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» La Nacion
Fecha: 16/05/2024 01:29
El magnate de la industria automotriz intentó tener su propia plantación de caucho, con la idea de dejar de depender de la importación para fabricar sus autos, pero sufrió varios contratiempos Exclusivo suscriptores Escuchar Es difícil unir el nombre de Henry Ford a la palabra fracaso, pero una de sus más ambiciosas aventuras mereció esa calificación. El hombre fuerte de la industria automotriz se propuso crear un pueblo en el medio de la Amazonia brasileña, con la idea de extraer de allí el caucho que necesitaba para fabricar las cubiertas y algunas otras piezas de sus autos (válvulas, mangueras y tapones), pero nada resultó tal como él imaginó. Hacía ya un tiempo que el explorador inglés Henry Wickham había robado para los británicos semillas del Hevea brasiliensis, la planta de la que se extrae el caucho, originaria de la Amazonia, y había quitado la exclusividad de su producción a Brasil al permitir la aparición de plantaciones en Asia. El caucho brasileño había tenido su edad dorada desde 1879 hasta 1912, pero eso ya era historia. En la década de los años 20, la compañía Ford controlaba todas las materias primas con las que fabricaba sus automóviles, tales como vidrios, hierro y madera, excepto el caucho, que estaba ahora en manos de los europeos (británicos, holandeses y franceses), que lo extraían de sus colonias asiáticas. Por eso, temeroso de que estos pudieran cartelizarse y extrangular su negocio mediante el control del precio de uno de sus insumos esenciales, en 1928 decidió tener su propia plantación. Su nuevo sueño se llamaría Fordlandia y le daría forma a imagen y semejanza de una población del medio oeste estadounidense. No escatimó en gastos. Le compró 110.000 kilómetros cuadrados de tierras al gobierno brasileño –que promocionaba ese tipo de inversiones–, despachó buques con equipamiento, materiales y mobiliarios, y comenzó a construir el pueblo que, en su cabeza, le permitiría romper el monopolio europeo del caucho y dejar de depender de la importación para fabricar sus autos. Un retrato de Henry Ford colgada en la pared de una de las edificaciones de Fordlandia El lugar elegido fue una amplia extensión selvática en el estado de Pará, a orillas del río Tapajos, en la región norte de Brasil. El empresario automotriz anunció que su plantación sería revolucionaria y, además, prometió que proporcionaría ganancias económicas al país y progreso social a las comunidades originarias de la selva. Como cuenta el periodista Simon Romero, en un artículo del The New York Times, “Ford construyó un pueblo al estilo de Estados Unidos, para que lo habitaran brasileños que quisieran moldearse a lo que él consideraba valores estadounidenses”. Allí levantó lo que era al mismo tiempo fábrica, espacio de trabajo y aldea para los trabajadores. Contaba con todos los servicios y la infraestructura de un pueblo estadounidense. En medio de la selva, instaló casas prefabricadas en Michigan, hospitales, escuelas, canchas de fútbol, pileta de natación y restaurantes en los que se servía estrictamente comida “yanqui” –Ford quería hacer de ese sitio un rincón de los Estados Unidos en plena Amazonia–. El corazón de todo este complejo era, por supuesto, una fábrica para el tratamiento del latex, acompañada por varios talleres. Este centro neurálgico estaba rodeado por tres barrios de viviendas, donde vivirían exclusivamente trabajadores y gerentes del proyecto Fordlandia. El primero de ellos estaba destinado a los directores, constaba de ocho villas y era una reproducción fiel de los barrios burgueses de Detroit; el segundo era el de los capataces, integrado por grandes casas de cemento, y el tercero estaba formado por las mecionadas casas de madera, donde se alojarían los obreros. Pero claro que nada de este descomunal proyecto tendría sentido si no se plantaba allí el árbol que proporcionaría el preciado caucho. Así que en 1928 se plantaron 70.000 Heveas brasiliensis; en 1929, otras 70.000, y en 1931, un millón más. Ford instauró en este emprendimiento el mismo salario que se pagaba en los Estados Unidos, una jornada de trabajo de 9 a 17, una semana laboral de 48 horas, vacaciones de 20 días cada seis meses y un mes de vacaciones pagadas al año. Se trataba de una organización revolucionaria en aquel momento. Además, la asistencia médica era gratuita, como así también la comida. ¿Qué podía salir mal? Todo. Una desgracia tras otra Pronto se empezó a ver que había una serie de contratiempos que no estaban previstos. Para empezar, el terreno elegido era demasiado