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  • Esta mamá quiere rescatar a su hija de las drogas. Dice que algo se lo impide: la ley

    » Clarin

    Fecha: 03/07/2024 06:10

    El 3 de mayo de 2002 está grabado en la memoria de Eugenia. "¿El momento más feliz de mi vida? El día en que nació mi hija y me la pusieron en el pecho; nuestros latidos y nuestra respiración estaban sincronizados", recuerda la docente mendocina de 54 años, con mirada melancólica pero también con una sonrisa. Con 22 años, C., -como llamaremos a la hija de Eugenia para resguardar su identidad- es la mayor de dos hermanos. La vida de C. está marcada por el consumo problemático de drogas y un diagnóstico de trastorno límite de la personalidad (también conocido como borderline), que obligaron a internarla más de 20 veces; la última, el 25 de marzo, cuando una nueva crisis provocó su ingreso a la Clínica Del Prado de la ciudad de Mendoza. Casi dos meses más tarde, y respaldada por el artículo 23 de la Ley de Salud Mental que señala que "el equipo de salud está obligado a externar a la persona o transformar la internación en voluntaria, apenas cesa la situación de riesgo cierto e inminente", C. firmó su propia alta y dejó el centro de la calle Pedro B. Palacios. Al ingresar a la clínica la joven representaba un "riesgo cierto inminente" para sí o para terceros, y quedó internada más allá de cual fuera su voluntad. Eugenia, la mamá de C., en Mendoza, una tarde de junio. Foto: Ramiro Gomez Con el transcurrir de las semanas, el equipo tratante entendió que la joven ya no significaba una amenaza, y su internación pasó de ser involuntaria a voluntaria. Habilitada a solicitar su alta, el 24 de mayo C. firmó el documento que la dejaría nuevamente en la calle. "Mi hija ya volvió a consumir, y lo que vivimos ese día en mi casa fue terrible. Estamos solos", cuenta Eugenia, con la angustia en la garganta. Desesperados y atravesados por el dolor. Así viven diariamente los familiares de pacientes adictos o con problemas de salud mental que no encuentran en el Estado una respuesta sanitaria eficiente. "Si mi hija tiene una crisis, todo pasa a ser una cuestión del criterio del profesional que esté de guardia. He llegado a hospitales con ella esposada y me han dicho que no la podían dejar internada porque no había lugar", dice la mujer, que asegura verse reflejada en Marina Charpentier, la mamá de Chano, quien tiempo atrás alzó su voz para pedir cambios urgentes en la Ley Nacional de Salud Mental. El inicio del drama C. tenía cuatro años cuando pisó por primera vez un consultorio psicológico. Trastornos del sueño y comportamientos que excedían los típicos berrinches infantiles decidieron a Eugenia a llevar a su hija a una consulta con la Licenciada de Rosas, especialista en psicología infanto-juvenil. "No la podía bajar de mis brazos porque empezaba a patalear. Vivía arriba mío. Una tarde la senté en la sillita de comer y empezó a llorar de una manera que no sabía qué le pasaba. Estaba morada y sentía que no podía respirar. Desesperada, fui corriendo al médico. Esa vez me dijeron que era un espasmo de sollozo", recuerda hoy Eugenia. Fueron tres consultas con la especialista, pero la respuesta fue que no detectaba "algo que la preocupara". Se limitó a brindarle a la familia estrategias para gestionar las reacciones de C. En enero de 2008, a pocas semanas del nacimiento de su hermano, C. volvió a terapia. Con diferentes diagnósticos que fueron desde trastornos de la conducta hasta déficit de atención con hiperactividad, la menor fue derivada de un especialista a otro, y pasó por más de 15 psicólogos. "No daban pie con bola", asegura su madre. Eugenia dice que hoy no tiene ningún temor. Foto: Ramiro Gomez Lo peor no había llegado. En 2013 todo se agravaría para Eugenia y su hija. Cuando tenía casi 11 años, la menor empezó a autolesionarse, según su madre, atormentada por el bullying que sufría de sus compañeras del Colegio Misericordia. Las agresiones se daban en el aula y también a través de las redes sociales, con mensajes que decían "matate de una vez" o "esperamos no verte en la escuela mañana". Fue una foto que C. subió a Facebook la que encendió las alarmas. En el posteo, C. publicó una imagen en blanco y negro de una gilete