cómo él y el entorno de extrema confianza al que había puesto al tanto de lo que pasaba prepararon el dinero para pagar el rescate. “Según las instrucciones de los secuestradores, debíamos poner los billetes en un modelo determinado de bolso Samsonite negro. Además, el dinero había llegado en diferentes nominaciones y teníamos órdenes de hacer paquetes de 10.000 dólares cada uno, pero agrupados en ciertas nominaciones”. “Eva, mi hijo Gianfranco, Rafael, Luis da Costa, otro colaborador de confianza y yo estuvimos más de diez horas contando el dinero. Parecía una escena salida de una película muy mala. Toda la habitación exudaba el horrible y penetrante olor del dinero: sudoroso, sucio y viejo”, describió uno de los magnates más grandes de la Argentina. La pared de dólares, escribió Franco en su libro Macri por Macri, medía un metro de alto por tres metros de largo. Lo que vino después fue hacer efectivo el pago del rescate y lo que viene exactamente tras eso: esperar si a cambio de eso el secuestrado aparece vivo, muerto, o nunca aparece. Nicolás Caputo, histórico amigo de Mauricio, también era parte del círculo íntimo que sabía con gran detalle qué estaba pasando. Estuvo a cargo, junto con un chofer de extrema confianza de la familia, de la entrega de los bolsos con el dinero del rescate: tuvieron que llevarlos hasta la Isla Maciel, también cercana a La Bombonera. Macri apareció vivo y, según contaría después, se abrazó llorando a su padre apenas se reencontraron en la casa desde la que se había negociado su vida. En las fotos que la prensa publicó para dar cuenta de su aparición sano y salvo no sólo se ve a padre e hijo. José Luis Manzano, entonces ministro del Interior del menemismo, estaba íntimamente ligado a la investigación y el esclarecimiento de ese secuestro. Su puesto prácticamente dependía de la resolución del caso y sonrió junto a ellos dos en la foto que el 6 de septiembre de 1991 fue tapa de todos los diarios argentinos. En dictadura y en democracia, policías secuestradores Mauricio Macri fue la víctima más resonante de la llamada “Banda de los Comisarios”. En rigor, los comisarios que fueron señalados como partícipes luego fueron desvinculados y se descubrió que se trataba de oficiales y suboficiales de la Policía Federal. Pero cuando se logró determinar el rango de sus miembros, el nombre ya resonaba en la prensa y en el imaginario colectivo, y era tarde para corregirlo por un tecnicismo. Dedicados a los secuestros extorsivos -les probaron siete en total, aunque no todos a todos sus integrantes-, empezaron a operar en 1978, en plena dictadura, y estuvieron activos hasta el rapto del vicepresidente de SOCMA. Sabían seguir a sus posibles presas: habían aprendido todo en la Superintendencia de Seguridad Federal, dedicada a tareas de inteligencia y seguimiento a empresarios y sindicalistas. Se estima -y nunca se sabrá con seguridad- que en total recaudaron más de 13 millones de dólares a través de los crímenes que llevaron a cabo, liderados por José “Turco” Ahmed, que desde los 23 años era oficial de la Policía Federal. En 2016, años después de ser condenado por el secuestro de Macri, contó en una entrevista con Infobae: “Yo lo voté”. Para ese entonces, su víctima ya era el jefe de Estado. La banda, según las sucesivas investigaciones, estaba integrada también por Camilo Ahmed -hermano de José-, Miguel Ángel “Jopo” Ramírez, Alfredo “Poroto” Vidal, Carlos Benito y Juan Carlos Bayarri. Benito y Bayarri, sin embargo, serían absueltos años después luego de que la Justicia argentina y la Corte Interamericana de Derechos Humanos dieran por probado que sus auto-incriminaciones se habían producido bajo tortura. La banda no era estable: sus miembros entraban y salían de la estructura, participaban de algunos secuestros y de otros no. Su primer golpe fue en 1978 contra Karina Werthein, sobrina del dueño del Banco Mercantil: estuvo seis meses cautiva y recuperó la libertad luego de que su familia pagara medio millón de dólares. “Los comisarios” fueron parte del primer secuestro contra Osvaldo Sivak, de Sergio Meller -ya tras la recuperación de