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  • Memoria, saberes y universidades

    » Hoy Dia

    Fecha: 08/05/2024 01:06

    Cuenta la leyenda que, en el año 403, antes de nuestra era, el olvido fue la base de la estrategia orientada a restablecer la unidad en Atenas. Parece que, luego de una guerra civil larga y dolorosa que permitió a los demócratas retomar el poder, se decidió no recordar más los males del pasado. Es así como se decretó el olvido, una estrategia de reconciliación que, por supuesto, no funcionó, según consta en los registros. La ciudad donde se inventó la política ahora tenía como objetivo el olvido. Se ruega olvidar, decía la enunciación, y para afirmarlo se procedía a la eliminación de la fecha del calendario ateniense. De cómo funciona el olvido al servicio de la memoria es de lo que trata el libro de Nicole Loraux, “La ciudad dividida”, que viene tan a cuento en estos días. Al decretar la necesidad del olvido, los atenienses, sugiere Loraux, no quisieron hacer tabla rasa, sino que lanzaron negativamente una invitación al recuerdo: la compulsión a la amnesia de los conflictos pasados; la amnistía en nuestras sociedades se ha promovido otras veces como estrategia. Olvidar para pacificar. Pero, ni el olvido por ley ni la memoria completa han funcionado para suturar heridas. ¿Se debe entonces fingir el olvido para hacer un buen uso de la memoria? Dicho de otro modo: ¿sería la amnesia más eficaz que la conmemoración oficial? ¿Se puede olvidar por decreto? Al forzar a un pueblo a olvidar, ¿no estamos recordando aquello que se nos impone? ¿Qué hacemos si, en nombre de la democracia, se nos inflinge un olvido para la reconciliación? La memoria como una herida, el olvido como un bálsamo, pero también el imperativo de recordar y dar batalla a la amnesia. Son dos perspectivas que se superponen y se entremezclan sin solución de continuidad. La memoria, alejada de los dispositivos de almacenamiento es más una guía para la conducta, una ética, que la puntual rememoración de acontecimientos del pasado. Decía Héctor Schmucler, fundador del Programa Memoria en el CEA y pensador indispensable para abordar las reflexiones acerca de los usos del pasado, que sólo la voluntad totalitaria sueña con que la memoria sea una sola. La política se funda sobre algunos acuerdos más o menos amplios sobre qué olvidar. Si se puede olvidar todo es el fin de la política. La urgencia de la memoria en el presente, aunque parezca una contradicción, tiene que ver con poner la reflexión en agenda frente a la instrumentalidad, sosteniendo la función crítica de la universidad y de la educación pública. La idea de comunidad, ligada a la de universidad se sostiene porque es con otros. La universidad y la memoria existen porque hay otros con quien estar, con quien aprender. Para Schmucler, el verdadero drama de la Universidad, su verdadera crisis, es el olvido de que su razón de ser se reconoce en la sabiduría. Los sabios con sus palabras y también con sus silencios, invitan al dialogo y a la reflexión. Con respecto a la universidad y su papel en nuestra sociedad, otra vez Toto Schmucler decía, en una editorial de la revista “Estudios”, que nuestra universidad ha sido un espacio donde la memoria ocupa, todavía, un lugar cómodo y fecundo, en una vocación constante por la búsqueda del saber sin claudicaciones y que, simultáneamente, estimula el conocimiento del pasado que lo alimenta. La memoria y la universidad como ideas no necesariamente regidas por la instrumentalidad comparten la pregunta, la idea de comunidad, como eje que orienta las discusiones. Es en el ámbito de la universidad donde lo público adquiere su sentido de pertenencia a todos y el cuidado del espíritu. Los sistemas de evaluación, la organización de las estructuras dedicadas a la investigación, tienen más parecido a la voluntad de gerenciamiento que a la del goce de la creación. Esto no parece raro en un país donde los dirigentes son requeridos más como gerentes que como políticos capaces de imaginar nuevos senderos. El político, vuelto un mero administrador, responde a una época global de mercantilización generalizada. Estas palabras adquieren más actualidad que nunca ahora que la política parece haber perecido en manos de la economía y los administradores del Estado cuestionan no solo el financiamiento, sino la existencia misma del Estado. En nombre de la libertad, en nuestros días, las tenaces reglas del mercado reemplazan a las leyes manifiestas del poder autoritario. La universidad no debería resignarse a ser la escuela de los administradores del desencanto del mundo. Es preferible el conmovedor silencio de los sabios.

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