y unas pastillas, acompañada por la frase "mis mejores amigos". Luego de ver la publicación, Eugenia insistió en hablar con las autoridades del colegio para buscar soluciones. Y empezó a prestarle especial atención a cada movimiento de su hija. Así llegó el día en que Eugenia notó que su hija se demoraba más de lo habitual en la ducha. Abrió la puerta del baño y se encontró a C. apoyada de espaldas en la bañera, con heridas a la altura de las muñecas. "¿Qué hago? ¿Se está matando? ¿Se quiere morir? ¿Qué pasa?", cuenta hoy que fueron algunas de las preguntas que atravesaron su cabeza. La intervención del Estado En el invierno de 2012, los problemas seguían. Una fría tarde en la casa familiar de la calle Moldes, C. encontró los ansiolíticos que tomaban su padre y su abuelo. La consecuencia fue una intoxicación medicamentosa diagnosticada en el hospital Alexander Fleming. La adolescente había consumido cuatro pastillas de Alplax. Si bien fue Eugenia la que llevó a C. al hospital, después de que su hija le confesara que había ingerido los calmantes, aparecieron las primeras sospechas sobre su accionar como madre. En el centro pediátrico el equipo de la institución abordó a la familia, con la sospecha de una presunta negligencia de los padres de la menor. 48 horas más tarde, C. fue dada de alta y regresó a su casa. Mientras, Eugenia y su esposo eran entrevistados diariamente y por separado por representantes del organismo encargado de promover los derechos de los menores. El Hospital Pediátrico Alexander Fleming, centro en el que C. fue internada por una intoxicación medicamentosa. Foto: Ramiro Gomez Pasaron tres meses, y mientras continuaba la intervención del ETI (Equipos Técnicos Interdisciplinarios), C. fue internada de nuevo por otra ingesta medicamentosa. La joven había tomado ocho pastillas de Trazodona, un fármaco antidepresivo. Las sospechas recrudecieron en el equipo de Guaymallén. Pero las acusaciones ya no eran solo del Estado, sino también de su hija. En las entrevistas con los profesionales, C. aseguraba que su madre la maltrataba y que era la causante de todos sus problemas. Para externar a la adolescente, el equipo tratante decidió que Eugenia debía dejar el hogar en el que convivía con su esposo y sus dos hijos, y los niños vivieran con su padre. La situación duró poco más de dos meses, hasta que finalmente fue C. -según el relato de Eugenia-, quien se empezó a acercar otra vez a su madre. "Una psiquiatra que había visto dos veces a mi hija creyó que yo abusaba de ellos. De pronto, C. empezó a decir que todo era culpa mía porque la trataba mal y le pegaba. Me tuve que ir de mi casa. A mí me sacaron, pero el problema era mi hijo, que tenía ocho años y le habían sacado a la mamá de su casa. Mi hijo se vino abajo y yo también". - ¿Y qué pasó después? - La verdad, me quise morir. Sabía que si me mataba, iba a liberar a mi hija. Me habían sacado a mis hijos y tenía a todo el mundo en contra. Me decían que todo era culpa mía, y me sentía culpable. Si te dicen tantas veces que sos culpable empezás a creértelo. Hasta mi esposo empezó a creer que yo maltrataba a mis hijos. No me maté porque soy religiosa, fui a hablar con un cura y le conté lo que me pasaba. El cura me dijo que las madres no se mataban, y esa frase me quedó para siempre. El primer consumo Sin tener un diagnóstico definido, las internaciones seguirían formando parte de la vida C.. Las causas ya no serían el cutting o la ingesta medicamentosa, sino el consumo problemático de sustancias. A los 13 años, la joven ya había probado la marihuana y comenzaba a escaparse de su casa. Sin que su familia supiera donde estaba, permanecía tres o cuatro días fuera de su hogar. Para esa época, C. ya había estado dos veces en la lista de personas con averiguación de paradero. Según describe Eugenia, ser "entrometida" y vigilar la cuenta de Facebook de su hija para leer sus conversaciones, fue lo que le permitió descubrir el consumo de su hija. "Hablaba de churros. En ese momento, yo no sabía a qué hacía referencia. En una de sus desapariciones, le leo al oficial de policía dos o tres cosas de esa conversación, y él me explica que los churros eran marihuana". Pero la marihuana fue solo un paso. El mismo día en que C. cumplió 14 años probó la