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  • Tenía 14 años y lo ejecutaron en la silla eléctrica: la historia de una injusticia que tardó 70 años en ser reparada

    » Infobae

    Fecha: 16/06/2024 03:34

    George Stinney tenía 14 años cuando fue condenado a morir en la silla eléctrica. Es el más joven en haber sido ejecutado durante el último siglo en Estados Unidos Todo se atrasó. A los guardias y a los otros funcionarios penitenciarios se los veía molestos, nerviosos. Alguien levantaba la voz, las palabras eran secas, cortantes. Una pesada tensión. Nadie imaginó que sería tan difícil. Habían tomado la precaución de hacerlo muy temprano, de madrugada. Para que los testigos fueran pocos. Creyeron que sería algo rápido. Pero se equivocaron. Supusieron que, como ya lo habían hecho varias veces, la experiencia previa allanaría algunas cuestiones prácticas. Pero se equivocaron. Estaban convencidos de que sería igual que en las otras ocasiones. Pero se equivocaron. Alguien, frustrado, tiró uno de los cables al piso; otro se quedó parado delante del artefacto asesino tratando de pensar cómo resolver el problema. El condenado era tan chico, no sólo de edad, que la silla eléctrica no funcionaba. Medía menos de un metro cincuenta y pesaba 43 kilos. Tal vez uno de los verdugos recordó una escena habitual en las peluquerías de la época. Cuando un chico se iba a cortar el pelo, para que no quedara hundido en los enormes y profundos sillones de barbero, se los hacía sentar sobre una pila de revistas o sobre dos o tres guías telefónicas: así su cabeza quedaba por encima del respaldo y el peluquero podía hacer bien su trabajo. Trajeron desde el despacho del director de la cárcel los libros más gruesos que encontraron: en las cárceles siempre los libros con más páginas son las Biblias. Así que apilaron dos Biblias en la silla eléctrica y sentaron al chico de 14 años sobre ellas. Recién en ese momento, el verdugo respiró aliviado. Iba a poder matarlo en paz. George Stinney fue ejecutado en la silla eléctrica el 16 de junio de 1944, hace 80 años. Era un chico de 14 años. Era un chico negro de 14 años. El dato racial, la distinción del color de su piel, es imprescindible para entender esta historia. George Stinney todavía conserva un récord atroz: es la persona más joven en ser ejecutada en el último siglo en Estados Unidos. Betty June Binnicker fue una de las dos nenas asesinadas esa tarde. El 23 de marzo de 1944 dos nenas desaparecieron en Alcolu, un pueblo pequeño de Carolina del Sur. Bety June Binicker tenía 11 años y Mary Emma Thames había cumplido 7 la semana anterior. Habían salido a pasear en bicicleta; querían recolectar flores. Horas después su madre se comenzó a preocupar. No regresaban y no se sabía nada de ellas. Todo el pueblo comenzó a buscarlas. Pese a estar en un lugar en el que la barrera racial era férrea, casi infranqueable, no hubo distingos de color en la gente que salía a rastrear a las chicas. Se formaron muchas patrullas. Entre ellos estaba George Stinney padre, que trabajaba en el aserradero de la ciudad y que tenía 4 hijos; al mayor le había puesto su mismo nombre. Muchas horas después hallaron los cuerpos de las dos nenas. Estaban muertas. Les habían destrozado el cráneo a golpes. Una barra de acero, un pedazo de tronco, algún objeto contundente y pesado que se descargó sobre sus cabezas, con saña y mucha violencia, varias veces. Horas después un hallazgo pareció solucionar el tema del arma homicida: encontraron, tirado entre unos arbustos, un trozo ensangrentado de durmiente de la vía. Sólo les faltaba buscar al responsable. El dolor y la indignación de la sociedad de Alcolu sumaba presión a los investigadores. Dos nenas blancas atacadas mientras paseaban en bicicleta cuyos cuerpos fueron encontrados en la zona negra de la sociedad, en uno de los barrios pobres en los que vivía la población de color. Durante el juicio el abogado de George no presentó testigos y se negó a repreguntar a los presentados