la democracia- y de Rodolfo Clutterbuck, cuyo rastro se perdió para siempre en 1988. La investigación por el secuestro de Macri desencadenó que José Ahmed fuera detenido en 1992: en un allanamiento en su casa de San Cristóbal se encontraron 1.500.000 dólares en bolsas de consorcio. Se dispuso que ese dinero le fuera devuelto a Franco Macri y el “Turco” volvió a la cárcel, de donde había salido en 1990. Aunque los miembros de la “Banda de los Comisarios” fueron detenidos entre 1991 y 1992, las condenas por los crímenes cometidos llegaron recién hacia 2001. El juez Rodolfo Canicoba Corral dictó la reclusión perpetua para el líder de la banda, una pena que luego se reduciría en otra instancia y que gozaría del beneficio del 2 por 1. Camilo Ahmed apareció muerto tras caer doce pisos desde un balcón marplatense: sobre el asfalto, su cuerpo tenía también un balazo en la cabeza. Ya habían emitido una orden de captura en su contra. Bayarri y Benito lograron dar por probado que habían “confesado” bajo tortura. Ya habían pasado al menos diez años en la cárcel. Según la declaración de Bayarri, durante tres días y noches había sufrido no sólo golpes en la cara, la cabeza y el pecho, sino la aplicación de picana en el ano y el escroto y del llamado “submarino seco”, uno de los varios tormentos aplicados por los represores de la última dictadura, que implica asfixiar a una persona metiendo su cabeza en una bolsa. El integrante de la Policía aseguró que, en efecto, las torturas habían sido en El Olimpo, un centro clandestino de detención del sur de la Ciudad. El “Turco” murió hace dos años, investigado y acusado formalmente por crímenes de lesa humanidad durante la última dictadura. Según las investigaciones de los sucesivos secuestros extorsivos encabezados por “los Comisarios”, el objetivo central era “hacer caja” no sólo para ellos, sino para proyectos políticos de algunos integrantes de las más altas esferas militares. Albano Harguindeguy, ministro del Interior durante la última dictadura, sonó como un posible destinatario de parte de esa recaudación. A Mauricio Macri le llevó muchos años soportar que alguien le tocara un hombro sin sobresaltarse. Ese gesto, que podía ser el acercamiento afectuoso de alguien de su más extrema confianza, lo llevaba “como por un tubo” -así le contó a Juana Viale- al momento en el que lo dieron vuelta con una trompada lista para marearlo, subirlo a una camioneta, meterlo en un cajón de los que llevan muertos y tenerlo secuestrado durante dos semanas. El reflejo de sentirse en peligro duraría un tiempo largo: así es el estrés postraumático. “Fue muy traumático. Pasé por todos los estados de ánimo (...) Yo dependía de gente a la que no le había visto la cara y que iban a decidir si me iban a matar o yo iba a vivir. Yo tenía tres hijos, todos de menos de 9 años”, reflexionó Macri ya entrado el siglo XXI. El secuestro fue, según su narración ya en sus años como Presidente, un punto de inflexión: “Tengo que hacer algo más que disfrutar, algo más que ser el hijo de Franco Macri y tener mis cosas solucionadas. Tengo que hacer algo que aporte a la sociedad (...) Ahí empezó toda esta fantasía del servicio público y tomó cada vez más fuerza”. En septiembre de 2018, en medio de una feroz crisis cambiaria y de un ajuste fiscal que impactaba en el bolsillo de buena parte de los argentinos, Macri grabó un mensaje en su rol de Presidente. “Para mí no es fácil. Quiero que sepan que estos fueron los peores cinco meses de mi vida después de mi secuestro”, aseguró el entonces jefe de Estado. “Pero ni por un minuto dejé de hacer lo que estuvo a mi alcance para enfrentar con ustedes lo que estamos viviendo”. La narrativa de su secuestro, que había aparecido en tiempos de la campaña que lo llevó a la Casa Rosada, volvía a aparecer casi treinta años después de la trompada, el ataúd y “la caja”. Esos días, los más difíciles de su vida, serían los que el propio Macri señalaría como la bisagra que lo convirtieron en un hombre que hizo lo que quiso, y no lo que su padre quería que hiciera. Infobae

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