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  • Jean Genet, pantanos de horror y fascinación

    » Clarin

    Fecha: 29/06/2024 11:24

    Casi desde que vio la primera luz, la existencia de Jean Genet estuvo signada por la marginalidad. Hijo de una madre que lo dio a la asistencia pública poco después de nacer, adoptado luego, fugado del internado de formación profesional –al que lo enviaron después– antes de cumplir los catorce años, hecho prisionero en una cárcel juvenil, acusado más tarde de robo e inmoralidad, vagabundo por Europa, Genet construyó en Diario del ladrón (su autobiografía, publicada en 1949) un personaje digno de entrar de una vez y para siempre en la historia de la literatura, y un universo que dejaría una huella imborrable, compuesto por muchachos hermosos, delincuentes, sexo y muerte. Pero si en Diario del ladrón, como dijo una vez Onetti sobre Céline, el autor “aceptaba fisuras y se confesaba”, dejando caer al pasar algunas gotas de balsámica ternura sobre los corazones de los lectores, Pompas fúnebres, el libro que nos ocupa por haber sido recientemente reeditado (la traducción, vale destacar, involucra la pluma de la poeta Juana Bignozzi), Genet nos deja a cada paso una muestra de horror. El amante del protagonista, Jean, ha sido asesinado durante la liberación de París, “caído en las barricadas del 19 de agosto de 1944, por la bala de un miliciano encantador, adornado por la gracia y por su edad”. Una sola frase y estamos ya en el territorio de Genet, un lugar donde horror y fascinación se superponen. Ya lo dijo Pascal Quignard en un famoso libro titulado El sexo y el espanto: para que al espanto se sume la fascinación y surja el misterio, se requiere de un fascinus. El fascinus, es decir, la personificación del falo en la antigua Roma: el universo genetiano en su esplendor. Seguramente, para muchos lectores de hoy, Genet resulte un plato difícil de digerir. Desde la negación de la contradicción y la necesidad de garantías que con angustioso afán busca el “sujeto contemporáneo”, el misterio es difícil de aceptar. “Estoy ebrio de vida, de violencia, de desesperación”, dice el narrador en algún lugar de Pompas fúnebres. Nadie que busque sentirse a salvo se verá interrogado por estas confesiones. El camino del mal Trescientas páginas no le bastan a Jean Genet para agotar el duelo. “Mi odio por el miliciano era tan fuerte”, escribe, “tan hermoso, que equivalía al amor más sólido. Sin duda, era el que había matado a Jean. Yo lo deseaba. Sufría de tal manera la muerte de Jean que estaba decidido a emplear cualquier medio para liberarme de su recuerdo”. Sin embargo, al mismo tiempo, Jean, el amante, atesora en su pubis las ladillas que pertenecieron a Jean, el amado. Qué otra cosa se puede hacer cuando se cree que el alma se acaba con el cuerpo excepto guardar lo poco de cuerpo que queda, aunque no se trate más que de una gota de sangre del amado contenida en un insecto. “Cuanto más está en mí el alma de Jean –cuanto más está en mí el mismo Jean– más gusto siento por los delincuentes sin grandeza, por los cobardes, por los traidores”. El mal ya campeaba a sus anchas; el dolor ha actuado como amplificador. En un mundo que es el de siempre pero “corregido por el dolor”, no se puede amar la nobleza. “He matado, saqueado, robado, traicionado. ¡Alcancé la gloria!”. Este es, según Jean, el camino del delincuente pero también el del poeta, que se ocupa igualmente del mal, y para quien el único pecado sería la autoaniquilación, que acabaría con la mente creadora. Un camino de perfecta soledad. Quien no mata, se mata. Y matar es, además, la forma más cabal de posesión. “El Führer enviaba a la muerte a sus hombres más hermosos. Era la única manera que tenía de poseerlos a todos. ¡Cuántas veces deseé matar a esos hermosos muchachos que me fastidiaban porque no tenía suficientes pijas como para cogérmelos a todos juntos ni suficiente esperma para llenarlos!”. Ahora bien: si el camino hacia la gloria consiste en arrasar con todo alrededor, sin darse muerte, hasta el propio entierro como acto de onanismo final, ¿dónde queda la corona fúnebre al término de este recorrido? ¿Cuál es el modo si, como expresa el protagonista, después de andar todo lo andado se termina por descubrir que los dominios del mal son tanto o más frecuentes que los dominios del bien? Jean (el amante) se ha ido al reino del mal para estar solo y se ha encontrado con una multitud, ¿debe ahora dar marcha atrás para dedicarse al bien? “La muerte de Jean D. me dio raíces. Pertenezco por fin a esa Francia que he maldecido y tanto he deseado. Me conmueve la belleza del sacrificio por la patria”, concluirá más adelante. Aunque no nos engañemos: en muy posible que Jean nos mienta, y que la frase no valga siquiera como ironía. Es muy posible que de todo esto, lo que se salve, como una joya encontrada entre barro y piedras en medio de la miseria de una ciudad ocupada por los nazis, no sea otra cosa que el poema. Como ese mensaje cifrado en una escena de la única película de su vida, titulada Un canto de amor, que filmó cuando salió de la cárcel (a la que no volvió por intermediación de Sartre, Picasso y otros intelectuales de la época), donde dos presos intercambian volutas de humo de cigarrillo a través de un minúsculo agujero en la pared de la celda. Un soplo de humo como única forma de comunicación. Poesía en imagen. Metáfora de las relaciones entre las personas y metáfora, tal vez, de la literatura, de la potencia del texto que, atravesando un agujero minúsculo alcanza con belleza –como cada una de las perfectas frases de Jean Genet– el centro de la garganta de sus lectores. Pompas fúnebres, Jean Genet. Trad. Juana Bignozzi y Javier Ignacio Gorrais. Cuenco de Plata, 304 págs. Mirá también Mirá también Jean Genet: imposturas de un espíritu curtido

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