por la fiscalía. Tampoco formuló ninguna apelación después de la condena Los investigadores necesitaban encontrar cuanto antes un responsable. Y, para ellos, la búsqueda sólo se reducía a gente de color. George Stinney hijo, el nene de 14 años, mientras todo el pueblo buscaba a las chicas había contado que él las había visto pasar esa mañana y señaló que se dirigían hacia la zona en la que finalmente fueron halladas. Esa declaración, ese comentario, fue suficiente para que los investigadores, ante la falta de mejor candidato, lo señalaran como el culpable. Fueron hasta la vivienda humilde en la que vivía la familia. Los policías ingresaron a los gritos y desenfundando armas. La hermana menor, asustada, se escondió donde descansaba la vaca de la familia: temía que también se la llevaran a ella. George no entendía lo que sucedía. Les juraba que él no había hecho nada. Lo detuvieron y lo dejaron incomunicado pese a la desesperación de los padres que pedían verlo. Lo que ocurrió en esos interrogatorios es materia de especulación. Después de muchas horas un investigador salió diciendo con orgullo que había obtenido una confesión. Las huellas digitales de George Stinney tomadas para armar su prontuario Dijo que el chico reconoció haber asesinado a las dos chicas. Lo cierto fue que desde que lo detuvieron, George no pudo ser visto ni por sus padres, ni por un abogado defensor. El interrogatorio duró muchísimas horas. Lo presionaron, le pegaron, lo torturaron hasta que, supuestamente, confesó. Mientras tanto, el padre fue echado del aserradero y la familia, amenazada, tuvo que abandonar la ciudad. El juicio se montó muy rápido. En pocos días George Stinney fue sentado en una sala de audiencias frente al juez, el fiscal y un jurado. Todos hombres. Todos hombres blancos. En la sala y rodeando el edificio más de mil personas blancas se amontonaron para seguir los hechos. Cómo sus padres no tenían mayores recursos económicos, a George le fue asignado un defensor oficial. El abogado llevó adelante la tarea con evidente desidia, como si tratara de una pesada obligación, un trámite incómodo. Ni siquiera convocó testigos de parte. Y se abstuvo de interrogar a los llamados por la fiscalía. Tanta negligencia sólo puede hacer suponer que estaba convencido de la culpabilidad de su defendido (lo de su defendido es sólo un eufemismo) o estaba convencido de que nada de lo que hiciera sería fructífero, que la condena era inevitable debido a la presión social. El juicio tuvo una celeridad inusual. La elección de los miembros del jurado, las palabras iniciales de las partes, los testigos, las pruebas periciales y los alegatos de la fiscalía y la defensa llevaron nada más que 5 horas. El jurado se retiró a delibrar. Pero la sala permaneció vacía menos de 10 minutos. De inmediato se supo que habían llegado a un veredicto unánime: nadie se sorprendió cuando el presidente del jurado informó que habían declarado culpable a George Stinney. El juez antes de decidir sobre la pena explicó, recordó, que para la ley de Carolina del Sur tener 14 años equivalía a ser un adulto y que al condenado le correspondían las mismas sanciones que a un adulto, sin importar la gravedad, la irreversibilidad, de la pena impuesta. Luego anunció su decisión: condena de muerte. George Stinney debía esperar su último día en el Corredor de la Muerte. Pero nadie confiaba en que la decisión fuera revertida. Nadie protestó tampoco. La población blanca del pueblo y el diario local se mostraron satisfechos con la decisión. Encontrar un culpable y que recibiera el peor de los castigos ayudaba a atravesar el dolor. George debió ser cambiado de cárcel porque tenía una turba intentó lincharlo y prender juego su lugar de detención. La jueza Carmen Tevis Mullen reabrió el caso 70 años después y declaró inocente a George. Dijo que nunca en su vida profesional había visto tanta injusticia junta en un caso (Photo by Kim Kim Foster-Tobin/The State/MCT/Sipa USA) George, llorando, le dijo