escarpado, por lo que los árboles del caucho se desprendían y no absorbían suficiente agua. Además, al no haber querido Ford encargar la plantación a un agrónomo especializado, las plantas producían muy poco latex, algo que se agravó por completo cuando fueron víctimas de una plaga de orugas, hormigas y polillas autóctonas. Por la misma falta de personal idónero para el manejo de plantaciones en climas tropicales, los árboles de Heveas brasiliensis comenzaron a tener más problemas. Sucede que se trataba de una especie que crecía muy bien en estado salvaje, pero que no soportaba el cultivo y, al no contar con la sombra que en otras codiciones les aportaban otros árboles y de la maleza que conservaba la humedad, se deterioraban. Un viejo almacén de Fordlandia que ahora funciona como terminal para pasajeros de barcos fluviales BRYAN DENTON - NYTNS Pero ese no fue el único frente de tormenta que sufrieron Ford y su proyecto. Si bien es cierto que pagaba muy buenos salarios, esto no fue suficiente para mantener contentos a los trabajadores locales, ya que había impuesto normas laborales que eran incompatibles con la vida en la selva. Por ejemplo, exigía que se cumpliera a rajatabla el horario de 9 a 17, sin considerar que las temperaturas eran tan altas en las mañana que se hacía imposible trabajar en la plantación. Había más. Las reglas impuestas por Ford obligaban a comer a todos –desde capataces hasta empleados– en un mismo local construido especialmente para eso y el menú disponible no era precisamente del agrado de los lugareños. Lo único que se les proveía era comida procesada llevada desde los Estados Unidos y acorde al paladar estadounidense, nada de platos tradicionales brasileños. El descontento de la población aumentaba con el paso de los días. Aunque podían disponer de las distintas instalaciones que se habían levantado en Fordlandia, como escuelas, hospitales y campos de deportes, el afán de controlar todo por parte de Ford hacía que el ambiente se volviera opresivo. Todos estaban obligados a seguir estrictamente el estilo de vida estadounidense, con pasatiempos foráneos y, como se dijo, la imposición de una alimentación extraña a sus gustos. Ruinas de lo que alguna vez fue Fordlandia, el sueño trunco de Henry Ford BRYAN DENTON - NYTNS “La búsqueda de la utopía de Ford iba aún más allá: los llamados ´escuadrones sanitarios´ que operaban por todo el lugar mataban perros callejeros, desaguaban charcos en los que se podían multiplicar los mosquitos que transmitían la malaria y revisaban si los empleados tenían enfermedades venéreas”, se decribió en el citado artículo del The New York Times. El régimen espartano establecido por Ford llevó a que no pasara mucho tiempo para que los lugareños buscaran un escape. Fue así que surgieron casinos, prostíbulos y bares –pese a que el empresario, reconocido abstemio, había prohibido expresamente el consumo de alcohol en Fordlandia–, lo que ocasionó encontronazos entre quienes hacían uso de estos establecimientos y el resto de los habitantes que cumplían las reglas. Por otra parte, los gerentes que Ford había enviado especialmente desde Estados Unidos nunca pudieron adaptarse a esta nueva vida en medio de la selva. Uno de ellos se ahogó en el río Tapajós, mientras que el otro decidió volver a su país luego de que tres de sus hijos murieran víctimas de enfermedades tropicales. Coronó todo esto una feroz huelga de los trabajadores que, furiosos por el régimen que se les imponía, hicieron destrozos en la fábrica y otros establecimientos. Quizás, el ataque más simbólico fue el que concretaron al romper los relojes en los que fichaban el ingreso y egreso del trabajo. Pero además cortaron la electricidad de la plantación y cantaron “Brasil para los brasileños; matemos a todos los estadounidenses”. Espantados, algunos de los gerentes huyeron hacia la selva. Fordlandia estuvo habitada durante casi dos décadas y le costó una fortuna al magnate de los automóviles, que, pese a darle su nombre, jamás puso un pie allí, temeroso de contraer alguna de las “infernales” enfermedades tropicales. En 1945, la empresa Ford abandonó definitivamente el lugar, dejando tras de sí el gran fracaso de su fundador, a quien su idea trunca le costó pérdidas por US$20 millones (equivalentes a US$200 millones actuales). En la actualidad viven en este poblado poco más de 1000 personas, algunas de ellas descendientes de trabajadores del proyecto Fordlandia. Pasan sus días rodeados por derruidas edificaciones y vestigios de lo que alguna vez encarnó el sueño imposible de Henry Ford.
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