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  • En busca de la gobernabilidad

    » Clarin

    Fecha: 23/06/2024 07:22

    La política avanza sujeta a una fricción entre utopía y realidad. La utopía libertaria nació en los medios y redes sociales hará aproximadamente un lustro, cobró cuerpo en la campaña electoral con el contundente triunfo de un outsider de la política y, de inmediato, tuvo que afrontar la exigencia de montar una gobernabilidad capaz de ofrecer resultados ante la crisis, tanto en el plano ejecutivo como en el legislativo. Al principio, ese empeño se llevó a cabo imbuido del tono profético, con tintes anárquicos, que proclamaba la eliminación del Estado. Si bien esa intención prosigue intacta en el ánimo del Presidente (acaba de afirmar que es “el topo que destruye el Estado desde adentro”), inmediatamente confronta con tres esferas de poder: la del poder institucional que le hace valer su condición minoritaria en el Congreso; la del poder de la calle que hace uso de la violencia en alianza con la oposición política más agresiva; la del poder moral que, con valores de raigambre religiosa, transmite de cara al Gobierno concepciones contrapuestas. Ya se ha visto como el Gobierno logró arrancar del Senado el respaldo parcial a una “Ley de Bases” más reducida con respecto a la aprobada previamente en la cámara baja. A raíz de ello, se está formando en el Ejecutivo una dirigencia con arraigo en experiencias pasadas y voluntad de negociar, ceder y transar. El contraste es sugestivo. Parecería que, al soberbio “ejecutivismo” de los primeros meses, la necesidad de las cosas lo obliga a encarar trámites más prosaicos. Entre los denuestos de quien dice ser “el primer presidente libertario de la historia de la humanidad”, se abriría paso entonces un entendimiento de la política que no descarta mejores modales; bienvenidos sean, siempre que prevalezcan. Este estilo convoca a una oposición moderada que exhibe un faccionalismo en sus filas y una caducidad de los liderazgos (en particular, en un partido de la dimensión histórica de la Unión Cívica Radical) harto preocupante. El papel protagónico, hasta el momento excluyente, de Javier Milei es, asimismo, función de esa compleja trama en que pujan muchos pretendientes sin que ninguno logre por ahora prevalecer. Frente a la oposición moderada se mantiene, no sin problemas, la oposición del kirchnerismo. Pese a detentar la mayoría en el Senado, los acuerdos de la oposición moderada con el oficialismo lograron derrotar, con el concurso de la Vicepresidenta, a ese bloque contestatario que además sufrió algunas disidencias. La intransigente oposición del kirchnerismo no fue novedosa pues jugó de nuevo la carta de la violencia callejera para imponer una estrategia parlamentaria. Fracasaron, pero esa esgrima revela cómo sigue haciendo de las suyas la memoria de una turbulencia desestabilizante que hizo su primer ensayo -exitoso- con motivo de la renuncia del presidente De la Rúa. Es un paradigma contestatario de ya larga vigencia. Aquel episodio de principios de este siglo, impulsado por la violencia que estalló en la Provincia de Buenos Aires en la forma de saqueos y zonas liberadas, a la cual el oficialismo sumó una represión preñada de víctimas fatales, dejó el penoso antecedente de que se puede inducir la renuncia de un presidente desatando furias y tumultos. Por segunda vez, se fraguó esta maniobra durante el gobierno de Mauricio Macri con motivo de un proyecto de reforma de la seguridad social: la oposición parlamentaria se apoyó entonces en la violencia de la calle para suspender la sesión del Congreso. Este temperamento renació en estos días, abriendo el telón a una misma escenografía de piedras, incendios y destrucción del espacio público por parte de unos actores en pugna con una represión legal sin duda más activa que no cosechó muertos (perversamente también se contempla esta fatalidad como aconteció con el caso Maldonado). En la ocasión fracasaron, aunque ello no elimina la partida que se entabla entre quienes condenan la sedición y quienes, en la vereda de enfrente, condenan represiones autoritarias. Tanto o más complejo es el tema del poder moral. En ese ámbito en que se disputa, como dice el Gobierno, “una batalla cultural”, signada más por el extremismo que por la moderación del discurso, la Iglesia católica tuvo voces contradictorias. Si, por un lado, el Papa Francisco transmitió al Grupo de los Siete en Italia un mensaje de alta política, devoto de una clásica perspectiva dirigida al bien común universal, por el otro, los medios registraron una foto del Pontífice con sindicalistas de la empresa Aerolíneas Argentinas, que desplegaban un cartel en contra de su privatización, mientras dicho proyecto se discutía en el Congreso. Este contrapunto plantea la cuestión del clericalismo, que de antaño denota las influencias del clero en asuntos políticos, tomando en este caso partido a favor de uno de los sectores en disputa. El problema se agravó de inmediato en iglesias y parroquias cuando grupos militantes mostraron la otra cara del clericalismo: pronunciaron a viva voz consignas y cánticos en recintos sagrados para sacerdotes y fieles con el propósito de hacer propaganda y levantar trincheras contra los que “venden la patria”. De tal suerte, ya no se trataba de que la Iglesia instrumentase la política sino de que ésta instrumentara a la Iglesia. Anverso y reverso de un mismo proceso, o las traumáticas idas y vueltas del clericalismo. Es preciso aclarar las cosas (intentó hacerlo el Arzobispo de Buenos Aires) y no seguir alentando pasiones polarizantes mientras se combate con denuedo la inflación y crecen la pobreza y el desempleo. Un contexto tan doloroso requiere orientaciones prudentes y no facciosas, lo que desde hace muchos años es entre nosotros un producto escaso. Para unos y otros, el tiempo pues apremia, ese factor que siempre desafía la legitimidad de los gobiernos. Tal la etapa que se avecina.

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