cocaína. Dos días después, sus padres la internaron por primera vez en la Clínica del Prado. - ¿Cómo advertía que su hija había consumido? - Desarrollás un ojo clínico. Cuando consumía marihuana empezaba a reírse, pero era una risa distinta, larga y retardada. Ella siempre ha sido muy ansiosa, por eso cuando veía que estaba un cambio más abajo, sabía que había consumido. Con la cocaína es distinto, en ella funciona como un revitalizante, algo poderoso. Sus ojos pierden cualquier brillo, y tiene mucha sed y hambre. Además, le produce un nivel de irritación nerviosa que la pone muy violenta. Pierde el control de sí misma. Los golpes que la avergüenzan Según el testimonio de Eugenia, ella pasó a ser la causante de todos los problemas de C. Poco a poco, la mamá notó que había naturalizado la violencia y los golpes de su hija. Cuenta que con la idea de contener las crisis, ponía su cuerpo ante la situación, y fue asistida varias veces por lesiones. Un corte en los tendones, músculos y arterias de su mano derecha, con un vidrio, fue el primer hecho violento. Por ese episodio la mujer fue atendida en el Hospital Español de Mendoza, y durante más de un año no pudo mover parte de la mano afectada y sufrió fuertes dolores. Pero no terminaría ahí. Una fractura de nariz por un puñetazo, agua caliente arrojada sobre su cuerpo, puntos de sutura en la cabeza y hasta una cirugía en el pie, alargarían la lista de los efectos de aquellos golpes. Recién cuando C. estaba por cumplir la mayoría de edad, el psiquiatra Rubén Contreras, a quien Eugenia describe como un "ángel", diagnosticó a la adolescente con trastorno de personalidad límite. El trastorno borderline afecta la capacidad para controlar las emociones, y se caracteriza por la inestabilidad de las relaciones interpersonales, de la autoimagen y de los afectos, y por una intensa impulsividad. "Mi hija pasa del amor al odio. Con ella todo es intenso. Es como si mirara la vida con un lente diferente. Hay pequeñas distorsiones que no le permiten ver el todo; un problema de lectura de la realidad", describe la madre. - ¿Qué es lo más doloroso? - Que me culpe de todo, y los golpes. Los golpes físicos me avergüenzan. Eso me alejó del mundo. Hubo temporadas en las que tenía muchos moretones en los brazos y en las piernas, y me avergonzaba. Entonces empecé a tener miedo por un sueño recurrente de mi hijo. Él me contó que soñaba que mi hija me mataba, que su papá la mataba a ella, y que él quedaba solo. Miles de veces me dijeron que me tenía que correr, los profesionales tenían miedo de que hubiera una tragedia en mi casa; sabían que yo quedaba expuesta físicamente. Las manos de Eugenia, durante una de las entrevistas con Clarín. Foto: Ramiro Gomez Tras el diagnóstico de trastorno límite de la personalidad de su hija, y respaldada por las declaraciones de su hijo, quien confirmó que C. golpeaba a Eugenia, las acusaciones y sospechas sobre ella dejaron de ser el foco de atención. Hoy asegura que no tiene ningún temor, y dice que su esposo y sus dos hijos son su "soporte vital". "Durante años mi temor fue que me entregaran a mi hija muerta. Hoy ya no. Solo le pedí a Dios que me diera hasta el último segundo para abrazarla y decirle que la amo. En el fondo ella sabe que la amo". La situación hoy C. firmó el alta voluntaria de su última internación en la Clínica del Prado, luego pasó dos semanas en la casa de una amiga, y a principios de junio volvió a vivir con sus padres y su hermano. En abril, Verónica Chaves, la abogada que representa a la familia de C., presentó ante la Justicia de Mendoza un recurso de amparo para que la joven sea derivada a Gradiva, una comunidad terapéutica de internación no voluntaria en Buenos Aires. También pide que OSEP, la Obra Social de los Empleados Públicos de Mendoza, de la que C. es afiliada desde su nacimiento, se haga cargo de los costos. La Clínica del Prado, donde C. estuvo internada por última vez. Foto: Ramiro Gomez Hasta hoy, OSEP no aceptó el pedido de incorporar a la paciente a Gradiva y ofrece como alternativa la comunidad "90 días". Los padres de C. rechazan la propuesta porque es un centro que no recibe pacientes involuntarios, y entonces su hija corre riesgo de fuga.

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