a su compañero de celda que él no las había matado, que no lograba entender por qué se encontraba en esa situación. Menos de una semana después de la condena y de la fijación de la pena capital, hombres encapuchados de blanco, pertenecientes al Ku Klux Klan, quemaron varias casas y mataron a tres hombres de color. Los autores de estos asesinatos no fueron detenidos por la policía, ni perseguidos por la justicia. Desde el momento de la sentencia hasta la ejecución -no hubo ni una desganada apelación en el medio- el chico de 14 años esperó 53 días. Al acabarse las instancias legales formales, sólo le quedaba una oportunidad para salvarse. El perdón del gobernador Olin Johnston, que a último momento, podía transformar la pena de muerte en una de cadena perpetua. Pero el hombre, un político más interesado en satisfacer a su electorado que en mostrarse piadoso, dijo que nada tenía que hacer: “Si el sistema penal le impuso ese castigo por algo será”, declaró. No había clemencia para George. A George Stinney lo ejecutaron el 16 de junio de 1944, de madrugada, en una silla eléctrica que le quedaba grande y sentado sobre dos Biblias. La noticia salió en los diarios y la mayoría de los articulistas y también la población (blanca) de Carolina del Sur estuvo de acuerdo con su ejecución. Decían que de esa manera se eliminaba un problema y que serviría de ejemplo para la gente de color que quisiera violar la ley en el futuro. Sesenta años después, George Stinney se convirtió en algo más que un récord o una historia a los que los diarios le dedicaban una nota en cada efeméride redonda. Un grupo de personas exigió el desarchivo de la causa y pidió que se revea el caso. Algunos ironizaron sobre la cuestión. Con sarcasmo preguntaron si en esta instancia de revisión el juez tenía la facultad para resucitarlo si no era condenado una vez más. El caso tardó 10 en llegar a manos de la jueza Carmen Tevis Mullen. La hermana menor de George, ya con 77 años, siguió impulsando que la causa se vuelva a estudiar. En las nuevas audiencias se volvieron a revisar todas las fojas del expediente, se interrogó a los hermanos sobrevivientes de George y a varias de las personas que integraron la patrulla de búsqueda de 1944. En esta instancia, setenta años después de la ejecución, la magistrada dictó un nuevo fallo. Afirmó que el juicio llevado a cabo en 1944 adolecía de errores procesales severos e insalvables. Fue contundente: “No me acuerdo un caso en el que hubiera tantas pruebas de violaciones de derechos constitucionales y en el que se cometieran tantas injusticias contra el acusado”. Después de su investigación llegó a la conclusión de que la policía violó todas las normas de procedimientos y que la confesión que obtuvo no está probada más que por los dichos del oficial que golpeó a George. Como si fuera poco en el expediente hay dos versiones diferentes de la confesión: los policías no se pudieron poner de acuerdo en la historia que, supuestamente, les había contado el oficial a cargo del interrogatorio. La confesión no consta en ningún escrito, no fue consignada en ningún acta). El certificado que informa de la ejecución de George en la silla eléctrica Si en el interrogatorio policial no tuvo abogado, en el breve juicio oral aunque formalmente había alguien designado para defenderlo, “en esa instancia el letrado hizo poco y nada para defenderlo” apuntó en la sentencia. Y descubrió, varias décadas después, que el defensor oficial nunca había ejercido el derecho penal: era especialista en derecho tributario. La jueza Carmen Tevis Mullen determinó que George Stinney no era culpable, que pese al tiempo transcurrido, se veía con claridad que no había pruebas que lo señalaron. Y al final de la sentencia que reparó, al menos, la historia George Stinney, la magistrada sostuvo: “En mi largo paso por la justicia nunca vi un caso tan mal investigado. Nunca en vi vida judicial presencié una injusticia mayor”.

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